Escribe Carlos Magro
Todos y cada uno de estos desarrollos tecnológicos han sido recibidos con entusiasmo y vistos como palancas de cambio y mejora educativa. Con todas y cada una de estas tecnologías la “revolución” siempre ha estado a punto de tener lugar. Pero, la realidad es que la anhelada transformación educativa a través de la tecnología no ha tenido lugar realmente.
Salvo excepciones, la tecnología aplicada a la educación no ha pasado de ser una promesa incumplida (Selwyn, 2014). Podemos decir, que la historia de la tecnología educativa está llena de futuros que nunca fueron presentes. También es una historia llena de amnesia. O, dicho de otra manera, la historia de la tecnología educativa es, para muchos, una historia sin historia.
Una de las características más sorprendentes del campo edtech es su incapacidad para registrar su propia historia y reflexionar críticamente sobre su desarrollo, como si no hubiera tiempo para mirar por el espejo retrovisor en un campo que está siempre interesado en el futuro. Como señala Martin Weller (2020), una de las razones es, sin duda, el hecho de tratarse de “un área en la que las personas se mueven desde otras disciplinas, por lo que no hay un conjunto compartido de conceptos o historia.”
Demasiado a menudo, lo que nos hemos encontrado son soluciones en busca de problemas, más que respuestas a auténticas preguntas. Además, en el ámbito educativo en general, pero especialmente en el de la educación superior ha sido habitual encontrarnos con una narrativa que contrapone la velocidad de cambio de la tecnología (y supuestamente de la sociedad) con la lentitud, y en muchas ocasiones decidida resistencia, de las instituciones de educación superior y de los docentes a la hora de adoptar y adaptarse a estos cambios, con el consiguiente riesgo, según quienes sostienen esta narrativa, de acabar siendo irrelevantes y desaparecer.
En los últimos años, son varias las veces que se nos ha anunciado la inminente desaparición de la universidad, la enseñanza o la profesión docente. La tecnología es presentada entonces como el escenario donde, de manera natural, debe desarrollarse el futuro en general y el futuro de la educación en particular. Puesto en términos darwinistas, o te adaptas o te extingues. En el marco de esta narrativa, insistimos todavía muy habitual en ciertos ámbitos, no parece haber demasiado espacio para los indecisos, los dubitativos, los precavidos o los críticos.
Este proceso nos ha llevado a una polarización en las posturas, tanto entre las personas como entre las instituciones, en torno al papel que debe desempeñar la tecnología en la educación que ha impedido que se produzca un debate serio, pausado y profundo en el interior de las instituciones educativas. O estás a favor o estás en contra. En ambas posturas no parecía haber espacio para las dudas. En educación, y especialmente en educación con tecnología, nos hemos centrado mucho en los métodos y hemos olvidado las metas. Nos han sobrado posicionamientos y nos ha faltado debate.
Al mismo tiempo, las decisiones sobre tecnología educativa han sido relegadas normalmente en departamentos periféricos y no centrales de las instituciones educativas. La tecnología ha sido vista como un objeto complementario, vinculada a las infraestructuras, tratadas como algo neutro en sí mismo, como simples dispositivos más o menos efectivos, o atractivos y con fines, en muchas ocasiones, puramente de imagen y comerciales, alejadas, por tanto, de los procesos educativos y de generación de valor.
Pero mientras eludíamos el necesario debate los procesos de digitalización y de incorporación de la tecnología, muchas veces de manera acrítica, han seguido produciéndose en todos los ámbitos de nuestras vidas, también en aquellos que tienen que ver con la educación, y en todas las organizaciones e instituciones que nos rodean, también en las instituciones educativas. Esta incorporación se ha producido ignorando la historia, no cuestionando su supuesta neutralidad, sin tener en cuenta las complejidades sociales, políticas, económicas y culturales de la tecnología, y desoyendo las escasas voces que nos instaban a reflexionar y discutir sobre el papel que queremos para la tecnología en educación antes de tomar decisiones. Decisiones que en muchos casos se han precipitado en los últimos 18 meses impulsadas por las necesidades de sostener la educación durante la pandemia de covid-19.
