Hace apenas unos días, en una de mis clases de Derecho, utilicé varios textos de Kafka en los que el ámbito jurídico era más que evidente: En la colonia penitenciaria y El proceso. La respuesta de un alumno no me dejó indiferente: “¿Para qué me sirve Kafka?” Podría haberle contestado con una sencilla pregunta: ¿cómo quiere pensar sin haber leído a Platón, Descartes, Kant o Heidegger?, o bien, ¿cómo espera llegar a ser un buen jurista si no es capaz de valorar el pensamiento jurídico que anida en una Literatura que es, por su propia naturaleza, un discurso provocativo, heterodoxo, comprometido, desafiante, un veneno que carece de antídoto? Guardé silencio, y después de unos segundos de vacilación, comprendí que su respuesta se hallaba en consonancia con el pensamiento de no pocos colegas “positivistas”, afamados profesores que consideran que fuera del frío papel del Boletín Oficial del Estado, del Código civil o del penal, nada jurídico existe. Incluso consideran, sin sonrojo alguno, que la Cultura jurídica por antonomasia, el Derecho romano, debería estar desterrada de las aulas de Derecho. Proscrita la Cultura, ¿qué queda? La respuesta se antoja sencilla: una triste e insípida Escuela de Negocios. A este tren no esperen que me suba. Ni hoy, ni mañana.
Como docente, y como asiduo lector, nuestra obligación es reivindicar esa Cultura tan nuestra, y a la vez tan lejana, de los Clásicos, tanto, que por desgracia empezamos a verla perdida en ese océano sin norte ni rumbo que es, en el ámbito del Derecho, el Plan Bolonia, en el que lo que prima no es la Cultura, sino el saber práctico, el saber que va dirigido al mundo de la empresa, y no al mundo formativo. Cruel realidad, sin duda, pero ésta es la cruda verdad.
Como juristas, debemos señalar que la Literatura ha jugado un papel preponderante en la historia por la lucha de los Derechos Humanos. No en vano, la relación entre el Derecho y la Literatura goza de una salud envidiable. Como disciplina, se ha introducido en la vida académica en no pocas Universidades. Su producción científica, así como las conferencias, congresos y seminarios no dejan de crecer. El destierro del poeta de la ciudad ha quedado en un mero recuerdo, solo accesible para los lectores de Platón (República, Lib. III).
Como meros observadores de la realidad, vemos que vivimos en una época en la que si algo no cabe es el olvido o el desasimiento sobre los deberes y derechos a los que estamos llamados: la defensa de la libertad, la tolerancia y la dignidad. Principios que deberían inculcarse en todas las Facultades y en todas las aulas. Pero, desgraciadamente, no siempre ocurre. A este respecto, Ronald Dworkin advierte de un grave peligro: “A un abogado se le enseña a analizar las leyes y las opiniones judiciales para extraer de esas fuentes oficiales la doctrina jurídica. Se le enseña a analizar situaciones fácticas complejas a fin de resumir los hechos esenciales. Y se le enseña a pensar en términos tácticos, a diseñar leyes e instituciones legales que produzcan determinados cambios sociales decididos de antemano”. Pero, como señala este afamado catedrático del Derecho, el ámbito de las cuestiones fronterizas –o morales– suele dejarse en la trastienda, para que el polvo ceniciento los cubra de oprobio. La razón se antoja sencilla: solo el Derecho positivo basta, solo la Ley es materia de estudio. Y cuando esto ocurre –que no siempre–, nuestros alumnos no llegan a comprender que “los problemas de la jurisprudencia son, en lo más profundo, problemas de principios morales, no de hechos morales o de estrategia”. Y no lo comprenden porque cuando se les inculca que la única fuente de Derecho es ese código sagrado llamado Ley, les estamos obligando “a pasar por alto los importantes papeles de aquellos estándares que no son normas”.
Frente a esta difusa realidad nos revelamos. No desde la algarabía, sino a través de aquellas obras que la Literatura ha dejado para el goce y la reflexión, y a las que nosotros rendimos homenaje con su lectura y su interpretación. La tarea se nos antoja ardua, pero, sin duda, necesaria. Por esta razón, sentimos que debemos invitarles a que reflexionen o a que se acerquen a la lectura de los grandes libros, pero sin arrogancia ni coacción, porque si esta se produce, se condena definitivamente al libro, y el libro, todo libro, nos ayuda, en mayor o menor medida, a denunciar la bajeza del pensamiento bajo todas sus formas. Un pensamiento que se agudiza con las lecturas que leemos y compartimos; lecturas que, a buen seguro, nos acompañarán hasta el fin de nuestros días.
Ante esta realidad, no podemos perdernos en la vacía quietud del dolce far niente, en ese imputable silencio que destruye irreparablemente todo equilibrio, toda cordura. Si lo hiciéramos, traicionaríamos nuestra razón de ser, nuestra bitácora de viaje, que no es otra que la de enseñar a nuestros jóvenes alumnos a no caer en el desencanto, a advertirles que el hombre solo crece cuando es libre: libre para creer, pensar y expresar. Es ese ¡Sapere aude! que exclamara Kant. Es esa capacidad para asombrarse, y desde el asombro llegar a la duda que inquiere y enriquece. Si no lo hiciéramos, les cerraríamos las puertas a un futuro que no es una realidad muerta, sino un espacio que deben construir desde la razón, y no desde la ignorancia o la intolerancia; desde esa Cultura que no es sólo la suma de diversas actividades, sino un estilo de vida, el que nos señala que el saber no está al servicio de la profesión, sino al revés.
Quizá, un día de estos se lo pueda explicar a mi querido alumno en una distendida y amable charla por los soleados jardines de la Facultad.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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