Escribe Carlos Magro
La educación se encuentra hoy en una encrucijada, dice Mariano Fernández Enguita (pdf). Una encrucijada provocada por un cambio hacia una época global, postnacional, postindustrial (Bell), digital, líquida (Bauman), desbocada (Giddens) e incierta (Beck). Un cambio de época, dice Manuel Castells. Un cambio económico, social y tecnológico acelerado que está transformando los modos de creación, acceso y difusión del conocimiento y que está planteando, por tanto, enormes retos a los sistemas educativos. Cambios que desafían a la escuela y a su capacidad de adaptación.
Parece que finalmente vivimos en la sociedad del aprendizaje que avanzron en 1968 y 1969 Torsten Husén y Robert Hutchins respectivamente. Y, un poco paradojicamente, es esa misma sociedad del aprendizaje la que nos reclama, con cierta urgencia, un cambio profundo en nuestras maneras de aprender y enseñar.
Vivimos un momento de enorme interés hacia la educación por parte de toda la sociedad y, consecuentemente, un momento de gran demanda y exigencia, especialmente para la educación escolar. Aprender se ha vuelto hoy una actividad paradójica, sostiene Juan Ignacio Pozo en Aprender en tiempos revueltos (2016), porque cada vez, dice, “dedicamos más años de la vida, y más horas de cada día, a la tarea de aprender, y sin embargo, aparentemente, cada vez se aprende menos, o por lo que parece, hay cada vez una mayor frustración con lo que se aprende y cómo se aprende.”
Ponemos tanto empeño, invertimos tantos recursos y esperamos tanto de la Escuela. Está tan presente en nuestras vidas, nos preocupa tanto y nos demanda tanto esfuerzo y tiempo, que no es extraño que nunca haya satisfecho nuestras expectativas, ni las individuales, ni las colectivas. Para unos, siempre ha sido insuficiente. Para otros, excesiva. Para muchos ha sido la gran institución liberadora, el gran sueño de la Ilustración. Para otros, una institución opresiva y mantenedora del status quo. Una institución que lejos de disminuir las diferencias sociales ha reproducido esas diferencias o las ha aumentado. En ocasiones la hemos acusado de ser demasiado moderna y experimental y de olvidar con demasiada facilidad la memoria colectiva, los principios y los valores tradicionales. Aunque casi siempre, la hemos criticado por estar desajustada y no responder con suficiente rapidez a los cambios, ni atender a las necesidades reales de la sociedad (otro tema sería ponernos de acuerdo sobre cuáles son esas necesidades reales).
La situación no es nueva. “Los profesionales de la enseñanza no pueden evitar la sensación de que la escuela se halla sometida a un fuego cruzado, degradado su prestigio y criticada por todos. No les falta razón, pues parece que no existe nada más cómodo para una sociedad que culpar de sus males a la escuela -exculpando así, de paso, a otras instituciones como las empresas y el Estado, y tratar de encontrar soluciones mágicas a través de su permanente reforma, lo que sirve para distraer la atención de lo que verdaderamente necesitaría ser reformado, dentro y fuera de la institución escolar”, escribía en 1995 el mismo Enguita en La escuela a examen. Pero aunque no es nueva parece que en los últimos años se ha incrementado y generalizado el malestar.
¿Qué está pasando?. ¿Por qué se extiende un creciente malestar sobre su funcionamiento cuando la gran mayoría de los indicadores manifiestan tendencias positivas?. ¿Por qué es tan fácil mantener esa crítica constante a la labor de la escuela apelando a una engañosa apariencia de inmovilismo o incluso de retroceso? ¿Cómo podemos decir sin más que la escuela no ha cambiado en los últimos 200 años sin generar apenas controversia.? ¿Es necesaria tana inquietud? ¿Es necesario un cambio?
No es cierto que nada haya cambiado en 200 años. No es cierto que nuestro sistema educativo esté cada vez peor. Nuestro sistema educativo, como casi todos los sistemas educativos de la OCDE, ha experimentado un gran avance en las últimas tres décadas, hasta el extremo de poder hablar del milagro educativo español, como se ha encargado de recordarnos hace solo unos días Miguel Ángel Cerdán.
