Escribe Ignacio Gomá
Hace más de 2.400 años, en el famoso Templo de Apolo de la ciudad de Delfos fue inscrito un aforismo que venía a recoger, en sólo cuatro palabras, uno de los principios fundamentales de la inconmensurable filosofía griega: “Conócete a ti mismo”. A menudo atribuida a Sócrates, esta breve ley, tan estudiada y analizada a lo largo de los tiempos, todavía no se ha puesto en práctica, a pesar de que hoy todos la aceptan como indiscutible y a pesar de que a todos nos la enseñan en el colegio.
Este hecho es revelador porque muestra una deficiencia intrínseca de nuestro sistema educativo. Vaya por delante que no soy ningún experto en educación, sino un atento e incansable observador de la misma, en parte porque parece erigirse como el centro y origen de todas las cosas. Y es que, cuando quiera que participe en un debate sobre un tema de actualidad y a medida que profundizo en el mismo con mi interlocutor, pronto ambos llegamos a la conclusión -y, esta vez sí, a un acuerdo- de que el problema es de la educación. Ya sea sobre las elecciones, sobre la formación del abogado (la menciono porque es mi profesión) o sobre el auge de los llamados “desmemoriados” (término que utilizan los historiadores Jean-Claude Barreau y Guillaume Bigot para referirse a aquéllos, tan comunes hoy en día, que han quedado sin pasado simplemente por haberlo olvidado -refiriéndose al bajo nivel de Historia que tienen los millennials franceses), siempre se presenta el mismo dilema. El dilema es tan recurrente porque todo español se encuentra repetidamente ante la misma encrucijada: inevitablemente obligado a arrastrar sus carencias a lo largo de su vida y desprovisto de las habilidades requeridas para desprenderse de ese lastre.
Como en un círculo vicioso (téngase en cuenta que estoy generalizando y que soy consciente -incluso a través de mi propia experiencia- de que no siempre es así), los profesores, herederos de un sistema insuficiente en muchos aspectos, transmiten esas mismas insuficiencias a sus alumnos. De ahí que afirme que la forma en que estudiamos a Sócrates en la escuela demuestra tanto un ejemplo de las fallas del sistema como una pura contradicción: es prueba tanto el indudable valor que al pensamiento socrático le atribuimos como de una profunda insensibilidad respecto al mismo, pues no cabe duda de que no practicamos sus enseñanzas, sino que tan sólo las memorizamos. Y todo ello, en definitiva, evidencia que algunas de las carencias de nuestro actual sistema educativo son consustanciales a éste y, por tanto, de más difícil solución.
En efecto, las insuficiencias del sistema educativo se manifiestan en diversos aspectos, pero más que nunca en el plano personal, lo cual es a mi juicio más grave. Durante nuestra etapa escolar y universitaria, nuestros educadores insisten constantemente en el aprendizaje memorístico y de datos, pero no en el aprendizaje sobre uno mismo (“conócete a ti mismo”) y sobre las herramientas (emocionales, sociales, intelectuales) de que todos disponemos, pero a las que sólo unos pocos saben sacar partido.
En lo que a mí respecta, nadie en el colegio me enseñó a ser persona y nadie en la Universidad me enseñó a ser un buen abogado o jurista. Quizás por ello se dice que la carrera de Derecho consiste simplemente en memorizar; en parte es cierto, pero no debería ser así. La ciencia del Derecho es un buen ejemplo de todo esto porque el estudio de la norma, por un lado, y su aplicación, por otro, con frecuencia distan de parecerse, por lo que tan importante como estudiar y aprender su significado es saber cómo aplicarla; no bastando, en ningún caso, sólo lo primero.
Está bien que un alumno acumule un conocimiento notable de Filosofía, pero de poco le servirá si no está acostumbrado a razonar.
Como sabiamente dice un proverbio chino, muy manido últimamente en política, “regala un pescado a un hombre y le darás alimento para un día, enséñale a pescar y lo alimentarás para el resto de su vida”. Está bien “obligar” a los alumnos a leer a Calderón de la Barca, pero lo ideal sería transmitirles la pasión por la lectura. Está bien que un alumno acumule un conocimiento notable de Filosofía, pero de poco le servirá si no está acostumbrado a razonar. Está bien que un estudiante de Derecho sepa recitar una ley con los ojos cerrados, pero de poca utilidad le resultará si no es capaz de convencer del espíritu de la misma a un juez o de comunicársela de forma comprensible a un cliente; en el día de mañana, nadie acudirá a ti para que le recites artículos del Código Civil de memoria, sino única y exclusivamente para que les resuelvas un problema. Y, para ello, es necesario pensar, mostrar empatía, tener capacidad de comunicación, ser persuasivo y hacer uso de otras muchas habilidades que permiten unir una buena idea con su puesta en práctica, que es, en definitiva, para lo que estudiamos: para ejercer una profesión útil para la sociedad.
Habilidades como hablar en público, aprender a razonar o trabajar en equipo se dejan a un lado cuando han demostrado ser relevantes para el éxito en la vida (personal, familiar y profesional). Son particularmente interesantes, a este respecto, los estudios de Daniel Goleman respecto de la inteligencia emocional y social, en los que demuestra que las habilidades emocionales y sociales devienen cruciales, no sólo para el desarrollo profesional, sino también para la felicidad y éxito del individuo.
La vida y el futuro, por definición, nos deparan circunstancias imprevistas y nuevas, contra las que nunca nos habremos enfrentado antes y, por ello, más que una acumulación ingente (si es que lo es) de datos, que es igualmente precisa, nos urge aprender a usar los instrumentos de que disponemos para desenvolvernos exitosamente en la vida. Sin embargo, al menos por mi experiencia, durante la etapa escolar y universitaria se ignora que una parte importante del aprendizaje debe producirse a través de la experimentación y, a través de ésta, de la crítica. Cuando un adolescente desarrolla la pasión por la lectura, o cuando aprende a ser crítico y constructivo con su entorno o empático y comprensivo con los demás, o cuando asimila la cultura del esfuerzo o la importancia de situarse en el lugar y en el tiempo en la Historia, el resto viene solo.
Lo que hace más de dos milenios dijera Sócrates hoy continúa siendo una realidad. Y si un filósofo de su talla supo resumir en cuatro palabras gran parte de un pensamiento a primera vista inabarcable, creo que hoy puedo extrapolar esas mismas palabras a la cuestión educativa y afirmar que lo más importante que debería haber aprendido en mi etapa escolar es a conocerme a mí mismo para que, hoy, hubiera podido sacar lo mejor de mí, por mi propio bien y, al fin y al cabo, por el de todos. Y es que si me hubieran enseñado a educarme en el colegio, no habría necesitado volver más.