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martes, 27 de septiembre de 2022

Darnos aire. Recuperar la esperanza

 Escribe Ángel Fidalgo

Es el margen lo que sostiene la página.

Jean-Luc Godard

Queríamos reescribir el futuro, todos nuestros futuros, y hemos acabado con una sola página vacía.

Don DeLillo. Cero K

En marzo de 2020 se detuvo el tiempo. De un día para otro, dejó de haber pasado y futuro, y todo a nuestro alrededor se convirtió en presente. Un presente estrecho, espeso, oprimente, incierto y terrorífico. Un presente extraño, que transcurría en nuestros lugares de vida cotidianos, pero que nos resultaba completamente desconocido y negaba la posibilidad de cualquier rutina. Un presente denso y oscuro en el que era difícil orientarse. Un presente, en suma, en el que como en una pesadilla, no queríamos vivir, pero del que nos resultaba difícil escapar. A mediados de marzo del 2020 sufrimos una sobredosis de presente. Nos encontramos con demasiado presente. 

Demasiado presente para una sociedad del instante que huye del presente y ha perdido la experiencia de la duración y la demora (Cruz, 2016, p.70), la espera y en muchos casos también la esperanza. La hiperactividad “cotidiana arrebata a la vida humana cualquier elemento contemplativo, cualquier capacidad para demorarse” (Byung-Chul Han, 2009, p. 8). Somos una sociedad adicta al crecimiento perpetuo y a la inmediatez (Klein, 2020). El resultado es que no sabemos qué hacer con el tiempo. Nos hemos convertido en una sociedad tan obsesionada con el futuro que nos hemos olvidado literalmente de vivir. Vivimos en una época de inmovilidad frenética (Concheiro, 2016) en la que no dejamos de pensar en el futuro, pero en la que, paradójicamente, nos cuesta mucho imaginar otros futuros. 

Somos una sociedad adicta al crecimiento perpetuo y a la inmediatez (Klein, 2020). El resultado es que no sabemos qué hacer con el tiempo.

Esta proyección incesante hacia el futuro estrecha y aplana nuestras vidas y la de nuestros niños y jóvenes. Las estira y al estirarlas, en cierta manera, las vacía. Hemos olvidado que la vida, como sostiene Carlos Skliar (2019), no es sólo hacia delante (hacia un supuesto futuro), sino también hacia los costados. En nombre del futuro, olvidamos el pasado y postergamos el presente. Olvidamos que para pensar en el futuro necesitamos siempre evocar (reparar, dice Naomi Klein) el pasado y vivir el presente; parar y demorarnos. Al correr hacia delante nos desentendemos de lo que realmente nos pasa, ignorando todo lo que sucede a nuestro alrededor. Posponiendo la vida. 

Vivir hacia los costados es la mejor manera de detener la prisa, suspender el tiempo, demorarse en el instante, poner la aceleración entre paréntesis. Parar, es la mejor manera de hacer futuro. Vivir hacia los costados es la mejor manera de calmar y llenar la vida.

Vivir hacia los costados requiere también caminar prestando atención a los márgenes. A aquello que sucede en los márgenes y a quienes habitan esos márgenes. Vivir hacia los costados nos permite entender que son la fragilidad, la debilidad, lo fragmentario y lo incompleto lo que nos hace humanos. De manera trágica, el virus nos obligó a vivir hacia los costados y a prestar atención, al menos por unas semanas, a quienes habitaban esos márgenes. Y resultó, en una nueva paradoja de nuestros tiempos, que quienes habitan (y trabajan) en los márgenes son quienes nos sostuvieron durante el confinamiento. Resultó que los trabajos esenciales no eran los mejor pagados, ni los más valorados, ni los más prestigiosos. Resultó que los trabajos verdaderamente esenciales son precisamente los trabajos más precarios, y que fueron esos trabajos los que nos mantuvieron alimentados, limpios, protegidos y cuidados  (Klein, 2021). Resultó, como dice Jean-Luc Godard, que son los márgenes quienes sostienen la página.

En educación también estamos obsesionados por el futuro. Amenazados por un futuro que parece cada día más oscuro, perseguimos con fruición una educación a prueba de futuro, presionando a estudiantes, docentes y escuelas a obtener resultados inmediatos. Una visión instrumental de la educación que deja fuera mucho (y a muchos), y olvida que tan importante y necesaria es una educación a prueba de futuro, como una educación para construir futuros. 