Sólo algunas cifras a modo de contexto. Mientras que en Finlandia prácticamente toda la población sabía leer a finales del s. XVIII, en la España de 1920 seguía habiendo un 20% de analfabetos. En 1967, hace 50 años, solo el 10% de los españoles que iniciaron la educación primaria terminaron el Bachillerato superior a los 16 años. Y sólo en 1984 se alcanzó la plena escolarización hasta los 14 años y en el año 2000 se extendió hasta los 16. El Panorama de la Educación de 2013 (con datos de 2011) indicaba que el 54% de los adultos entre 25 y 64 tenían un título de educación secundaria postobligatoria, frente al 76% de la media de la OCDE. Es decir, cualquier comparativa de un sistema educativo debe tener en cuenta la historia. En el caso de España, vemos que la comparativa histórica con otros países del entorno es muy desfavorable. Es importante saber, por tanto, desde dónde venimos para entender dónde estamos hoy.
No es cierto tampoco que los alumnos cada vez sepan menos. No es eso, desde luego, lo que nos dicen informes como el Programa de Evaluación de Competencias de Adultos (PIAAC), donde los adultos españoles salimos sistemáticamente peor parados que las generaciones de españoles más jóvenes al compararnos con otros países de la OCDE. Como media de los países que participaron en el PIAAC, un 32% de los jóvenes de 25 a 34 años tiene un nivel educativo superior al de sus padres. En España, este porcentaje supera el 40%.
No es cierto, por tanto, que los resultados hoy sean peores que los de hace décadas. Lo que tenemos es una brecha creciente entre las necesidades sociales de educación y los resultados que el sistema educativo es capaz de generar. Tenemos la sensación de retroceder, cuando en realidad son las expectativas las que han aumentado y las metas del aprendizaje las que se alejan. Cada vez pedimos más a la educación porque somos conscientes que, en esta sociedad del aprendizaje, la formación es una condición necesaria, aunque no suficiente, para garantizarnos la capacidad necesaria de adaptación a los cambios y la incertidumbre que parece que nos demandará el futuro.
Nadie duda de que la escuela y la educación requieren importantes transformaciones. Claro que es necesario un cambio profundo, especialmente en los sistemas educativos formales, pero hay que hacerlo desde el reconocimiento tanto de las carencias y disfunciones que tenemos como de lo mucho que se ha avanzado en los últimos decenios. Lo contrario sería injusto con el esfuerzo colectivo que hemos hecho.
El cambio es necesario y urgente al menos por dos razones. Primera porque las altas tasas de fracaso escolar, de abandono temprano y de repetición de curso que presenta el sistema educativo español son insostenibles y nos están indicando que aún no hemos resuelto bien el paso de un sistema educativo selectivo a otro formativo y inclusivo. Segunda, porque los sistemas educativos, como señala Enguita, deben dar respuestas al menos a tres grandes retos: digitalización, globalización y naturalización del cambio.
Ambas razones están directamente relacionadas con el modelo educativo, con la organización escolar y con lo que podríamos llamar como una ‘nueva’ cultura del aprendizaje. Con pasar de un concepto de aprendizaje centrado en la reproducción de lo aprendido a otro centrado en la capacidad de transferirlo. Por entender que aprender hoy es ser capaces de apropiarnos de nuevos conocimientos que nos permitan interpretar el mundo de otra manera. Ser capaces de relacionar lo nuevo con lo que ya sabemos. Ser capaces de usar el conocimiento adquirido en situaciones distintas a aquellas en las que se aprendió y, por tanto, que enseñar pasa por dotar a los alumnos de estrategias (análisis del problema, selección de la estrategia de intervención, ejecución y evaluación) para abordar nuevos retos.
Enseñar es desarrollar la inteligencia de nuestros alumnos, entendida como lo hizo Jean Piaget como un “saber lo que hacer cuando no sabemos qué hacer“. O como dice Philippe Perrenoud (Cuando la escuela pretende preparar para la vida), por entender que “la formación que necesitamos es aquella que nos permita dar respuesta e intervenir de la manera más apropiada posible con respecto a los problemas y cuestiones que le va a deparar la vida en todos sus ámbitos de actuación”.
Educar en la escuela (escolarizar) se ha vuelto un asunto de gran complejidad. Primero porque los alumnos hoy son más y mucho más diversos que los de hace unas décadas, lo que nos exige, entre otras cosas, una capacidad de atención a la diversidad (véase personalización de la enseñanza) para la que no estamos preparados. En las últimas cuatro décadas, hemos pasado de escolarizar poco a la mayoría y mucho a una minoría a escolarizar prácticamente a toda la población por un mínimo obligatorio de diez años y, en la práctica, por quince años o más a casi todos. Y ese aumento ha traído consigo una enorme de diversidad dentro de las aulas que hay que gestionar cada día. Atender a la diversidad es ser capaces de diversificar nuestras formas de enseñar (Álvaro Marchesi y Elena Martín. Calidad de la enseñanza en tiempos de crisis).
