“Discúlpeme, no le había reconocido: he cambiado mucho”. (Óscar Wilde)
Desde hace ya algunas décadas, la apuesta por la innovación docente como recurso para la mejora de la calidad educativa ha formado parte de la reflexión realizada por los planes estratégicos de las universidades; un concepto, sin duda, que ha mimetizado de forma nuclear el discurso pedagógico. Además, el protagonismo del estudiante como eje neurálgico de los procesos de formación en competencias, entre otros factores de la universidad actual, ha venido a reforzar la exigencia de orientar las metodologías a la renovación de los estilos de enseñar y de las maneras de aprender.
El término innovar, según recoge el Diccionario de la RAE, significa “alterar cosas introduciendo novedades”, por lo que queda identificado con conceptos como cambio o renovación. Toda innovación supone un cambio, aun cuando no todo cambio puede calificarse como innovación, en la medida en que éste debe implicar una planificación razonada y de mejora de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Ahora bien, poco importa la existencia de más o menos expertos (frikis, dirían algunos) o la complicidad de una parte del profesorado militante con la innovación; de nada sirven procesos innovadores aislados que representan mejoras efímeras… es necesario apostar por construir una cultura de innovación, una actitud proactiva, una sensibilidad especial en la totalidad de la comunidad universitaria, orientada a la adaptación al cambio constante, al impulso de la creatividad, al diálogo con un futuro renovador que asegure una mejora permanente en la calidad educativa; en definitiva, a “aprender a desaprender” las inercias, a ser capaces de escapar de la rutina propia de las celdas de bienestar en las que nos refugiamos y convertir la necesidad del cambio en oportunidad de mejora
Esta cultura de innovación debe sostenerse sobre una serie de pilares que refuercen su estructura. La puesta en valor de la docencia, en la medida en que difícilmente se puede fomentar el compromiso con una educación de calidad, si no hay una dignificación del “oficio de enseñar”, es -sin duda- el primero de los cimientos. Para esta tarea, resulta imprescindible devolver al ámbito universitario aquel espíritu de un profesorado cómplice con el aprendizaje de sus estudiantes, en el marco de un sólido ejercicio de liderazgo, que favorezca la reflexión sobre su propia práctica. Y en esta centralidad de la figura del profesorado, hay que exigir una adecuada formación inicial y permanente: un profesorado capacitado, también pedagógicamente, con competencias para el trabajo colaborativo, capaz de liderar la participación de todos los sectores implicados (estudiantes, administración, gestores…), tomando el centro o facultad universitaria como el escenario idóneo para la implementación de las mejoras de cambio y crecimiento cualitativo.
Por otro lado, la integración de las nuevas tecnologías, en un proceso constante e imparable de expansión de la virtualidad y de la digitalización, debe ser otro de los pilares de los procesos de innovación docente. Esto no significa que su desembarco en el aula suponga, per se, buenas prácticas innovadoras, o que esta conectividad agote la totalidad de la innovación, bajo el criterio de que no puede haber un cambio pedagógico que no sea mediado por una herramienta de alta tecnología, en una visión puramente tecnocéntrica o de uso exclusivamente instrumental. Y es que no resulta extraño advertir la presencia masiva de tecnología, con sofisticados niveles técnicos, frente a la casi inexistencia de diseños curriculares con la calidad pedagógica suficiente como para revertir estas herramientas en verdaderos recursos de creatividad educativa.
Esta cultura de innovación, finalmente, tiene otro de sus desafíos en la transferencia y sostenibilidad de las mejoras. Es muy habitual utilizar la metáfora de los fuegos artificiales para evidenciar los peligros de la innovación: son muy explosivos al principio, levantan gran admiración en sus inicios, pero su fogosidad se desvanece de forma rápida. Si queremos que la innovación perdure, se consolide en el tiempo o tenga un carácter sostenible, resulta imprescindible crear redes para socializar y compartir buenas prácticas.
En cualquier caso, todas estas directrices de conformación de una urgente e irremplazable cultura de innovación docente universitaria, no serán suficientes sino apostamos por una innovación más centrada en las personas que en los procedimientos, en la actitud creativa que en las inercias rutinarias, en el aprendizaje auténtico que en banales enseñanzas, en hacer la tecnología más humana y no solo al humano más tecnológico, en recuperar en toda su dignidad “el oficio de educar”.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Ingrese su texto en esta ventana. Aparecerá publicado pasadas unas horas. Muchas gracias.