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viernes, 22 de marzo de 2019

Apostar por la Universidad

Escribe Ángel J. Gómez Montoro

El 15 de junio de 2018 publiqué en la tercera de ABC un artículo en el que llamaba a reforzar la confianza en la Universidad en un contexto en el que la institución universitaria ocupaba las principales páginas de los periódicos, y no precisamente por logros académicos o investigadores sino con motivo de unos desafortunados y lamentables casos de mala praxis. En esta entrada se destacan las principales ideas que inspiraron mis reflexiones de entonces. Accedo a ello porque creo que siguen siendo válidas más allá de aquella concreta coyuntura.
Vivimos una época de incertidumbre y cambios acelerados, un contexto en el que como sociedad nos planteamos la eficacia y el sentido de muchos de nuestros tradicionales modos de hacer e, incluso, de no pocas de nuestras instituciones. Un debate tan necesario, pues no se puede vivir de espaldas a la realidad, como delicado, pues se corre el peligro de abandonar fundamentos sólidos por modas pasajeras. La Universidad no queda al margen de este debate y creo que eso no es malo pues lo peor sería el desinterés o la indiferencia.
Si hablamos de reputación universitaria, no hay duda de que Estados Unidos –con sus defectos- puede ser una buena referencia. Es verdad que hablar en general de la universidad norteamericana es ya poco preciso pues bajo ese nombre se encubren realidades muy distintas. Entre sus más de 4.500 instituciones universitarias están las mejores universidades del mundo y también muchas que están bastante por debajo de los estándares europeos. Con todo, poca duda cabe de que las universidades son una de sus principales fortalezas. No es solo que año tras año copen los rankings internacionales. Su investigación, gracias a los recursos públicos y privados que dedican, es objetivamente ejemplar y en sus aulas se forman buena parte de las élites mundiales. Solo hay que darse un paseo por sus campus para confirmar cómo son capaces de atraer y retener el mejor talento de todo el planeta.
Hay sin duda muchos factores que han contribuido a esta situación, pero quisiera detenerme en uno que creo explica en no poca medida su éxito: la cercanía y el compromiso de la sociedad con sus universidades. Los norteamericanos son conscientes de lo mucho que estas han contribuido, y siguen contribuyendo, a que su país sea una potencia mundial. Y las familias reconocen el valor que supone estudiar en la mejor universidad posible, un objetivo al que ‑quizás con excesos- orientan muchos padres toda la educación de sus hijos.
Por otra parte, el interés y el compromiso con la universidad no termina al graduarse. Los lazos afectivos con el alma mater se traducen en importantísimas ayudas económicas. Un alto porcentaje de antiguos alumnos aporta cuotas anuales más o menos generosas y no son excepcionales donaciones millonarias: hace solo unos días los medios informaban de la donación de 100 millones de dólares por parte de un antiguo alumno de Harvard para potenciar la presencia del teatro en la Universidad. Este compromiso les permite formar sus endowments y disponer de fantásticas instalaciones, además de poder ofrecer altos salarios a los mejores profesores o destinar importantes recursos a becas.
Estos datos siguen sorprendiéndonos a los europeos y es cierto que tienen una diversidad de causas, entre ellas, el favorable régimen fiscal de las donaciones. Pero uno de esos elementos es sin duda la idea de que quien triunfa profesionalmente no lo ha hecho solo por sus méritos sino también por la formación recibida, así como la percepción de que hay una obligación moral de devolver a la sociedad parte de lo que se ha recibido.
Más allá de la relación personal que cada universitario americano haya construido con la universidad en la que se gradúo, el interés por el futuro de la Universidad en general es compartido por todos. Frecuentemente, se publican artículos en los medios nacionales destacando avances y logros, pero también denunciando errores y carencias. Problemas como el excesivo endeudamiento de las familias por los créditos al estudio, la preocupación por las agresiones sexuales en los Campus o los más recientes boicots a ponentes polémicos, con lo que supone de limitar la libertad de expresión en un ámbito como el universitario, son, por citar algunos, titulares frecuentes. La sociedad americana percibe su universidad como una institución que, a pesar de sus carencias, contribuye como pocas al desarrollo del país.
Volvamos ahora a nuestra realidad para preguntarnos qué sucede en España. Ese compromiso –que no complacencia- de los norteamericanos contrasta con un cansino espíritu crítico que se refleja en los medios de comunicación y en muchas conversaciones. Se aprecia en la opinión pública una actitud pesimista que ha ido creciendo por las posiciones no ciertamente brillantes –aunque tampoco malas, hay que decir- de las universidades españolas en los rankings internacionales. Y cíclicamente vuelven a surgir debates sobre la endogamia, la inadecuada gobernanza, la lejanía, del mundo empresarial, etc. Unos debates que, por desgracia, no concluyen en propuestas concretas de mejora y, en todo caso, no consiguen los cambios de los que nuestras Universidades están tan necesitadas.
