jueves, 29 de abril de 2021

Igualdad, desigualdad y equidad en contextos educativos

 Escribe Lorenzo García Aretio

En un libro de hace más de 30 años (García Aretio, 1989), tras estudiar detenidamente unas 50 definiciones clásicas del concepto de educación, me arriesgué a aportar la mía propia que pretendía ser integradora. Escribí entonces que la educación es el proceso de optimización integral e intencional del hombre, orientado al logro de su autorrealización e inserción activa en la naturaleza, sociedad y cultura. Había seleccionado de entre todas aquellas definiciones de ilustres, éstas características esenciales: optimización (perfeccionamiento), integralidad, intencionalidad, autonomía y socialización.

Mi gran maestro en aquella época era el profesor Ricardo Marín Ibáñez, ¡maestro de tantos pedagogos! Él me decía que le gustaba esa definición integradora de educación que yo había elaborado, pero que si queríamos llegar antes y más rápido para decir mucho con sólo dos palabras, tratásemos de confluir en que el objetivo de la sociedad, de las administraciones educativas, instituciones y docentes fuese que el estudiante – alumno – discípulo – ciudadano, al final de determinado proceso educativo alcanzase aprendizajes valiosos. Esa sería la meta de la educación, fuese ésta en modalidad presencial, híbrida o a distancia.

Por otra parte, la propia UNESCO, replico aquí, nos dicen que la educación es un derecho humano fundamental que ocupa el centro mismo de la misión de la UNESCO y está indisolublemente ligado a la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) y a muchos otros instrumentos internacionales en derechos humanos. El derecho a la educación es uno de los principios rectores que respalda la Agenda Mundial Educación 2030, así como el Objetivo de Desarrollo Sostenible 4 (ODS 4), adoptado por la comunidad internacional. El ODS 4 está basado en los derechos humanos y tiene el propósito de garantizar el disfrute pleno del derecho a la educación como catalizador para lograr un desarrollo sostenible.

Con esas dos premisas y principios previos: a) Educación como logro de aprendizajes valiosos y, b) Educación como derecho universal, allanamos el terreno sobre dónde quiero llegar. Todos tienen el derecho a esos aprendizajes valiosos que les optimicen como persona.

El «todos» se configura como principio de igualdad de oportunidades educativas, defendiendo que nadie, ningún ciudadano, pueda ser privado de posibilidades de acceso a una educación de calidad, independientemente de su procedencia geográfica, social y étnica. Todos tienen iguales derechos, nadie debe quedar atrás.

En tiempos pasados o, por desgracia, aún hoy en países subdesarrollados, cuando existían escasos centros educativos, no todos podían acceder a la escuela, mucho menos a la universidad. Las desigualdades eran evidentes. Si un determinado niño, adolescente o joven quería estudiar, pero no había centro, o no había pupitres suficientes, se quedaba fuera. Y los que no accedían, habitualmente, no eran los privilegiados o favorecidos socioeconómicamente.

En el mundo avanzado y en grandes zonas del globo, con el paso del tiempo se consiguió, más o menos, igualar esas oportunidades de acceso. Aunque más discutible sea que se hayan logrado igualar las oportunidades de permanencia en el sistema, las de progresar a niveles educativos superiores. También es motivo de debate si se igualaron o no los resultados, es decir, si estudiantes con capacidades similares llegan a lograr resultados académicos parecidos, o al menos aceptables, al margen de su estatus sociofamilar. Si quedasen eliminadas todas esas desventajas relativas al acceso al sistema y a la permanencia, podríamos hablar más certeramente de igualdad de oportunidades.

Pero para ello se hace preciso un esfuerzo por eliminar la exclusión y por aminorar esas desventajas, precisamente mediante la paradoja de desigualar, aumentando, ofreciendo diferente atención, reforzando los recursos, etc., compensando, en suma, a los que sufren más desventajas y debilidades respecto a los otros, a los más vulnerables, a los excluidos o que están en riesgo de exclusión, a los que cuentan con alguna discapacidad…

Estaríamos hablando más que de igualdad, de equidad, inclusión, integración social. Es decir, compensar para que, una vez garantizado el acceso al sistema, en ningún modo las circunstancias económicas, geográficas, étnicas, educativas…, de los padres, del propio contexto, u otro tipo de diferencias, menoscaben el progreso y resultados académicos finales de los estudiantes. La imagen puede resultar elocuente como forma de acercar las orillas de la brecha excluyente.

