Por Juan Luis Fuentes.
Universidad Complutense de Madrid
Equipo de redacción de Revista Española de Pedagogía
El 5 de abril se presentó, ante un numerosísimo público, que llenaba dos salas de la Fundación Rafael del Pino, el último libro del Director de la revista española de pedagogía, titulado Horizontes para los educadores. Las profesiones educativas y la promoción de la plenitud humana.
El acto se inició con unas palabras de la Decana de la Facultad de Educación, de la Universidad Complutense, que hizo una semblanza del curriculum universitario del Profesor Ibáñez-Martín, a quien dedicó un cálido recuerdo de cuando era alumna suya. Posteriormente intervino Jaime Mayor, Ex-Ministro del Gobierno de España, que manifestó el interés que tiene el libro y cómo concuerda con él cuando señala la importancia de cultivar el amor a la verdad, pues considera que hay radica la crisis de valores en la que nos encontramos.
A continuación, intervino el Profesor Ibáñez-Martín, que pronunció las siguientes palabras:
Suele decirse que entre las cosas importantes que un hombre debe hacer, se encuentra escribir un libro. Yo ya lo había hecho, pero nunca lo había presentado ante un público tan numeroso y tan selecto. Agradezco a todos Vds. su presencia, y de modo especial, a D. Jaime Mayor, que ha tenido el detalle de presentar el libro y dirigirme tan altos elogios, a la Decana de la Facultad de Educación de la UCM, que me ha dedicado tan cariñosas palabras, recordando hechos de hace tanto tiempo, a la Decana de la Facultad de Educación de la UNIR, que dirige tan eficazmente una de las Facultades más numerosas de España, a Gonzalo Jover, Vicedecano de la Facultad de Educación de la UCM, y Director Adjunto de la Revista Española de Pedagogía, con quien tantas actividades he desarrollado, y a la Fundación Rafael del Pino, tan dignamente está aquí representada por Dª Ana Mª Calvo-Sotelo, Vda. de Del Pino, y que tan buena labor realiza.
Estos días pasados han salido algunos reportajes en la prensa diciendo que quienes influyen en las personas, de verdad, no son los que mueven a llevar pantalones rotos, sino los que proporcionan un horizonte vital, y, entre estos, no cabe la menor duda que se encuentran los profesores. Ahora bien, si recordamos nuestra experiencia, somos conscientes que bastantes de nuestros profesores pasaron por nuestra existencia como la luz por el cristal, sin dejar huella alguna. Eso nos puede llevar a pensar ¿Qué debo hacer yo para conseguir ser un buen profesor? Hay quien cree que eso es cuestión de práctica, errónea idea que combatía el catedrático de Didáctica Arsenio Pacios, afirmando que hay años de servicio que merecen años de cárcel. Más bien podríamos comenzar acudiendo a unas palabras del Premio Nobel John Steinbeck, quien publicó un inspirador relato en el que cuenta la tristeza de su hijo pequeño, a quien no le gustaba ir a la escuela, viéndose obligado a decirle que habría de acudir quince años a clase. Pero, también le dijo que sería muy afortunado si encontraba un maestro. Naturalmente, el chico le preguntó si él había tenido alguno, a lo que respondió diciendo que había tenido tres: “los tres tuvieron estas cosas en común. Amaban lo que hacían. No decían, transpiraban un cándido deseo de saber (…) Pero lo más importante de todo, la verdad, ese material peligroso, se convertía en algo bello, y precioso” (p. 105).
Este es un buen punto de partida para señalar las grandes líneas del libro que presento, pues, más que detallar lo que se dice en cada uno de sus 17 capítulos, considero que mi función esta tarde consiste en mostrar sus objetivos centrales. Y en este sentido, yo diría que hay dos ideas que vertebran esta obra, que son la importancia de la verdad y la necesidad del compromiso existencial.
En relación con la primera, es preciso recordar que el género humano ha recibido la facultad de poder penetrar en el conocimiento de la naturaleza íntima de los seres, de poder alcanzar la verdad, gracias a una reflexión profunda en el estudio de la naturaleza, por donde Dios pasó con presura, dejando en ella su hermosura. Esa profunda reflexión está orientada a alcanzar el fulgor de la evidencia, cuando la verdad se de-muestra, gracias a la panoplia de recursos que la inteligencia humana posee. Entre estos recursos, tiene señalada importancia la demostración lógica que, en palabras de Millán-Puelles, “hace ostensible el nexo entre la conclusión y los principios” (p. 69), pero no podemos dudar de la importancia que también tienen otros recursos que la inteligencia posee, lo que nos permite hablar de una razón ampliada que es capaz de seguir caminos y métodos de investigación muy diversos, por los que podemos alcanzar evidencias sobre problemas humanos de especial importancia.
