En la primera mitad del siglo XIX la vida de los católicos irlandeses era todavía, en comparación con los anglicanos, de precariedad y pobreza. Si bien los católicos habían conseguido algunos derechos civiles y políticos en las últimas décadas del siglo XVIII, e incluso representación parlamentaria en Londres tras la “Union Act” de 1800 (que otorgaba a Irlanda 100 de los 658 diputados del parlamento británico a cambio de su inclusión en el Reino Unido), los papistas eran todavía ciudadanos de segunda. En general, ser católico en Inglaterra significaba ser económica y culturalmente más pobre que los anglicanos, así como la imposibilidad de participar de la vida académica de Oxford y Cambridge, universidades en las que se exigía una profesión de fe en la Iglesia anglicana para ingresar. Pero si esta condición de pobreza recorría al Reino Unido de forma general, era aún más grave en el territorio irlandés. De hecho, es tristemente conocida la famosa Gran Hambruna (“The Famine”) que asoló Irlanda entre 1845 y 1850, hambruna que, aunque habitual en países pre-industrializados, sirvió para generar una corriente crítica contra el dominio inglés en Irlanda. Es cierto que esas críticas fueron desarrolladas algunas décadas después de la Hambruna, situándose a John Mitchell, uno de los líderes de la Joven Irlanda, como el primer autor en culpar a Inglaterra de la tragedia. Mitchell lo hizo en su The last conquest of Ireland (perhaps). Sea como fuere, la vida en Irlanda, y especialmente para un católico, era comparativamente peor que la de los ingleses.
En ese contexto, en el mismo año 1850, el arzobispo (católico) de Dublín propuso a John Henry Newman (1801-1890), el más famoso de los conversos de Oxford al catolicismo, la puesta en marcha de la Universidad Católica de Irlanda. Newman, el encargado de dirigir la citada universidad, había sido recibido en la Iglesia Católica apenas cinco años antes, en octubre de 1845. Antes de eso, había estudiado en el Trinity College de la Universidad de Oxford, se había ordenado sacerdote anglicano en 1825 y había liderado el importante Movimiento de Oxford, formado por profesores de esta universidad que buscaban un retorno del anglicanismo a los Padres de la Iglesia, así como una Iglesia independiente del Estado. Por tanto, el recién convertido Newman parecía una figura ideal para impulsar la fundación de una universidad católica en territorio irlandés. Al contrario que la mayoría de católicos irlandeses, Newman conocía a la perfección el funcionamiento y el ambiente de la universidad inglesa y podía utilizar su experiencia y sus conocimientos en beneficio del proyecto. Es entonces cuando Newman redactó la mayoría de sus textos sobre la universidad, publicados en un libro titulado The Idea of a University, editado en español por Ediciones Encuentro, que es, en realidad, la suma de dos obras distintas: The Discourses on the Scope on Nature of University Education (1852) y Lectures and Essays on University Subjects (1858).
En esta obra, Newman desarrolla su idea de la universidad y de la educación universitaria. Para Newman, la universidad es el lugar en el que “se enseña un saber universal”. El objeto de la universidad, para él, no es moral, sino intelectual, y su objetivo es la difusión y extensión del conocimiento, más que su avance. Así, Newman distingue entre dos instituciones: las academias, dedicadas a la investigación, y las universidades, dedicadas a la docencia. No obstante, la vinculación de la universidad con un saber universal no lleva a Newman a desligar esta institución de su contexto y de sus miembros. Al contrario, para él solo se crea una universidad si a través de ella se espera generar algún tipo de beneficio para la comunidad y, sobre todo, para los estudiantes. Recordemos que Newman está fundando una universidad en un contexto desfavorecido en el que los católicos no tienen acceso al nivel cultural de los anglicanos, dispensado en universidades anglicanas. Fundando una universidad, la Iglesia Católica pretendería, según Newman, combatir esa desigualdad intelectual y generar un beneficio en los estudiantes. Para Newman, entonces, la universidad tiene entre sus principales funciones el bien de los estudiantes. ¿Qué bien es ese? “La cultura del intelecto”. ¿Y cómo se consigue? A base de esfuerzo y trabajo. Así, la universidad no solo aporta un saber técnico, sino que forma a los alumnos. Su misión es educarles en unos hábitos que les permitan formar bien su intelecto y obtener los beneficios que de este se extraen. La educación universitaria, entonces, no es solo instrucción, sino algo más profundo que incluye el conocimiento y el buen juicio, la elocuencia, la preparación para afrontar distintos empleos y la forma de comportarse ante los demás. Es, pues, una herramienta de transformación social para un colectivo tan desfavorecido como el católico irlandés.
Por importante que sea para Newman fijar la idea que debe regir la universidad, en sus sermones y escritos no se limita a esta especulación abstracta. Al contrario, Newman es consciente de que alguien podría reprocharle su “espurio filosofismo” al hablar de cosas generales y desarrolla algunas de las materias que deben ser estudiadas. Estas participan, además, de esa verdad universal que se enseña en la universidad; cada ciencia tendría un papel indispensable con relación a la verdad, al tiempo que la universidad sería el lugar donde estas ciencias se relacionan entre sí. Para Newman, la reina de las ciencias es la Teología, pero no debe confundirse esta primacía de la Teología con una educación confesional que convirtiera a la universidad en un convento. Al contrario, Newman, enemigo del liberalismo, aboga por una Educación Liberal que eduque sin ocultar nada del tiempo en que vive. De hecho, el mismo Newman hace hincapié en que su concepción de la universidad no viene argumentada en términos teológicos, sino en los de la pura razón, en la experiencia humana y no en la autoridad de la Iglesia.
Si Newman quería una universidad que no viviera a espaldas de su tiempo, se podría preguntar, desde el nuestro, ¿qué queda de su concepción de la universidad? Sin duda, la lectura de los clásicos, como el mismo libro de Newman, puede iluminar más de lo que en un principio se espera. Incluso allí donde las respuestas dependen del contexto, es razonable pensar que las preguntas de los grandes son también las nuestras. En este sentido, Newman se mueve siempre en la dialéctica entre una verdad universal y un servicio a una comunidad particular, sin que la balanza pueda desequilibrarse hacia alguno de los lados. Por el contrario, Newman cree que el conocimiento es siempre un bien para la comunidad, pero lo cree sin ingenuidad alguna; su intención es salvar aquello de verdadero que hay en toda tradición y utilizarlo para el bien de los estudiantes y para comprender mejor aquello que hay de verdadero. Y este problema sobre lo que se puede salvar de una tradición o de un autor era tan actual para Newman como lo es para nosotros. Cuando, en el ámbito de la filosofía política, surge la pregunta de qué hacer con Carl Schmitt o incluso cuando, en el mundo del arte, se plantea la tensión entre el machismo de un autor y la calidad de su obra, las preguntas de Newman vuelven con otro formato. Su respuesta es que la universidad sea, a la vez, lugar de saber universal y de servicio a una comunidad particular. De la misma forma, afirmar que ninguna ciencia posee la verdad, sino que cada una de ellas tiene una posición insustituible en el camino de la verdad es tan provocador en el ambiente católico irlandés del XIX como lo es hoy, en una universidad en la que la interdisciplinariedad es aún escasa. Cada cual dará sus respuestas a estos retos, pero la canonización de este cura del XIX puede ser, además de un acontecimiento eclesiástico, una forma de volver a pensar estos problemas que recorren a la universidad desde su inicio.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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