El futuro no es algo que se nos dé, sino un proceso en el que podemos intervenir. El futuro no es algo individual, sino colectivo, muy alejado de esa visión de la educación como acumulación individual de habilidades para competir con los otros. El futuro es, o debería ser, de hecho, un espacio de responsabilidad, individual y colectiva, y orientado al bien común. La educación no solo nos sitúa de manera muy diferente en el mundo sino que nos saca de nosotros mismos, interrumpe nuestras necesidades y nos libera de las formas en que estamos determinados por nuestros deseos. 

Necesitamos también, o más si cabe, una educación que nos permita convertirnos en sujetos autónomos e independientes (subjetivación).

No basta con una educación que nos dote de conocimientos, capacidades y valores (cualificación) y nos socialice en las tradiciones, culturas, formas de ser y actuar (socialización). Necesitamos también, o más si cabe, una educación que nos permita convertirnos en sujetos autónomos e independientes (subjetivación). Una educación que esté orientada hacia la emancipación, la libertad y la responsabilidad que viene con esa libertad (Biesta, 2017, p. 23). Una educación que entienda que lo que está en juego es nuestra libertad como seres humanos y, más concretamente, nuestra libertad para actuar o abstenernos de actuar (Biesta, 2020). 

En marzo del 2020, el futuro había quedado en suspenso. No había porvenir. Solo presente. Nuestra sociedad, tan acostumbrada a vivir hacia delante tuvo, de repente, que empezar a vivir en un presente continuo. Muchos experimentamos de golpe la cotidianidad de millones de personas. Una cotidianidad caracterizada porque las incertidumbres superan con creces a las certidumbres, y porque aquellas, lejos de constituir oportunidades como sostiene cierto discurso, sólo generan miedo, inseguridad, fragilidad y desamparo existencial.

El virus nos obligó, como dijo Naomi Klein, a pensar en las múltiples relaciones e interdependencias que sostienen nuestras vidas

El virus nos obligó, como dijo Naomi Klein, a pensar en las múltiples relaciones e interdependencias que sostienen nuestras vidas, y que habitualmente permanecen ocultas bajo el manto de un malentendido desarrollo y un bienestar basado en un consumo irrespetuoso, desaforado y voraz. Bastó un virus desconocido, ha escrito Victoria Camps, “para reconocer sin paliativos que nuestra existencia pende de un hilo, que somos vulnerables y dependemos de otros” (Camps, 2021, p.28). Fuimos plenamente conscientes de nuestra vulnerabilidad y fragilidad, pero también de que esa vulnerabilidad no está homogéneamente distribuida, como no lo están la incertidumbre, el miedo o la esperanza (Sousa Santos, 2016). Aquellos días se mostraron en toda su crudeza las desigualdades que nuestra normalidad produce. 

Al detenerse el tiempo había desaparecido, paradójicamente, la engañosa seguridad que nos brinda el futuro dado. Y con ello el sentido de mucho de lo que hacemos. No había un futuro detrás del cual esconderse. Nuestra sociedad, acostumbrada a tener respuestas rápidas y soluciones para todo, empezó a demandar explicaciones, certezas, acciones, pautas y protocolos de actuación. Pero, por primera vez, el algoritmo de búsquedas de Google no mostraba resultados a nuestras insistentes búsquedas. Fuimos conscientes de la profunda crisis de sentido con la que vivimos.

Los relatos sobre el futuro que nos esperaba tras la pandemia se agruparon en torno a cuatro grandes narrativas: relatos de catástrofe; de transformación; de mantenimiento del status quo; y de adaptación a nuevas condiciones y límites (Dator, 2002). ¿Cómo sería la educación post pandemia?, ¿sería ésta la palanca que finalmente lograría la transformación profunda de la escuela que muchos venían reclamando desde hacía años?, o ¿saldríamos de la pandemia como si nada, volviendo a la vieja normalidad?, ¿regresaríamos, como advertía Naomi Klein, al status quo previo a la COVID-19, solo que, en una versión peor, más vigilados, con más pantallas y menos contacto humano?