Efectivamente, cabe recordar unas palabras famosas de Pascal (p. 41), en las que decía: “mi corazón tiende por completo a conocer el verdadero bien, para seguirlo” y “el corazón tiene razones que la razón no conoce”. La historia, la tradición, la observación, la confianza, así como también la poesía y la literatura, nos pueden proporcionar evidencias relevantes. Como es sabido, en una famosa Tarde de discusión con Ratzinger sobre las bases morales prepolíticas del Estado liberal, celebrada en Munich, en el 2004, Habermas señaló también la capacidad que tiene el lenguaje religioso para individuar llamadas morales, precisando que, para que tengan operatividad en la discusión pública, deben encontrar una formulación que las haga inteligibles a quienes no profesan esa religión (p. 41). Por ello, a lo largo de este libro no tengo inconveniente en apoyar mis argumentaciones también en la poesía o en personajes de Dostoievski (p. 19), o en películas, noticias de actualidad o consideraciones basadas en la religión católica, procurando, como dice Habermas, formularlas de modo inteligible para quienes no tengan nuestra fe.
La segunda idea vertebradora es que el conocimiento de la verdad sería estéril si no consiguiéramos comprometer nuestra vida en el seguimiento de tal verdad, pues sólo de esta manera encontraremos realmente un sentido a nuestros esfuerzos y trabajos, así como una alegría en la existencia. La tentación de convertir el drama del hombre en un caleidoscopio sin unidad ni sentido es muy grande, en una cultura de la seducción, dominada por imágenes cambiantes y modas efímeras, en las que, muy equivocadamente, muchos depositan sus ilusiones, cuando la esperanza de una verdadera felicidad radica en la construcción de un yo, que se desarrolla en el tiempo sobre unas firmes convicciones y compromisos, que se atienden creativamente a lo largo de los años. Decía Bernini en su testamento, al explicar la razón de una escultura que dejaba a sus hijos, que “la verdad es la más bella virtud del mundo y que es preciso trabajar con ella porque termina siempre por ser descubierta por el Tiempo”: es una obra de misericordia ayudar a descubrirla antes de que se acabe nuestro tiempo.
Obviamente, la tarea de ayudar a descubrir la verdad y de animar a comprometerse con ella, corresponde a muchas personas, pero de forma clara a quienes se dedican a la educación, tanto en su reflexión científico-pedagógica, como en una acción educativa formal o informal, o en el ejercicio de alguna de las profesiones educativas, como profesores, trabajadores sociales, orientadores escolares, psicólogos, etc. Sería un error que estas personas se encerraran en los estrechos límites de unos planteamientos tecnocráticos o empiricistas, que buscan sólo la eficacia en la solución más inmediata de ciertos problemas, en la transmisión de unos conocimientos, competencias o capacidades, frecuentemente dirigidos a conseguir buenos resultados en las estadísticas internacionales o a responder a las exigencias actuales del mercado de trabajo, pero incapaces de dar luz a las nuevas generaciones sobre aquello que hace a la vida digna de ser vivida, sobre aquello que da sentido al esfuerzo por superarse y por buscar la propia plenitud.
Hoy el porcentaje de los llamados jóvenes ni-ni (ni estudian ni trabajan) es muy alto, y pienso que muchos de ellos se encuentran en esa situación no tanto por el actual escenario económico cuanto por el escenario cultural, que priva de motivaciones fuertes. Leemos en Ortega y Gasset la siguiente observación, que tiene especial actualidad: “El hombre no puede vivir plenamente si no hay algo capaz de llenar su espíritu hasta el punto de desear morir por ello… Sólo nos empuja irresistiblemente hacia la vida lo que por entero inunda nuestra cuenca interior. Por esa razón yo no he podido sentir nunca hacia los mártires admiración, sino envidia. Es más fácil lleno de fe morir, que exento de ella arrastrarse por la vida. La muerte regocijada es el síntoma de toda cultura vivaz y completa, donde las ideas tienen eficacia para arrebatar los corazones. Mas hoy, concluye Ortega, estamos rodeados de ideales exangües y como lejanos, faltos de adherencia sobre nuestra individualidad” (pp. 63-64).