Es más complejo también porque se está produciendo un cambio de actitud ante el aprendizaje por parte de los alumnos (y las familias) provocado precisamente por los cambios tecnológicos, culturales y sociales que hemos indicado. Esta tensión entre los sujetos de los procesos de enseñanza-aprendizaje (alumnos y maestros) nos remite de nuevo a la necesidad de cambiar las formas de enseñar. Porque, como estamos diciendo, ya no basta con transmitir contenidos. Como dice Julio Carabaña, “el aprendizaje no está limitado por la falta de información, sino por la capacidad de convertirla en conocimiento.” La educación escolar debe garantizar el acceso al conocimiento y a la cultura compartida pero también, o sobre todo, capacitar a los futuros ciudadanos. Por tanto, la función del maestro ya no es exclusivamente transmitir saber. Es ayudar a sus alumnos a digerir ese saber. A ser más críticos y más reflexivos. “La meta del aprendizaje no es tanto proporcionar información como ayudar a las personas a adquirir los procesos, las formas de pensar, que les permitan digerirla, transformarla en verdadero conocimiento.” (Juan Ignacio Pozo. 2016) y, por tanto, que “no se trata de verter información en la cabeza de nuestros alumnos. Al contrario, aprender es un proceso activo. Construimos nuestro entendimiento del mundo mediante la exploración activa, la experimentación, la discusión y la reflexión” (Mitchel Resnick. Rethinking Learning in the Digital Age). Es capacitar a nuestros alumnos para “poder actuar eficazmente en una clase de situaciones concreta movilizando y combinando en tiempo real y de forma pertinente recursos intelectuales y emocionales” (Philippe Perrenoud). Enseñar es ayudar al alumno a aprender. Es ayudar a todos nuestros alumnos a desarrollar la capacidad de aprender a aprender.
Por si fuera poco, los dos principales actores del acto educativo, alumnos y maestros, no están satisfechos ni con lo que se aprende, ni con cómo se aprende, ni con los resultados obtenidos, ni con la percepción social sobre su desempeño. Hasta el límite que es común oír hablar del malestar docente (José Manuel Esteve) y cada vez lo es más del malestar discente. Un malestar que se manifiesta entre otras cosas en una profunda desmotivación. Desmotivación en primer lugar de nuestros alumnos. Pero desmotivación también de los docentes.
Necesitamos motivar (mover) a los alumnos, dice el adagio popular. Y eso pasa por moverles hacia el aprendizaje. Pasa por ofrecerles un aprendizaje no solo significativo (desde lo que ya conocen) sino también, como dice Pozo, un aprendizaje con sentido, es decir, establecer unas metas definidas, valoradas y alcanzables. Motivar es, por tanto, hacer que nuestros alumnos se sientan capaces de alcanzar las metas. Exigir por encima de las capacidades es desmotivador. Pero exigir por debajo tampoco motiva. Hay que trabajar en lo que Vygotski denominó la “zona de desarrollo próximo”, es decir en la distancia que queda entre lo que uno puede hacer solo y lo que puede hacer con la ayuda de otros.
Pasa también por plantear tareas que promuevan la autonomía y la responsabilidad de los alumnos, cediéndoles el control sobre su aprendizaje. Y lo mismo ocurre con los docentes. Sólo desde el reconocimiento de la profesionalidad, el establecimiento de metas con sentido y la relación en un terreno de confianza y autonomía podemos avanzar hacia una recuperación de la motivación por parte de los docentes. Recordando, que sin motivación no hay aprendizaje pero sin aprendizaje tampoco hay motivación.
Sin embargo, a pesar de que seguramente estemos todos de acuerdo en casi lo anterior, hoy la mayoría de los sistemas educativos están altamente burocratizados y más centrado en la eficiencia que en la equidad (no seguimos olvidando del todos). La mayoría se ha embarcado en una espiral de reformas que parecen alejarnos cada día más de la visión de la educación como un agente transformador de los individuos y de la sociedad. Tenemos modelos de enseñanza muy rígidos, excesivamente aislados del entorno y basados casi siempre en la transmisión de unos contenidos establecidos en unos curriculums muy definidos. Sistemas, por tanto, que no responden bien a la necesidades de la sociedad de hoy. Que siguen actuando, con excepciones, como si enseñar fuera suministrar materias primas por un extremo y recoger productos finales por el otro.