En el peor momento de la primera ola de la pandemia, cerca de 1.600 millones de estudiantes en más de 190 países, el 94% de la población estudiantil del mundo, se vieron afectados por el cierre de sus instituciones educativas. Son muchas las consecuencias del confinamiento y la pandemia que aún hoy siguen estando presentes. Hay abundante evidencia recogida tras el cierre de las escuelas que apunta hacia la existencia de pérdidas de aprendizaje generalizadas, especialmente acusadas entre el alumnado más desfavorecido (OECD, 2021). Pero también, sobre sus efectos materiales y psicoemocionales (Hernández, Labanda, Prado, 2021) que ahora están aflorando. No basta con volver a la normalidad para que esta tendencia se revierta. Lo que hemos vivido en los últimos meses no parece alentar el optimismo. Estamos cada día más cerca de la vieja normalidad, que ya era en sí misma, una situación de crisis insostenible. Nada que ver en todo caso con el entusiasmo transformador de las primeras semanas de confinamiento.

En el ámbito educativo, el efecto más visible de la pandemia fue el cierre de las aulas y de las instituciones educativas. Parar la escuela supuso algo que la mayoría de nosotros nunca habíamos experimentado: se suspendió la actividad educativa presencial en todos los centros, etapas, ciclos, grados, cursos y niveles de enseñanza.

Sin la presencia desaparecieron el tiempo escolar (un tiempo intensificado, ritualizado, separado del tiempo común) y el espacio escolar (común, compartido, especializado, diferenciado), que la escuela libera para dedicarnos a la tarea de ser estudiantes, pero también para dejar de ser hijos y hermanos, para ser compañeros, para decir yo y hacer el nosotros. Sin la presencia desaparecieron el tiempo y espacio en los que aprendemos a estar juntos para hacer cosas juntos. Con la suspensión de la escuela presencial desapareció el espacio de igualdad, cuidado y protección que supone la escuela. También el lugar del conflicto y del encuentro con la alteridad, tan fundamentales. 

Sin la presencia desaparecieron el tiempo y espacio en los que aprendemos a estar juntos para hacer cosas juntos.

Al dejar de ir y estar en la escuela, se interrumpió finalmente el entramado de relaciones que ésta hace posible (con el mundo, con otros mundos desconocidos, con el conocimiento, con los y las maestras, con los compañeros, con los otros). Sin la escuela presencial se hizo muy difícil mantener los vínculos y las relaciones que sostienen la vida escolar, y nos dimos cuenta de que la escuela ni es sólo un lugar de aprendizaje, ni es un lugar cualquiera de aprendizaje, que es ante todo un lugar de construcción de lo común. 

En esos meses de confinamiento vimos cómo las comunidades educativas trabajaban no solo para mantener el vínculo entre las personas y con el aprendizaje, sino también para garantizar, en muchas ocasiones, unas condiciones vitales mínimas. Si algo nos reveló el confinamiento es que la escuela como dispositivo público es mucho más importante de lo que pensábamos, pero también, que la escuela sola no puede. Que la escuela nos da aire, pero necesita urgentemente que, entre todos, le demos aire. 

La pandemia estabilizó la contingencia, visibilizando así una de las principales características de lo escolar: su fuerte dependencia, a pesar de décadas de ficción planificadora, de los contextos, lo singular, los imprevistos y la incertidumbre. En educación, lo normal es que las cosas no funcionen como estaban previstas. Lo normal es, como sostiene Philippe Meirieu, que el otro/a se nos revele, aunque sólo sea para recordarnos que no es un objeto que se fabrica sino un sujeto que se construye. Educar siempre implica asumir un riesgo. “El deseo de hacer que la educación sea sólida, garantizada, predecible y libre de riesgos, es un intento de negar que la educación lidia siempre con seres humanos, y no con objetos inanimados. Es un intento de olvidar que, en última instancia, la educación debería aspirar a ser prescindible, lo que significa que necesariamente debe tener una orientación hacia la libertad y la independencia de aquellos a los que se está enseñando” (Biesta, 2017, p. 20). 

La pandemia nos ha metido la incertidumbre en los huesos. Para muchas personas ajenas al día a día de las escuelas, el primer aprendizaje ha sido que, tras la aparente quietud, estabilidad y similitud, se oculta, en realidad, un trasiego continuo y lo que es más relevante, unas enormes diferencias entre escuelas, docentes, proyectos y contextos.

