Hace poco, comiendo con un amigo, se hacía (e indirectamente me hacía) una pregunta que me pareció de lo más elocuente: ¿es la universidad un lugar adecuado para la educación cívica, cuando apenas acuden a ella una tercera parte de los jóvenes de un país? Sobre esta cuestión pretendo ofrecer, en esta entrada, alguna dirección más que alguna respuesta, ya que lo segundo obligaría a abusar en exceso de la paciencia del lector.
Al hablar de educación cívica en el ámbito de la universidad, habitualmente se emplean los términos de humanidades o artes liberales, siendo, en este sentido, conceptos equiparables al de educación cívica o moral si nos referimos exclusivamente a la universidad.
En el título ya hago referencia a las dos cuestiones (o variables) que me parecen más importantes y con las que poder repensar la presencia de las humanidades en la universidad.
El tiempo
Como señala Josef Pieper (1998), el ocio ha sido tradicionalmente uno de los fundamentos de la cultura occidental. Esto es hasta tal punto así que la palabra escuela tiene su origen en la palabra ocio. Ocio se dice en griego skholè que, a su vez, comparte la raíz de la palabra latina schola. De esta forma, el nombre con el que denominamos los lugares en que se lleva a cabo la educación, e incluso la educación superior, implica, de alguna manera, la práctica del ocio.
Para los pensadores clásicos el ocio era el tiempo para alcanzar el fin supremo del hombre: la felicidad. Ello implicaba, naturalmente, esfuerzo o, como se diría por entonces, ejercicio activo de la libertad (libertad de los antiguos). El tiempo de ocio (cultivo de la humanidad), era precisamente lo contrario del tiempo del trabajo, del negocio (neg-otium), que significa precisamente negación del ocio. Este relato contrasta con la comprensión actual del término, referido a la facultad personal de ejercer nuestro derecho al descanso, al son de la cultura del entretenimiento.
El tiempo del trabajo, del “aprovechamiento del tiempo”, ocupa hoy el lugar central en la universidad, y ha traído consigo el arrinconamiento de las humanidades en los planes de estudio, en los departamentos, y en lo que se considera “relevante” para iniciar un proyecto de investigación. La acreditación, la capacitación profesional, la empleabilidad, son los árboles que nos permiten ver el bosque de oportunidades que ofrecen las humanidades.
Esta caricaturización de la situación, sin embargo, no debería considerarse como una enmienda a la totalidad, ya que creo firmemente en la virtud de moderar la crítica: es normal, e incluso positivo, que la universidad dedique esfuerzos a la empleabilidad y al tiempo de trabajo, ya que responde a la principal preocupación de quienes acuden a ella; y es normal, e incluso positivo, que las personas dispongan de tiempo libre, en su sentido actual, para descansar. Pero ello no ha de ser óbice para que en la universidad se valore y promueva, a través de diferentes formas, el cultivo de la humanidad o, lo que es lo mismo, el tiempo para el ocio en la enseñanza, en la investigación y en la transmisión de la cultura.
El espacio
Otra cuestión que, a mi modo de ver, está afectando al aislamiento de las humanidades tiene que ver con la digitalización de la enseñanza. El espacio de la universidad fue concebido bajo el influjo de la cultura griega.
El espacio de las clases, hasta ahora, contenía una palestra, donde uno varios oradores impartían la enseñanza, o donde el propio público era invitado a participar activamente del propio acto educativo, cuando lo común había sido su asistencia pasiva. Todo ello comportaba una filosofía de la presencia, que remarcaba la importancia del aparecer de los cuerpos en el espacio de lo común. Esta formalidad espacio-educativa traía consigo, implícitamente, dos importantes enseñanzas de lo interhumano como son la participación activa y el coraje de usar la propia voz (parrhesía).
Todo ello parece desdibujarse hoy, con la aparición de las nuevas tecnologías en el aula y las universidades no presenciales o a distancia. Pero, lejos de mantener una concepción demasiado crítica hacia el exterior, es aquí donde los defensores de las humanidades deben ser críticos consigo, y menos dejar de escudarse en nociones nostálgicas o románticas. Creo que es un lugar común el imaginar las humanidades a través de ese profesor o profesora entrañable que, asistido de libros roídos y de segunda mano, nos descubre la belleza de la retórica a través de los clásicos.
Y, sin embargo, sabemos que esa fórmula no alcanza más que a unos pocos, entre los que me incluyo. Las humanidades deben adaptarse a los nuevos espacios digitales y a las nuevas técnicas de enseñanza o, al menos, ser capaz de integrarlas en un programa que combine ambos espacios. Así pues, no queda más remedio que pedir un esfuerzo adaptativo a los profesores de humanidades, que, me van a disculpar por la injusta generalización, suelen ser los más resistentes al cambio; eso, o bien que dejen paso a quienes estén dispuestos a liderar esa transformación. Se trata de adaptarse o morir.
La dirección
Ya que hablábamos antes de inversión en tiempo, plantearía una pregunta a la pregunta inicial, teniendo en cuenta lo anterior: ¿alguien sería capaz, ya que se trata de una pregunta más provechosa según los cánones actuales, de medir los efectos del declinar de las humanidades en la universidad?
Decía al principio que no me encontraba en disposición de ofrecer una respuesta a la pregunta inicial, y tampoco lo estoy para responder a esta, pero si me atrevo a apuntar alguna dirección: si permitimos el declinar de las humanidades, en cualquiera de sus ámbitos (incluida la universidad, aunque podríamos mencionar otros como la familia, la amistad, la escuela, el lugar de trabajo, y un largo etcétera), la generación que nos siga, y la que siga a la que siga a esta, corre el riesgo de ser menos libre y de detentar menores facultades para gobernarse a sí misma. En otras palabras, podría ocurrir que se cumplieran los peores presagios de los defensores de las humanidades. Para los preocupados liberales (clásicos), sin humanidades no existe posibilidad de desarrollar una verdadera individualidad. Para los preocupados liberales-progresistas, el declinar de las humanidades podría abocar en una ciudadanía más maleable por las lógicas de poder (materiales o simbólicas); para los preocupados liberales-conservadores, la ciudadanía podría acabar sucumbiendo a la peligrosa tiranía de la mayoría. Elijan ustedes qué argumento les convence más, y consideremos conjuntamente si merece la pena asumir ese riesgo.
Referencias
Pieper, J. (1998). El ocio y la vida intelectual. Madrid: Rialp.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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