O al menos eso es parte de lo que revelan informes como PISA, cuyos datos evidencian que la enseñanza en muchos países sigue siendo muy transmisiva, que los alumnos saben pero no saben hacer. Que tienen conocimientos pero no saben utilizarlos. Porque “aprender a decir y a hacer son dos formas diferentes de conocer el mundo y, por tanto, no basta con tener conocimiento para saber usarlo, se requieren además estrategias, actitudes, adecuadas para afrontar nuevas tarea….Saber hacer, usar el conocimiento adquirido, requiere un entrenamiento específico basado de alguna forma en la solución de problemas, no en la mera acumulación de saberes.” (Juan Ignacio Pozo. Aprender en tiempos revueltos).
Lo que nos remite de nuevo a la necesidad del cambio pero de un cambio real en las prácticas. De un cambio hacia una cultura del aprendizaje basada mucho más en el diálogo y la cooperación que en la exposición.
La pregunta entonces que permanece sin resolver es ¿por qué es tan difícil trasladar el cambio a las prácticas de aula? ¿Por qué, si aparentemente estamos de acuerdo, nos cuesta tanto producir cambios visibles y generalizados en nuestras aulas?
Los últimos 20 años han sido especialmente productivos en la investigación sobre cambio educativo. Sabemos que el cambio requiere que actuemos de manera simultánea sobre tres planos que podríamos llamar macro, meso y micro: cambios globales del Sistema, a nivel de políticas educativas; cambios de las culturas educativas en los centros educativos y, por último, cambios en las prácticas de aula.
Normalmente, hemos actuado casi exclusivamente, sólo sobre el primero de esos planos. Hemos tratado de cambiar los resultados del proceso de enseñanza-aprendizaje a base de reformas legislativas. Y lo que nos muestra la investigación y constata la experiencia, independientemente del país, es que hay “un acuerdo muy generalizado sobre el fracaso de las reformas escolares puestas en marcha por las administraciones educativas y sobre la dificultad de conseguir que las instituciones escolares hagan suyos proyectos de innovación o mejora educativas” y que “las prácticas escolares han permanecido invariables, no se ha modificado sustancialmente lo que pasa realmente en las aulas y el funcionamiento de las instituciones escolares no ha mejorado. Una cosa es la legalidad y otra la realidad. Los centros escolares no se cambian por decreto.” (Enrique Miranda Martín). Es decir, que la innovación educativa no se puede prescribir. O como dijo Michael Fullan: No se puede mandar lo que los centros tienen que hacer.
Por el contrario, estos últimos 20 años de investigación apuntan a que “el cambio y la mejora real provienen menos de decisiones gubernamentales que de la imaginación, el compromiso y el esfuerzo continuado de los profesionales de la educación.” (Ferrán Ruiz Tarragó) y que “los países que han tenido mayor éxito educativo son aquellos que promovieron mayor flexibilidad e innovación en la enseñanza y el aprendizaje, aquellos que invirtieron mayor confianza en docentes altamente calificados y que valorizaron un currículum amplio y ‘aireado’, sin intentar dirigir absolutamente todo desde arriba” (Andy Hargreaves).
Que, sin negar la importancia de un marco legislativo compartido y facilitador, tienen más éxito los cambios que se inician en la propia escuela como respuesta a un problema como propio (García & Estebaranz). Es decir, que si los cambios quieren tener una incidencia real en la vida de los centros, han de generarse desde dentro para desarrollar su propia cultura innovadora, incidiendo en la estructura organizativa y profesional, con el fin de implicar al profesorado en un análisis reflexivo de lo que hace.
Además los cambios estructurales (que son los que normalmente se promueven desde las leyes) son poco eficientes a la hora de cambiar las prácticas del aula porque ignoran la fortaleza de las creencias profundas, las prácticas y las tradiciones que constituyen la cultura escolar.
Porque ignoran la importancia de la gramática de la escolarización (David Tyack y Larry Cuban), es decir, los modos concretos de organización y formas de concebir el tiempo y el espacio escolar, y porque no tienen en cuenta las creencias de los docentes sobre la enseñanza y el aprendizaje.
Porque el cambio en las prácticas no es solo algo técnico. Es un cambio de mentalidad (expectativas, valores, metas, concepciones). “La docencia no es una acumulación de habilidades técnicas, un conjunto de procedimientos ni una serie de cosas que usted puede aprender. Si bien las habilidades y técnicas son importantes, la docencia es mucho más que eso. Su naturaleza compleja se suele reducir demasiado a menudo a una cuestión de habilidad y técnica, a cosas que se pueden envasar, dictar en cursos y aprender fácilmente. La docencia no es sólo cuestión de técnica. También es algo moral,” decían Michael Fullan y Andy Hargreaves en La escuela que queremos.