La pandemia visibilizó y amplificó el impacto del entorno familiar sobre los resultados académicos.

La pandemia visibilizó y amplificó el impacto del entorno familiar sobre los resultados académicos. La escuela es fundamental para la justicia y la equidad social, pero sus efectos se ven condicionados por otros factores que acaban siendo determinantes en la propagación de la desigualdad de oportunidades (las condiciones de vida; factores socioeconómicos; el nivel educativo de los padres; el origen o el género, entre otros). Contamos con una creciente evidencia de que “aunque las buenas escuelas marcan la diferencia, la mayor influencia en el logro educativo, el desempeño de un niño en la escuela y luego en la educación superior, es el origen familiar” (Wilkinson & Pickett, 2018, p. 200). Se estima que los factores internos a la escuela explican hasta un tercio de la variación de resultados académicos, y que la influencia de los factores externos es de alrededor del 60% (Sahlberg, 2020). Los meses de confinamiento exacerbaron aún más el impacto de estos factores externos a la escuela. Sin las escuelas (o con las escuelas muy limitadas en su funcionamiento), todo o casi todo dependía de los contextos familiares y sociales de los niños y jóvenes. El confinamiento visibilizó en toda su magnitud las múltiples desigualdades (sociales, económicas, de capital cultural) que atraviesan y condicionan lo escolar. También las enormes diferencias que existen entre instituciones educativas. El confinamiento mostró que gran parte de los retos de la educación no son educativos sino sociales. De hecho, si algo nos está dejando claro esta pandemia es que “sin igualdad social, sin un ethos igualitarista generalizado, cualquier proyecto de democratización y mejora pedagógica universalista es imposible” (Rendueles, 2020, pp. 293-294). 

Para Iglesias, González-Patiño, Lalueza y Esteban-Guitart (2020, p.183), se ha evidenciado también la urgencia para extender y generalizar algunos aspectos que ya formaban parte de los procesos de cambio y transformación educativa: “la importancia de las emociones en los procesos de aprendizaje, el acompañamiento y los cuidados; la conveniencia de una personalización de las trayectorias de aprendizaje; la diversificación de las formas de relación con las familias y la necesidad de su inclusión en la dinámica escolar, la importancia del trabajo en red con entidades del entorno comunitario, el inaplazable requerimiento de incorporar lo digital como una forma de dar sentido al mundo en el que vivimos, así como el carácter intergeneracional y colaborativo de los procesos de aprendizaje.” 

Pero la pandemia visibilizó, sobre todo, la crisis de sentido que arrastran las instituciones educativas desde hace años. Se desarmó el currículo y surgió en toda su importancia el debate sobre qué es realmente importante enseñar y aprender en la escuela, sobre cuáles son los saberes imprescindibles que en cada etapa debemos garantizar; al desaparecer la obligación de asistir, no tuvimos más remedio que preguntarnos por qué es importante que los niños y los jóvenes vayan a la escuela y qué es lo que debemos hacer para sostener el interés por la escuela.

Pasados los primeros días de tregua, pronto volvimos a oír aquello de que la escuela no conecta con los intereses vitales de niños y jóvenes y que no prepara ni para la vida, ni para el futuro. La escuela tiene cada vez más dificultades para explicar su utilidad. Pero, como dice Marina Garcés (2020, p.153), si el futuro es oscuro es porque el presente es opaco. La oscuridad del futuro es la sombra que proyectan unos presentes que no sabemos leer. 

Resultó que nuestra obsesión por  prepararnos para el futuro sin mirar realmente lo que nos pasa nos estaba dejando, paradójicamente, sin instrumentos para entender el presente, ni herramientas para imaginar otros futuros

Resultó que nuestra obsesión por  prepararnos para el futuro sin mirar realmente lo que nos pasa nos estaba dejando, paradójicamente, sin instrumentos para entender el presente, ni herramientas para imaginar otros futuros. Esta creciente falta de sentido surge, paradójicamente, tras décadas de insistente discurso para hacer de la escuela un lugar orientado a la práctica y la utilidad, y convertirla en un lugar de adquisición y producción. La obsesión (y la presión sobre los niños y jóvenes) por los resultados estaba vaciando de sentido a la escuela. La educación no tiene que ver sólo con adquirir conocimientos o competencias o, en general, con el logro de resultados de aprendizaje, sino con la formación del sujeto y con la transformación de su relación con el mundo, es decir, con hacerla más atenta, cuidadosa, densa y profunda (McClintock, 1971).

