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martes, 26 de septiembre de 2023

Lenguaje inclusivo: dar a las personas su verdadero nombre

Por Andrés García Barrios Tomado de EDUNEWS del Tec de Monterrey

Aquella mañana de finales de los años cincuenta, Salvador Ascencio, estudiante de secundaria del Instituto Simón Bolívar de la Ciudad de México, se aburría de lo lindo en la clase de Física. Alzó la mano, y con una maliciosa idea en la cabeza, pidió permiso para ir al baño. Ya afuera, esperó a que su gran amigo, Billy Aguirre, entendiera el verdadero motivo por el que había salido del salón: ¡irse de pinta los dos juntos! Billy no salía… y no salía… y Salvador decidió invocarlo no a través de gritos o silbidos ─que podían delatarlo─ sino apropiándose de lo último que había logrado asimilar de cuanto el profesor de Física había estado explicando y anotando en el pizarrón: el comportamiento físico de las ondas. Cerrando los ojos, se concentró en “transmitir una onda mental” a su amigo, para que saliera del salón. Para su sorpresa, la puerta se abrió enseguida, enmarcando la figura de Billy, que había acabado de comprender la propuesta. Salvador quedó convencido de que la invocación había funcionado. Feliz, pataleando de emoción, abrazó a Billy: “¡Agarraste la onda!” La emoción corrió entre los amigos.

Aquella experiencia, y la frase acuñada, no quedaron sólo entre ellos dos: como una especie de estribillo se propagó entre los demás chavos del salón, que como piezas de dominó fueron cayendo en aquel placentero uso de la palabra onda. Jóvenes a fin de cuentas, empezaron a descubrir los múltiples y maravillosos significados que podían darle: la gente tiraba buena onda o mala onda, también se le podía tirar la onda a alguien que te gustaba… Entrabas en ondatenías onda, agarrabas la onda (también podías estar fuera de onda o alguien podía sacarte de onda, por supuesto). Finalmente, toda aquella forma de hablar se sintetizó en un saludo efectivísimo: “¿Qué onda?”

Apropiados de aquella forma de hablar, los chavos siguieron su vida, que unos años más tarde incluyó el ir a pasear a la Zona Rosa, un pequeño cuadrante de la colonia Juárez que se había puesto de moda entre jóvenes escritores, músicos y artistas plásticos. Al parecer, la presencia de los alumnos del Simón Bolivar fue bien recibida por los afectos a la Zona, quienes los adoptaron como una especie de mascotas con todo su divertido y contagioso entusiasmo… y por supuesto, con aquel nuevo uso de la palabra onda, que pronto pegó entre los presentes y comenzó a afianzarse y a extenderse.

El modismo empezó a sonar en otros círculos de la ciudad, entonces no tan grande como ahora. Todos los usos inventados por aquellos chavos, más los nuevos que su flexibilidad permitía, hicieron de la nueva expresión un ícono de la época, al grado de que un día se le vio aparecer en los exitosísimos cuentos y novelas del famoso joven escritor José Agustín y de otros que en aquel tiempo innovaban introduciendo en sus textos el habla cotidiana de los chavos. “Escritores de la Onda”, empezó a llamárseles.

Muchos años más tarde, cuando este movimiento literario ya figuraba en la historia de las letras en México (y cuando, por su parte, la palabra onda ya se había convertido en el vocablo de uso común que es ahora en varios países), José Agustín recibió la visita de un ya maduro Salvador Ascencio, quien le contó cómo había surgido la palabra que daba nombre a su famoso movimiento literario. Deslumbrado, el escritor decidió investigar la historia que aquel extraño personaje le había narrado, y se encontró con que… ¡en efecto, testigos que habían frecuentado en aquellos tiempos la Zona Rosa confirmaban que habían sido “unos chavos del Simón Bolívar” los que habían llegado por primera vez con el nuevo uso de la palabra!