La situación que estamos viviendo desde hace 19 meses nos ha mostrado en toda su crudeza la fragilidad de nuestras instituciones educativas y del sistema educativo en general en términos de digitalización, pero también ha hecho visibles numerosas contradicciones y múltiples desafíos no tecnológicos que en las últimas tres décadas no habíamos querido abordar, o simplemente habíamos cerrado en falso sobre los fines de la escuela, los aprendizajes clave, las metodologías más apropiadas y las formas de evaluar lo aprendido.
Tras más de 20 años hablando de escuela digital, de plataformas de aprendizaje, de enseñanza online, de TIC y de TAC, de ordenadores personales y tabletas y de competencias digitales de unos y otros. Tras más de 20 años de agrias y yermas polémicas sobre si debíamos prohibir el móvil en los centros educativos o aprovechar su potencial como instrumento de enseñanza y aprendizaje; tras más de 20 años de inversión pública y privada en el desarrollo de plataformas, ecosistemas de educación digital, mediatecas, bancos de recursos educativos abiertos y formación de profesorado, resultó que casi nada estaba listo cuando realmente lo necesitamos. De un día para otro pudimos comprobar que no teníamos ni las infraestructuras, ni los recursos, ni las competencias, ni la pedagogía para llevar adelante la nueva tarea encomendada. Por no tener, no teníamos ni equipamiento para trabajar, más allá del que cada uno tuviese a nivel particular en su casa.
La pandemia de covid-19 ha hecho visible para todos una brecha digital primaria, la del acceso a los dispositivos y la conectividad, que en nuestro contexto cercano dábamos casi por desaparecida. La verdad es que la realidad era otra muy distinta. No solo porque hay más niños y jóvenes de lo que pensábamos que no tienen ni conectividad, ni equipamiento, sino también porque hemos podido comprobar que no todos los dispositivos son igualmente válidos para aprender y/o enseñar. También es cierto que, tras esta brecha primaria aparece enseguida una de segundo orden, la del uso, la que tiene que ver no solo con las competencias más básicas para poder utilizar la tecnología, sino principalmente con el tipo de uso que damos a esa tecnología (también con las prácticas pedagógicas más adecuadas al contexto digital), y aquí la realidad es demoledora. Ni nativos, ni inmigrantes, ni residentes, ni visitantes.
La tecnología puede amplificar una gran enseñanza, pero una gran tecnología no puede reemplazar una enseñanza pobre. Resolver el reto de la integración de la tecnología en la educación nos exige resolver antes el reto mismo de la educación. Nos exige cuestionarnos, tanto a nivel individual como colectivo, tanto a nivel de aula como de institución, sobre aquello que nuestros esfuerzos educativos deberían tratar de conseguir. Nos exige cuestionarnos sobre cuáles deben ser los fines de la educación. De nuevo, la pandemia ha hecho más por la digitalización de la escuela y por desmontar las falacias del mercado tecnológico, que años de crítica tecnoeducativa.
Parece que ha llegado el momento de comprometerse, individual y colectivamente, con el impacto digital en la educación de manera crítica, de problematizar y de ser autocrítico, no con un afán de sostener posturas anti-tecnológicas, ni de resistencia general ante cualquier cambio, sino buscando situar en el centro mismo del debate educativo la compleja relación entre tecnologías y educación. Una relación que se nos revela como algo sistémico, alejado, por tanto, de la idea de simple aplicación, integración o implementación (Castañeda, 2019). Se trata de entender, como sostuvo Neil Postman (1999), que cada elección tecnológica que hacemos tiene implicaciones y que lo que necesitamos saber sobre las tecnologías, no es cómo usarlas sino entender bien cómo éstas nos usan a nosotros.