“En una sociedad donde los imaginarios de futuro han quedado atrapados en el pasado incompleto y superados por escenarios eminentemente apocalípticos”, la pregunta clave, como sostiene Garcés, tiene que ver con el sentido y la necesidad de la educación. Con cómo queremos ser educados cuando del presente no se deriva ningún futuro imaginable que no sea la catástrofe (Garcés, 2020, 146). 

El futuro siempre ha sido una preocupación en educación. El discurso educativo tiene una clara orientación hacia el futuro que es fundamental y no podemos ignorar. Preguntarnos por el futuro también es un derecho. Porque, en el fondo, nuestras ideas del futuro enmarcan nuestras suposiciones sobre las posibilidades, los límites y los propósitos de la educación (Facer, 2011). Es importante que distingamos, como sostiene Keri Facer, los discursos vacíos sobre el futuro, de los intentos conscientes y reflexivos de abrir las posibilidades de trabajar con el futuro como esperanza, como desafío emocionalmente cargado, y como una realidad compleja, que puede ofrecer una base más democrática para la práctica educativa (Facer, 2016, p.53).

Podemos ver el exceso de presente, el presente denso y asfixiante que todos experimentamos como una barrera para imaginar el futuro o, al contrario, como una realidad “conformada por las múltiples capas de realidad que son los materiales para la creación de futuros, desde los atributos físicos del mundo, pasando por las estructuras sociales e históricas y las prácticas anticipatorias que trabajan hacia atrás desde las posibilidades que concebimos sobre el futuro desde el presente” (Facer, 2016, pp. 58-59).

Cuando reclamamos el derecho a pensar en el futuro para la educación debemos reconocer que su propósito tiene menos que ver con predicciones y mucho más con desafiar supuestos; menos que ver con adivinar el futuro y más con hacer visibles las ideas, aspiraciones y condiciones históricas a partir de las cuales se pueden construir mejores futuros. 

​​El futuro reclama radicalidad y mucha imaginación para hacernos preguntas de otra manera. Reclama un tipo particular de práctica y una postura particular para cuestionar las instituciones heredadas y los supuestos recibidos. Cuando reclamamos el derecho a pensar en el futuro para la educación debemos reconocer que su propósito tiene menos que ver con predicciones y mucho más con desafiar supuestos; menos que ver con adivinar el futuro y más con hacer visibles las ideas, aspiraciones y condiciones históricas a partir de las cuales se pueden construir mejores futuros (Facer, 2011, p.6). 

El relato del futuro que domina hoy las discusiones educativas no brinda realmente oportunidades para que los docentes, los estudiantes, las familias y las comunidades debatan si es posible imaginar y crear futuros sociales y educativos alternativos. Gran parte de la falta de sentido de la escuela tiene que ver con la estrechez de miras y la dificultad para proyectar(nos) individual y colectivamente hacia un futuro diferente, mejor y más justo. Tiene que ver con la dificultad para entender que la realidad, como escribió Belén Gopegui (2014), es también las posibilidades que alberga. A la educación en las últimas décadas le ha sobrado evasión y le ha faltado utopía. Nos ha faltado poética y nos ha sobrado burocracia. Debemos asumir que las cosas no son así, sino que están así. Debemos superar tanto el optimismo ingenuo como la desesperación. Reclamar lo que Paulo Freire llamó un optimismo realista y crítico. 

Pensar en la educación post pandemia es pensar en una educación que permita que los estudiantes imaginen y den pasos alcanzables en el camino hacia la construcción de un futuro sostenible y equitativo. Las herramientas que necesitamos tienen poco que ver con las infinitas listas de habilidades para el siglo XXI, y mucho con las viejas herramientas del pensamiento radical que combinan el lenguaje de la crítica con el lenguaje de la lucha y la posibilidad: la dialéctica; la problematización; la reflexión y específicamente la reflexión para la acción; el cuestionamiento constante del status quo; la comprensión del otro; la esperanza como método.