Los sedicentes educadores que cierran el horizonte en los límites señalados, traicionan lo que los jóvenes esperan de ellos y corren el riesgo de terminar sintiéndose frustrados en lo más hondo de su vida profesional. Se equivocan quienes pretenden empequeñecer los horizontes de la acción educativa, pues, como afirmaba George Gusdorf, en un libro que leí hace muchos años y que marcó no pocos de mis caminos profesionales “Todo maestro, sea cual sea su especialidad, es antes que nada un maestro de humanidad: por pobre que sea su conciencia profesional, no deja de ser, quiéralo o no, el testigo y garantía, para aquellos que le escuchan, de la mejor exigencia. De este modo, el profesor de matemáticas enseña matemáticas, pero también, aunque no la enseña, enseña la verdad humana; el profesor de historia o latín enseña historia o latín, pero también, aunque piense que la administración no le paga para eso, enseña la verdad. Nadie se ocupa de la formación espiritual, pero todo el mundo lo hace, e incluso ese mismo que no se ocupa” (p. 49).
Estas ideas son ampliamente desarrolladas en mi libro. Primeramente, dedico la Introducción a señalar que el profesor debe ayudar al estudiante a examinar su propia vida para actuar con la dignidad propia de los seres humanos, esforzándose por alcanzar la más alta forma de existencia posible. Quizá es oportuno, para evitar caer en un reduccionismo distinto, señalar que, más adelante, subrayo que el “trabajo docente es como un cordel de cuatro hilos, en el que el hilo rojo –la dimensión moral− tiene considerable importancia, pero no deja de tenerla el hilo verde –la eficacia de sus iniciativas pedagógicas−, el hilo azul –la oportunidad de sus intervenciones− y el hilo amarillo, la profundidad y la brillantez de sus lecciones.” (p. 165) Como es sabido, el Eclesiastés afirma que “el cordel de tres hilos no se rompe fácilmente”. Pues bien, yo considero que un educador ha de conseguir los cuatro hilos, ya que al empeño en ser maestro de humanidad es preciso unir la preparación profesional, que suma al conocimiento profundo de lo que debe enseñar, las mejores metodologías y la capacidad de saber cómo aplicarlas en las diversas circunstancias, así como el hilo amarillo, que expresa la energía y la brillantez de sus intervenciones, conscientes de que la auténtica brillantez nada tiene que ver con un vacío globo de colores sino con el esplendor de la verdad, que se muestra argumentando con la razón ampliada, de la que ya hemos hablado.
Maestro de humanidad. Es muy significativa la cita de Maritain, uno de los redactores más relevantes de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que, en medio de la Segunda Guerra Mundial, afirmaba: “Esta guerra no ha sido aceptada para la dominación del hombre sobre el hombre, ni aun sobre la materia. Ha sido aceptada y sostenida por la libertad y la justicia, por la igualdad de derechos, para conducir el esfuerzo de la historia humana hacia una comunidad de pueblos libres; y aun se nos repite constantemente que su objetivo es la civilización cristiana. Todas estas cosas que se invocan son principalmente valores espirituales. ¿Por qué combatimos, si la única cosa que la razón humana puede hacer es medir y utilizar la materia? Si no somos capaces de determinar en qué consisten la libertad, la justicia, el espíritu, la personalidad humana y la humana dignidad, y decir por qué estas cosas son dignas de que muramos por ellas, en tal caso no nos batimos y no morimos sino por vanas palabras. Si nosotros y la juventud que será educada por las futuras democracias creemos que todo lo que no es calculable o materialmente ejecutable es sólo un mito, y si solamente creemos en un mundo tecnocrático, en tal caso bien podremos vencer militar y técnicamente a la Alemania nazi, pero moralmente habremos sido derrotados por ella” (p. 20).
Es evidente que, si el educador no trabaja desde una clara fundamentación antropológica, su actividad pasa a ser simple imposición violenta de sus prejuicios, mientras que, si sabe dar razones de su actuación, estará en condiciones de que sus iniciativas, usando el título de la Segunda Parte del libro, sean un fanal que dé luz a los que le rodean, a quienes no pretende manipular ni adoctrinar ciegamente, pues amando la verdad, igualmente ama al otro como a él mismo.
Naturalmente, dimensión muy relevante de la condición humana es la cuestión ética, que aparece en varios lugares del libro, pero que es especialmente estudiada en el capítulo 2, dedicado al giro ético en la actividad educativa, en el que muestro que, a partir de 1980, se ha ido dejando de lado una perspectiva meramente sistémica y tecnológica de la pedagogía, pasando a subrayar la importancia de la dimensión ética en la educación, para lo que ofrezco una profunda reflexión acerca de los fundamentos básicos del saber pedagógico. Además –aparte de otras ideas sobre la nueva deontología docente que exige la sociedad de la información y de la comunicación, que se exponen en el capítulo 9−, ello se complementa en otro capítulo, en el que hago un largo análisis de las formas de enseñanza escolar de la religión en una sociedad libre, donde comienzo planteando las relaciones generales de la libertad religiosa con la educación y la escuela, para detallar luego la cuestión de la enseñanza de la religión católica en la España constitucional, proponiendo las condiciones de posibilidad para que tal enseñanza sea eficaz.