Ha llegado el momento de hacer de la tecnología un objeto de indagación, problematizando tanto su aceptación y uso como su rechazo e ignorancia (Postman, 1999). Como sostenía hace unos años Sonia Livinsgton (2012) ha llegado el momento de hacerse preguntas básicas pero desafiantes que nos ayuden a pensar mejor y a perfilar las aristas de esta relación (Selwyn, 2015): ¿qué es realmente nuevo? ¿cuáles son las consecuencias no deseadas o los efectos de segundo orden de la incorporación de tecnologías en educación? ¿Cuáles son las ganancias potenciales? ¿cuáles son las pérdidas potenciales? ¿qué valores y agendas subyacentes están implícitos? ¿quién se beneficia y de qué manera? ¿cuáles son los problemas sociales que presenta la tecnología digital?
Ha llegado el momento de preguntarnos por las cuestiones éticas vinculadas al uso de los datos o de los sistemas de inteligencia artificial. De preguntarnos hasta qué punto la tecnología puede ayudarnos a combatir las desigualdades que atraviesan lo educativo o, al contrario, pueden crear nuevas brechas e incrementar las desigualdades existentes (Selwyn, 2016). De preguntarnos cómo podemos hacer que el aprendizaje sea auténtico, involucrar a los alumnos, ampliar la capacidad de los docentes o hacer que el aprendizaje sea relevante para las necesidades sociales actuales.
Hablar de tecnologías en educación no es hablar de dispositivos, ni de hardware y software, ni tampoco de datos, analítica y eficiencia, sino que tiene que ver sobre todo con prácticas, contextos, culturas y usos, es decir, con lo que podríamos denominar los aspectos humanos de la tecnología y de la educación (Selwyn, 2011). Los retos son grandes. Hacer lo mismo de siempre con tecnología o sin ella no permite avanzar hacia una mayor calidad y equidad de la educación (Pedró, 2017).
El reto de la tecnología educativa es el reto mismo de la educación.
Este texto se publicó originalmente en la web del Global Education Forum (GEF) organizado por la Universidad Camilo José Cela y que tendrá lugar, en formato virtual, los días 13, 14 y 15 de octubre de 2021 aquí.
Para el itinerario de digitalización del GEF, hemos producido algunos contenidos que esperemos que sirva a la reflexión colectiva sobre el papel de la tecnología en la educación superio. A modo de ejemplo, incorporo en este post la conversación que mantuve con una de las académicas que mejor están pensando sobre la compleja relación entre tecnología y educación, Linda Castañeda, a quién desde aquí agradezco su tiempo y generosidad.
Referencias:
Castañeda, L. (2019). Debates regarding Technology and Education: contemporary pathways and pending conversations. RIED. Revista Iberoamericana de Educación a Distancia, 22(1), pp. 29-39. doi: http://dx.doi.org/10.5944/ried.22.1.23020
Livingstone, S. (2012). Critical reflections on the benefits of ICT in education. Oxford Review of Education, 38(1): 9-24.
Pedró, F. (2017). Tecnologías para la transformación de la educación. Fundación Santillana
Postman, N. (1999). El fin de la educación. Octaedro
Selwyn, N. (2011). Education and Technology. Key Issues and Debates. Continuum
Selwyn, N. (2014). Distrusting Educational Technology: Routledge
Selwyn, N (2015). Technology and education – why it’s crucial to be critical. En Bulfin, S., Johnson, N. & Bigum, C. (eds.) (2015). Critical perspectives on technology and education. New York, Palgrave Macmillan
Selwyn, N. (2016). Is technology good for education?. Cambridge, United Kingdom, Polity
Press.
Weller, M. (2020). 25 Years of Edtech. AU Press, Athabasca University. https://doi.org/10.15215/aupress/9781771993050.01
Tomado de cola.bora.red con permiso de su autor
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