La esperanza es una práctica performativa que sienta las bases para que los seres humanos aprendan sobre su potencial como agentes morales y cívicos. ​​Es el resultado de prácticas y luchas educativas que aprovechan la memoria y las experiencias vividas y vinculan la responsabilidad individual con un sentido progresivo de cambio social. Para Giroux, la esperanza se convierte en una “fuerza subversiva abriendo un espacio para el disenso, responsabilizando a la autoridad y convirtiéndose en una presencia activa en la promoción de la transformación social” (Giroux, 2004, p.39).

La escuela post pandemia debería ser el espacio donde aprender a vivir esperanzados, dice Fernando Trujillo (2018). El lugar de la esperanza y el lugar para dar esperanza. “Darnos esperanza es construir en el ahora el porvenir. La esperanza entonces es performativa. La esperanza vive del presente, mientras que la expectativa nunca habita la realidad. Esperanzarse es mostrarse capaz de anticipar lo por venir y comenzar, desde ya, a transformar nuestras condiciones actuales de vida” (Lafuente y Freire, 2020, p. 11).

Es cierto que educamos para comprender la realidad, pero comprender la realidad no significa adaptarse a ella, sino ser capaces de tomar distancia para poder discutir lo que hay que cambiar (Fernández Liria et al. 2016). Si tenemos que pensar en una escuela post pandemia no tenemos que hacerlo sólo en términos de adaptación como muchos reclaman, sino en términos de lucha, resistencia y transformación. Si tenemos que pensar en una escuela post pandemia debe ser en tanto que institución que nos capacite para construir el futuro y no solo para prepararnos para un futuro impuesto. La educación tiene sentido en tanto que nos ayude a elaborar representaciones alternativas a las hegemónicas, “imaginar lo opuesto e ir a contracorriente” (Giroux, 2014, p. 47).

No necesitamos una educación objetiva, flexible y adaptable a las demandas cambiantes de la sociedad, sino una educación que, estando al servicio de la sociedad, sea capaz, al mismo tiempo, de ser obstinada y ofrecer resistencia. Una educación que no deje de lado sus dimensiones éticas, políticas y sociales. Una educación que se oponga a la actual sociedad del impulso, que combata la individualización y desnaturalice las desigualdades y las injusticias.

Necesitamos una educación que se oponga a la actual sociedad del impulso, que combata la individualización y desnaturalice las desigualdades y las injusticias.

Educar, dice Marina Garcés, es dar herramientas para leer el propio tiempo y ponerlo en relación con los que ya han sido y con los que están por venir. Para vivir el presente, dialogando con el pasado e imaginando el futuro. Herramientas para comprender que el futuro no es inexorable, sino problemático y, por tanto, sujeto a sueños, utopías, esperanzas y posibilidades. Y que nuestras representaciones del pasado, lejos de ser algo inamovible, pueden ser un poderoso agente de transformación del presente y de orientación para el futuro (Martínez, 2021, p. 302).

Educar es dar a todos y todas las herramientas necesarias para poder vivir no solo hacia delante sino, también y como decíamos más arriba, hacia los costados, para hacer más densa la vida, para aprender a prestar atención al mundo y a quienes lo habitan, para cultivar el cuidado y el respeto. Para aprender a estar juntos. Para conservar y renovar el mundo común. Para recuperar la esperanza. 

La escuela es, o debería ser, un lugar donde negociar significados y producir sentidos. Dar(nos) aire fue un proyecto para darnos, entre todos, un respiro. Dar(nos) aire, no pretendía reinventar la escuela, pero sí preguntarse una vez más por el sentido o los sentidos de la escuela. Dar(nos) aire partía de la idea de que la escuela pública tiene más sentido que nunca, pero que su sentido no viene dado, ni está ganado de antemano, sino que tenemos que dárselo nosotros. 

Dar(nos) aire fue un proyecto para darnos, entre todos, un respiro. Dar(nos) aire, no pretendía reinventar la escuela, pero sí preguntarse una vez más por el sentido o los sentidos de la escuela

Dar(nos) aire fue un proyecto para afirmar que la mejor manera de dar sentido a la escuela es ampliando el debate e incorporando voces en la conversación. Dar(nos) aire fue un proyecto de medialab prado desarrollado durante los primeros meses de la pandemia de COVID-19, pero pensado e iniciado antes del confinamiento, mostrando de alguna manera que la necesidad de aire no es solo una consecuencia derivada de la falta de aire que el virus y el confinamiento trajeron, sino algo que venía de lejos y sigue vigente aún hoy, pasado afortunadamente lo peor de aquellos días. Seguimos necesitando espacios para darnos aire y respirar juntos (conspirar).