Graphic credit: Interaction Institute for Social Change, Artist: Angus Maguire

El principio de igualdad nos exigiría ofrecer a todos los mismos recursos, mientras que la equidad nos exigiría facilitar recursos en función de las necesidades de cada cual. Si durante el tiempo de confinamiento determinado gobierno dota de una tablet a todos los estudiantes, estaríamos ejerciendo el principio de igualdad. Con seguridad los estudiantes de nivel socioeconómico elevado cuentan con dispositivos de mayor calidad que aquel que le ofrece el sistema. Sería una forma de despilfarro y de inequidad.

Sería más apropiado hacer un esfuerzo por la equidad, por ejemplo, el ofrecer el material escolar gratuito (o aquella tablet), a los estudiantes más vulnerables socialmente o que no disponen de recursos para desarrollar apropiadamente ese rol de alumno. Porque resultaría complicado que un niño pudiera estudiar si no dispone de recursos económicos para contar con libros y otros materiales. Habría de aplicarse, en consecuencia, el principio de equidad a lo largo de todo el proceso escolar o académico de ese sujeto. Llegados a este punto, ¿no parecerá oportuno que el derecho universal a la educación debería estar ligado a esa compensación desigual hacia los que más lo necesitan, para incluirlos e integrarlos?

Aunque no habría que olvidar los posibles peligros de la igualación educativa, dado que nuestros estudiantes son diferentes entre sí, lo que supone la obligación de respetar esas diferencias individuales (sociales, económicas, físicas, intelectuales, motivacionales, de personalidad, de estilos…). En la definición de educación que aparece al inicio de este post, escribía sobre el proceso de optimización (perfeccionamiento) integral de cada individuo. No me refería al grupo ni a la colectividad, me refería a cada ser, único y diferente aunque, incuestionablemente, social.

Por tanto, ha de extremarse el cuidado al referirnos a conceptos tales como igualación, igualar, eliminar desigualdades, etc. Otra cuestión sería la de reducir o paliar las desventajas de unos frente a otros (equidad, inclusión, integración). En consecuencia, el debate en este sentido, podría estar en:

  • ¿educar igual a todos para que obtengan iguales resultados?,
  • ¿aunque las capacidades, las necesidades, los intereses sean diferentes?,
  • ¿igualar también a los que cuentan con más capacidades?,
  • ¿a los que pueden llegar más lejos, a los que se esfuerzan más?,
  • ¿les frenamos para que sean «iguales» y no superen ese listón igualador establecido?,
  • ¿o apoyamos, también de forma desigual, a estos otros estudiantes que son diferentes, no por sufrir desventajas de cualquier tipo, sino por diferencias en capacidad, estilos de aprendizaje, intereses y necesidades, esfuerzo en el estudio, etc.?,
  • y a los que aprenderían mejor en sistemas a distancia, híbridos o combinados, ¿les apoyamos?

Parece que no se trataría sólo de darle más al que menos tiene. Se debería apostar por ofrecer apoyos, ayuda, transacciones, oportunidades, caminos, soportes, recursos, refuerzos, opciones…, distintos a ese individuo, precisamente porque es diferente, provenga esta diversidad de cualesquiera de los múltiples factores diferenciales existentes. Atención, en fin, a la diversidad. Más allá de que el esfuerzo prioritario de los poderes públicos sea el de igualar aquellas oportunidades, primero, de acceso y después de permanencia en el sistema. Eliminadas o reducidas esas desventajas, la igualdad de resultados, sería otra cuestión que ya dependería más de esos otros factores diferenciales apuntados.

En la siguiente entrada escribiré sobre la paradoja de igualación y desigualación que pueden exhibir los entornos educativos a distancia y digitales, híbridos y combinados.

Referencia. García Aretio, L. (1989). La educación. Teorías y conceptos. Perspectiva integradora. Paraninfo.

Tomado de Contextos universitarios mediados con permiso de su autor

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