Igualdad de oportunidades. Este ha sido el principio fundamental de la universidad como mecanismo fundamental de integración social a nivel formativo, especialmente desde su progresiva expansión y generalización como máximo nivel de la Educación Superior pública, no solo en términos de currículo académico, sino especialmente de estatus sociocultural, de prestigio comunitario/familiar y de inserción laboral.
La formación universitaria se ha universalizado en el mundo occidental (u occidentalizado). Ser universitario es el requisito integrador por antonomasia en nuestro entorno, fundamental en el primer escalón del proceso de socialización secundaria, hacia el éxito (en términos estéticos) o la autorrealización (en términos éticos). Frente a otros caminos u oficios, la universidad es el símbolo de la integración personal imprescindible o la bandera señera del progreso colectivo, al preparar a los hombres y mujeres para ser parte útil del desarrollo nacional (de la cultura general a la revolución tecnológica), desde la responsabilidad pública (superando desigualdades de origen) o desde la acción privada (fomentando la libertad socioeconómica).
A nivel estatal nos encontramos ante la cúspide del Estado del bienestar (Welfare State). Movilidad entre clases, ascenso personal, homologación de estatus, equiparación colectiva o prestigio ante la comunidad. El mecanismo para crear clases medias estables, más altas o más bajas según los talentos o los azares, asegurado con la culminación del proceso histórico de “democratización” necesaria de la universidad: la construcción de la misma como “servicio público” (desterrando la selectiva universitās magistrōrum et scholārium) tan universal como fuera posible (gratuita o copagadamente). Y a nivel privado aparece como alternativa, no siempre complementaria, desde la libertad de elección socioeconómica: ampliando las opciones, o siendo parte de cierta élite (de Oxford a Harvard).
Pero, en los últimos años, diversas realidades y diferentes indicadores han puesto sobre la mesa los posibles límites de sus sistemas de integración en plena era de la globalización y que afectan especialmente al sector público.
Realidades como la feroz competencia por la citada y creciente oferta de las instituciones privadas (que puede generar la percepción social de instituciones públicas como espacios para los estratos más humildes), el impacto en la formación de las nuevas tecnologías de comunicación (que conlleva espacios más numerosos e interactivos que cuestionan las vías tradicionales y presenciales), las emergentes formas de producir y consumir que impactan en las perspectivas de alumnos, profesores y empleadores (y que exigen titulaciones más competitivas y formaciones duales más prácticas, ligadas a las necesidades empresariales o mediáticas).
E indicadores especialmente visibles en recurrentes épocas de crisis (con sus políticas de ajuste/recorte): persistentes tasas de abandono o fracaso del alumnado en diversos grados (de los factores de motivación a los niveles de exigencia), el descenso de matriculaciones ante las citadas perspectivas de empleabilidad (de la presión social a la conciliación personal), problemas de diferentes sectores de egresados en integrarse en el mercado de trabajo (tanto en tiempo como en especialidad), o limitadas ofertas de prácticas en algunos campos (la necesaria experiencia previa).
El mundo cambia y la universidad pública también. La pluralidad de opciones, la libertad de elección, la flexibilidad espacio-temporal y las posibilidades tecnológicas son algunos de los rasgos de este tiempo donde deben repensarse los medios y contenidos para afianzar la imprescindible función integradora de la universidad: como servicio público abierto al debate interno, a la rendición de cuentas, y a la comunicación continua. Y, por ello, atendiendo inevitablemente aspectos denunciados como la desvalorización de su oferta, contenidos y títulos (real o magnificadamente) que afectan, tarde o temprano, a los procesos individuales y colectivos de integración; “burocratización” innecesaria en la gestión interna; “corporativización” en la selección del personal docente; “generalización” de estudios muy comunes o muy teóricos, no siempre ligados a la realidad socioeconómica concreta; o “masificación” en las aulas y en los catálogos. Desvalorización, en términos de integración sociolaboral (exacta o percibida) que afecta también, y de manera destacada, a la expansiva universidad privada, entre precios prohibitivos, ofertas desmedidas, competencia excesiva, estructuras demasiado provisionales o virtuales (con consecuentes bajos niveles académicos e investigadores).