Para modificar lo que se hace en las aulas hay que cambiar la mentalidad de alumnos y profesores y qué entienden por aprender y enseñar. “En lugar de estrategias burocráticas, verticales o racionales del cambio, la emergencia de dinámicas autónomas de cambio, que puedan devolver el protagonismo a los agentes y, por ello mismo, pudieran tener un mayor grado de permanencia” (Antonio Bolívar).
Es importante, por tanto, dar voz a las intenciones de los docentes; crear oportunidades para que los maestros enfrenten las suposiciones y creencias que fundamentan sus prácticas; mostrar disposición a escuchar y aprender lo que los maestros tienen que decir acerca del cambio; evitar crear una cultura de dependencia que subestime el conocimiento práctico de los docentes; evitar las modas en la forma de una implementación uniforme de nuevas estrategias educativas; facultar a los maestros y sus escuelas para recuperar una responsabilidad sustancial en la toma de decisiones importantes para el currículum así como para la enseñanza; crear una comunidad de docentes que discuta y desarrolle sus intenciones en conjunto, con tiempo, de modo de desarrollar un sentido común de misión en sus escuelas. (Fullan y Hargreaves).
El cambio se producirá cuando actuemos sobre la cultura escolar. Poniendo medios para estimular y favorecer una cultura de colaboración y habilitando tiempos y espacios para trabajar juntos. “Para que un cambio sea efectivo es necesario, por lo menos, que la propuesta educativa sea adecuada para resolver un problema real, que los profesores estén de acuerdo con los cambios propuestos y que existan las condiciones materiales e institucionales para llevarlos a cabo” (Fullan & Hargreaves). Lo que nos remite de nuevo a la escala del centro educativo. Al centro educativo como el centro del cambio.
El cambio pasará por el desarrollo de un proyecto educativo propio del centro que sea el resultado de un proceso colaborativo y compartido por toda la comunidad educativa. Que responda a tres preguntas básicas: Por qué debemos mejorar, Qué debemos mejorar y Cómo hacerlo (Carlos Marcelo García; Araceli Estebaranz García). Que tenga en cuenta las culturas escolares existentes en el centro y desarrolle una cultura escolar propia y compartida. Que atienda a la cultura profesional de sus integrantes y sea sensible a las visiones de cada uno, para que desde un proceso de reflexión individual y colectivo, se pueda establecer una visión y unos objetivos comunes y compartidos. Construido desde el compromiso profesional. Con un liderazgo distribuido y con la innovación como actividad colaborativa. Capaz de verse a sí misma como una organización de aprendizaje. Y asumiendo que hace falta tiempo. Que la mejora escolar es un proceso lento y no lineal. Un proceso gradual y en espiral. (Paulino Murillo Estepa).
Terminanos, “el cambio vendrá desde las personas, con los alumnos como protagonistas de su propio aprendizaje, con los maestros y profesores como agentes del cambio, empoderándoles, con formación, con reconocimiento, con liderazgo, con renovación pedagógica y con cambios organizativos. Trabajando desde el aula y sobre todo desde los centros educativos. Desarrollando proyectos educativos. Trabajando en equipo. Desde la colaboración y cooperación entre centros y profesorado. Con actitud y asumiendo nuestra responsabilidad. Desde un compromiso social por la educación y un compromiso profesional con la educación.” (Enguita)
Los retos son enormes pero también las oportunidades. El cambio necesario no nos vendrá dado desde arriba sino que será el resultado del impulso individual y colectivo de los profesionales de la educación y de las escuelas. El desafío nos reclama innovación, imaginación y compromiso social por la educación. No desaprovechemos el momento. Imaginemos la escuela que queremos. Hagámosla realidad. Construyamos entre todos la sociedad que queremos.
Este texto es una versión de la conferencia que he dado esta semana en el Simposio Otra Educación es posible, organizado por la Fundación Santillana en la Ciudad de México. Aprovecho para agradecer a todo el equipo de la Fundación y Santillana MX su amable acogida y felicitarles por la iniciativa.
Tiene también parte del seminario que di el día 22 de febrero en el IES Carpe Diem en Fuenlabrada (Madrid) en torno al cambio educativo en el marco del Seminario Aprendizaje Basado en proyectos que están impulsando el equipo docente del IES. Aprovecho tanbién para agradecer a Carlos Tribaldo, Daniel Albertos y Ana Morales por su invitación.
Tanto el simposio como el seminario del IES Carpe Diem son buenos ejemplos del creciente interés de los profesionales de la educación por provocar el cambio y del compromiso social por la educación y el compromiso profesional con la educación que reclamaba Enguita.
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