Ante estas críticas, la tentación de la Universidad es adoptar una actitud defensiva y de frustración por lo que considera ataques injustos al no reconocerse la contribución que -muchas veces con escasos y claramente insuficientes recursos- se ha hecho al desarrollo económico y social que ha vivido nuestro país en las últimas décadas.
Aunque entiendo que no es fácil articularlo en propuestas concretas –algo que, no obstante, no es imposible y muchas de ellas han aparecido en este mismo blog- sí tengo claro que si queremos que la situación cambie, es necesario superar esos reproches mutuos. Si de verdad nos creemos que el desarrollo de la sociedad depende en buena medida de la educación y la ciencia, es necesario alinear esfuerzos y trabajar de la mano, sin esperar a que se arreglen todos los problemas, algo que nunca sucederá.
La sociedad no puede ni debe tener una complacencia acrítica con las Universidades, pues ello no ayudaría nada; pero no debería verlas como instituciones ajenas o distantes, o limitarse a criticar su ineficiencia o sus defectos como si fuera un espectador ajeno. Por parte de las universidades, debe haber un compromiso para acometer las reformas necesarias, aunque muchas de ellas requerirán también decisiones políticas que van más allá de su capacidad de decisión. Y estoy convencido de que, si queremos que el sistema mejore, las reformas deberían potenciar la autonomía y la competitividad, una de las claves del éxito del modelo norteamericano a la que me referí ya en otra entrada de este blog (ver aquí y aquí)
A nuestro sistema le sobra rigidez (y las últimas reformas, con la ingente burocracia que han supuesto, no han venido precisamente a disminuirla). Los que gobiernan las universidades -especialmente las públicas- tienen un escaso margen de decisión para definir su modelo y no pueden seleccionar a su profesorado ni a la mayoría de su personal de administración y servicios. A ello se suma la escasa movilidad del alumnado (que prefiere estudiar en su Comunidad Autónoma o en su propia ciudad), y del profesorado, que acostumbra a concentrar su vida académica en la misma universidad (en la que, con frecuencia, también ha estudiado).
No puedo detenerme en cómo llevar a cabo esos cambios pero sí quiero dejar claro que no soy partidario de imponerlos; es más, creo que muchas universidades pueden seguir con el perfil actual, dando un servicio sobre todo a la Comunidad Autónoma que la financia (aunque desde luego habría que repasar los mapas de titulaciones de cada una de ellas para ver cómo hacer sistemas universitarios más eficientes y que garanticen un mejor uso de los recursos públicos). Lo que propongo es que aquellas otras universidades que, de acuerdo con su Comunidad Autónoma, quieran cambiar, puedan hacerlo. Si se me permite la comparación, deberíamos ir hacia un sistema en el que la mayoría de las universidades jueguen la liga nacional, con un nivel de calidad alto, pero donde algunas puedan jugar la Champions. Y estoy convencido de que esa diversificación sería muy beneficiosa para el conjunto y no solo para las Universidades capaces de posicionarse mejor.
Esto requiere algunos cambios importantes: en primer lugar, en el modelo de gobierno de las universidades públicas, algo que han hecho otros países con buenos resultados; requiere, asimismo, un sistema más flexible de retribución del profesorado, que permita a las universidades atraer a buenos académicos ‑nacionales e internacionales- mediante mejoras salariales y materiales. Y requiere, por último, favorecer la movilidad del alumnado, lo que pasa por mejorar el actual sistema de becas, pues solo si los mejores estudiantes pueden elegir los mejores centros, con independencia de su renta y del lugar en el que vivan, habrá verdadera competencia (véase al respecto la interesante entrada de Juan Hernández Armenteros publicado hace unos días en este blog).
Esos son, por otra parte, pasos imprescindibles para la internacionalización, es decir, para poder atraer talento -tanto en alumnos como en profesores- de cualquier parte del mundo. España está en una posición óptima para atraer estudiantes de Latinoamérica, pero también de otros países, pues el conocimiento del castellano es algo muy atractivo para quienes ya dominan el inglés. Podemos –y deberíamos- tener en nuestros grados –en el posgrado esa presencia es ya mayor- un porcentaje importante de estudiantes internacionales. Y no hablo desde la teoría: permítanme que me refiera a mi propia Universidad donde en este curso 2018/19 el 25 por ciento de los alumnos que han empezado sus grados proceden de fuera de España.
Hay desde luego mucho que hacer, pero no podemos avanzar desde la crítica estéril y mucho menos desde la desconfianza. Solo tendremos universidades excelentes si como sociedad apostamos por ellas, las sentimos como propias y nos comprometemos –con recursos económicos y las reformas políticas necesarias–a su éxito.

Tomado del blog de Studia XXI con permiso de sus editores

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