Porque, lo importante, aunque parezca mentira, son los alumnos, los usuarios. A ellos deben políticos y dirigentes, decanatos y claustros, departamento y profesores sus trabajos presentes y sus reflexiones futuras. El alumnado quiere aprender para integrarse en un mundo no siempre justo, no siempre fácil, y cada vez más competitivo y excluyente. Los más jóvenes aspiran a independizarse, a encontrar su primer empleo, y una vida más o menos digna; los más mayores a salir de la precariedad laboral, a poder reciclarse, o a reengancharse a un tren que pasó hace tiempo.
La universidad asumió este principio como irrenunciable. Pero nacen, o persisten, debates sobre cómo “integrar” eficaz y realmente. Todos los conocemos. En primer lugar, su naturaleza como opción o como derecho (o ambas cosas): una vía optativa de formación para los más talentosos, independientemente de su origen e ingresos (a los que la sociedad atiende con precios reducidos o políticas de becas); o una vía abierta a casi todo el mundo, aumentando el acceso (gratuidad en las matrículas o ampliación de los numerus clausus), el catálogo (multiplicándose estudios de grado y máster) y los recursos al respecto (aulas virtuales y megacampus).
En segundo lugar, el modus vivendi académico (presente o próximo): respetar la teoría o elevar la práctica (en permanente equilibrio, o desequilibrio), proteger la presencialidad o apostar por el sistema on-line o semipresencial, y buscar la excelencia o minimizar las diferencias (desde el mérito personal a alcanzar o las competencias comunes a superar).
Y, en tercer lugar, bien especialización sectorial bien generalización universitaria; es decir, enfocar la oferta de cada centro en grandes áreas productivas o investigadoras (por ejemplo, tecnológicas, sociosanitarias, agroalimentarias) o respetar la libertad en la oferta y en la demanda (del “café para todos” regional a la iniciativa particular).
Debates que se dan, dentro y fuera de las aulas, y que deben obligar a contrastar el nivel de integración actual y preparar el del devenir inmediato. La universidad no puede ser una corporación cerrada a ciertas realidades cambiantes y a necesidades emergentes. Hay debates que se deben plantear, que se deben abrir. Pese a quién pese. Se han logrado grandes logros que, o pueden erosionarse, o se pueden minusvalorar, cerrando de manera efectiva la puerta a determinados grupos sociales a la hora de elegir su carrera (por las “materias”), de lograr un ascenso social real ante necesidades y expectativas no cubiertas (por las “oportunidades”) o de poder elegir un trabajo al terminar la misma (por las “salidas”). Parece mentira, pero en ciertos lugares se define a determinados sectores de egresados universitarios como colectivos en riesgo de precariedad, exclusión y hasta de pobreza. Títulos que valen poco o que no valen nada para el Estado y/o para el Mercado. Ya no se habla de la muy española “titulitis”, sino de falta de adaptación o de sobrecualificación. Quién lo diría hace décadas.
La competencia es básica en la Universidad: entre instituciones y carreras, entre campus y facultades, entre editoriales y revistas; para ello rankings académicos, índices de impacto, acreditaciones neutrales, evaluaciones continuas, convenios empresariales y auditorías externas deben acreditar la eficacia, eficiencia y calidad de lo que se enseña y lo que se aprende.
También lo es la innovación: patentes, diseños originales, investigaciones punteras, productos comercializables, e invenciones impactantes (big data, inteligencia artificial). Y la internacionalización es la culminación obvia: saber idiomas (el inglés como lengua franca, o lenguajes emergentes como el chino o el árabe), conocer otras experiencias lejanas, o vender la producción más allá de nuestras fronteras. Pero a estas exigencias técnicas-digitales hay que unir el impacto humano más cercano; la esencia social y cultural de la comunidad de referencia o de pertenencia, a la que hay que servir, de la que hay que aprender, con realismo y exigencia. Un impacto que se puede y debe medir, de y en la universidad, atendiendo las posibilidades y expectativas, y hasta los dramas, de los alumnos y sus familias.
Una oportunidad de integrar. Las universidades públicas, y también las privadas (desde la obligatoria responsabilidad social corporativa, RSC) deben atender estos retos en su función integradora, tanto en los recursos como en posibilidades. Pero no siempre esperando grandes oráculos a los que obedecer, desde leyes cambiantes o gobiernos a veces lejanos; sino desde la autonomía de centros y profesionales que han demostrado (especialmente con la implantación del Espacio europeo de Educación superior) su vocación y preparación para mejorar y cambiar en sus instituciones y métodos, comprendiendo lo que pasa, escuchando lo que se pide, evaluando lo que se hace y, de esta manera, haciendo de la integración algo real y sostenible.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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