Muchas veces ocurre que los libros de tema educativo suelen centrarse en el período de la educación básica constitucional, también movidos por los problemas que la adolescencia, en ocasiones, plantea. Pero mi visión es más amplia, pues entiendo que la universidad debe tener una especial preocupación educativa y un especial cuidado en la formación de todos los profesores. Por ello, dedico la Tercera parte del libro a hablar de “Las metas de una universidad educadora”, que desarrollo en cuatro capítulos. Uno de ellos, lo dedico al profesor de Universidad, para animar a quien se decide por esta actividad a no ser un aficionado, sino un auténtico experto, señalando las etapas que debe cubrir para alcanzar la debida competencia docente y la competencia investigadora. No voy a exponer estos capítulos, pero no debo dejar a un lado que, siguiendo un movimiento actual, que incluso es recogido en el último informe (2015) sobre la educación, de la UNESCO, subrayo que es preciso considerar que la universidad no es un simple nivel terciario del sistema educativo, ni está meramente al servicio de la empleabilidad, sin poder nunca confundirse con una “escuela de estudios profesionales”. En diversos momentos de esta Tercera parte se van mostrando características propias del quehacer y del estilo universitario, siendo quizá lo más relevante mi afirmación de que la universidad debe siempre moverse en “la búsqueda de un ambiente de libertad y el deseo de verdad universal” (p. 197), sin perjuicio de manifestar que esa búsqueda de la verdad y su compromiso con ella, por mucho que ahora lo que esté de moda es hablar de la post-verdad, (palabra declarada por el Oxford Dictionary como la más representativa del 2016), es lo que hace que una libertad madura no sea nunca una simple libertad de indeterminación, sino que esté orientada por unos sólidos referentes.
El libro termina con una Cuarta parte, que titulo los Compañeros del educador, en la que presento una semblanza de mi admirado maestro Antonio Millán-Puelles, de mi colega y amigo el Catedrático de Stanford Elliot W. Eisner y de mi primer discípulo y entrañable amigo, el Catedrático de la Universidad de Málaga, José Manuel Esteve, que ya nos dejaron. Hablo de ellos porque me parece importante subrayar que la tarea de los educadores no es un trabajo solitario. Es una actividad que exige una preparación y un aprendizaje, para el que se debe acudir a personalidades valiosas. Es un empeño que pide un intercambio de ideas y de amistad con personas diversas, promoviendo esa conversación, de la que hablaba Platón, en la que con frecuencia hay pareceres distintos. Es una gran ilusión de hacer partícipes de los propios conocimientos e ideales a los jóvenes, así como, si es el caso, de ayudarles a alcanzar un puesto en la vida universitaria, siempre teniendo en cuenta que no podemos cerrar nuestra puerta, como contaba Lewis de algún profesor de Oxford, al discípulo que comienza a desafiar nuestras posiciones (p. 247).
En fin, cabe concluir que el libro está inspirado por el deseo de volver a unir la sabiduría con la educación, juntas en los orígenes de Europa. Pero no se limita a hablar de pedagogía, pues aborda también otros muchos temas culturales, sociales y jurídicos, como la defensa de las libertades ciudadanas contra los políticos fáusticos que desean imponer su arbitraria concepción del hombre, la promoción de la paz por parte de la Universidad, el reto de la globalización o la importancia del pensamiento crítico en una sociedad democrática. Sintetizando mis propósitos con esta obra, pienso que abre a los educadores unos horizontes ambiciosos y esperanzadores, pero no utópicos, pues se hacen asequibles iluminando sus principales actividades, moviendo a la reflexión sobre sus objetivos más profundos, dentro de un escenario globalizado en el que se descubren llamados a promover el cultivo de la dignidad humana, en el respeto a la libertad intelectual y moral de las personas, a las que desean ayudar en su crecimiento y desarrollo.
Cervantes inicia el Prólogo de El Quijote diciendo que “quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse”. Yo estoy como Cervantes. Pero tengo más razones que él para pensar que un padre pone una venda en sus ojos para no ver las faltas de sus hijos, por lo que escucharé con toda atención y respeto las observaciones y críticas que en cualquier momento deseen hacerme.
José Antonio Ibáñez-Martín
Referencias bibliográficas:
Ibáñez-Martín, J.A. (2017). Horizontes para los educadores. Madrid: Dykinson.
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