Dar(nos) aire fue un proyecto pensado para ser presencial y pensar juntos la escuela, pero desgraciadamente se tuvo que desarrollar casi íntegramente en la virtualidad. Sólo la primera sesión, el día 10 de marzo de 2020, fue presencial. Al día siguiente Madrid cerró sus escuelas. El 13 de marzo, el Gobierno declaró el estado de alarma que entró en vigor en toda España el día 14. El 15 estábamos todos confinados.  

Los textos que siguen reflexionan sobre el sentido de la escuela hoy, exploran sus márgenes y mapean distintas maneras de relacionarse con la comunidad.

Los textos que siguen reflexionan sobre el sentido de la escuela hoy, exploran sus márgenes y mapean distintas maneras de relacionarse con la comunidad. Entre los textos de esta publicación están aquellos que nos ayudaron a pensar durante las sesiones y también los comentarios que sobre estos textos detonadores hicieron algunos participantes en el proyecto. Están los textos que narran la experiencia de dar(nos) aire desde dentro y desde abajo, y algunos de los proyectos que nos ayudaron a pensar desde el terreno, desde las escuelas y sus comunidades educativas. Y están, por último, un conjunto de textos que exploran cómo distintos recursos, experiencias, conocimientos y habilidades, disponibles dentro y fuera de las comunidades educativas, pueden ayudarnos a dar sentido a la escuela. Todos los textos nos ayudan a pensar cómo podemos hacer para aliviar la presión que existe sobre lo escolar y los centros educativos. Todos son una reflexión sobre cómo podemos dar aire a la escuela

No busquen recetas, ni soluciones rápidas entre estas líneas. No las encontrarán. Pero estoy seguro que cada uno de estos textos les abrirá posibilidades. Todos son pequeños resortes que les servirán para abrir ventanas y puertas, y les permitirán respirar mejor. Todos dan aire. Y todos comparten un interés auténtico por hacer de la escuela y de su mundo circundante un lugar más habitable, más cuidadoso, más redondo, menos anguloso y más humano, como escribió Paulo Freire. Todos, humildemente, tratan de plantear problemas propios (lo que nos pasa) y ensayar respuestas encarnadas (Fernández-Savater, 2021).


Las imágenes que ilustran este texto pertenecen a fotogramas de las películas Sobre lo infinitoUna paloma sentada en una rama reflexionando sobre la existencia y La comedia de la vida, todas del director sueco Roy Andersson (1943).


BIBLIOGRAFÍA

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Este texto es la Introducción de la publicación Darnos Aire. Repensando la educación desde los Laboratorios Ciudadanos, editado por Medialab-Matadero y que tuve el honor de coordinar. La publicación forma parte del proyecto del mismo nombre puesto en marcha en marzo de 2020, gracias al impulso del equipo de Medialab-Prado y la colaboración de Pedagogías Invisibles. Sin Marcos García, Javier Laporta, Laura Fernández, Eva Morales, Carmen Oviedo el Proyecto no hubiera salido adelante. Como tampoco lo hubiera hecho sin todas las personas que formaron parte del proyecto escribiendo, dialogando, participando en las sesiones que tuvimos.

Forman parte de esta publicación Marina Garcés, Ana Hernández, Carmen Oviedo, Andrea de Pascual, Eva Morales, Marta Malo, Sara San Gregorio, Daniel Brailovsky, Rodrigo J. García, Alberto Corsín, Tíscar Lara, Pablo Rivera, Raquel Miño, Moisés Esteban Guitart, Fernando Trujillo, Mariano Hernán y Rocío Anguita. A todas y todos les agradezco enormemente que aceptaran escribir para esta publicación.

El libro está publicado con una licencia Creative Commons Atributtion-ShareAlike 4.0, y está accesible y descargable desde la página web de Medialab-Matadero aquí. Espero que os guste y que la lectura de los textos nos ayude a todas a pensar la escuela como espacio de posibilidad.

Tomado de co.labora.red con permiso de su autor

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