Cuento aquí la historia tal como me la refirió hace casi diez años su protagonista, el propio Salvador (tristemente ahora ya fallecido), con quien pude contactarme a través de su hermano Víctor, amigo de toda la vida de mi hermana. El propio Víctor me cuenta que él era un niño cuando su hermano y sus amigos llegaban a casa parloteando todo aquello de la onda, sin que él pudiera entender de qué hablaban. Al parecer, hay un texto de José Agustín donde relata la historia que le contó Salvador, pero no he podido encontrarlo (hoy la palabra ya aparece con sus acepciones sesenteras en el Real Diccionario de la Onda… perdón, de la Lengua).

Por mi parte, si me atrevo a referir esta historia es porque confío tanto en mis dos fuentes como en el hecho de que las cosas bien pudieron ocurrir tal como se me relataron y al mismo tiempo de otras maneras, superponiendo todas esas intuiciones, confluencias e interferencias que participan en la creación de un idioma.

La maravillosa anécdota merecería para ella sola uno o varios ensayos, y de ser posible, una investigación en forma. Yo la traigo aquí por dos motivos: confieso que el más importante es que no quiero retenerla más para mí solo y llevo tiempo esperando el pretexto para contarla. El segundo es que con el presente artículo me ha llegado el pretexto perfecto, toda vez que mi intención es discutir aquí sobre la forma en que cambia el lenguaje, en particular sobre el llamado lenguaje inclusivo en cuanto al género, que de acuerdo con la ONU, es “la manera de expresarse oralmente y por escrito sin discriminar a un sexo, género social o identidad de género en particular y sin perpetuar estereotipos de género”. Un caso de ello es la  propuesta de hacer modificaciones al español para convertir palabras de género masculino o femenino en género neutro, por ejemplo con el uso de la e, la x o la @ y así sustituir “alumnos/alumnas” por alumnes, alumnxs o alumn@s. O incluso, la propuesta de crear una nueva vocal inclusiva ─de nombre «secte»─ diseñada por los mexicanos Mario García Torres, artista plástico, y Aldo Arillo, tipógrafo (este último, egresado y profesor de CEDIM The School of Design, Campus Monterrey, México). Según sus creadores, “secte” sería la sexta vocal del alfabeto y “podría reemplazar la e, la @ o la x, que se han usado de manera informal en el lenguaje inclusivo.

Para empezar, la historia de Salvador Ascencio describe de una forma divertida y contundente algo que en realidad todos sabemos: que el lenguaje se propaga y se renueva como un eco… y no como un dictado; es decir, que una vez que integramos el dispositivo que llamamos “idioma materno”, sólo se puede injertar en él nuevas palabras y nuevos usos gramaticales si se hace en ideal armonía con las personas y con el contexto. Una explicación del éxito de la palabra onda en los años sesenta y setenta es que sus primeros autores fueron gente joven urgida como siempre de signos de identidad, y porque socialmente se insertaba en la poderosa corriente new age, que entre otras cosas intentaba dar explicaciones científicas a los fenómenos “espirituales”, afirmando por ejemplo que “el alma” es una forma de energía que se expresa en forma de ondas.

Hoy, al hablar de cambiar reglas gramaticales para volverlas inclusivas, hace explosión la pregunta de si el lenguaje se puede modificar por decreto. Cambiar una palabra o un uso gramatical, ¿depende de nuestra voluntad o es algo que va más allá de toda intención consciente? Según muchos, el lenguaje es una especie de estructura viva, tan compleja como cualquier realidad biológica, e igual que éstas no admite implantes arbitrarios. Sus componentes no son partes aisladas sino íntimamente relacionadas entre sí, de tal forma que un cambio en un lugar afecta al sistema entero, y todo intento de introducir un elemento artificial corre el riesgo de atentar contra la naturaleza del conjunto.

Quiero ser completamente categórico en este punto, y expresar mi oposición a que se legisle e impongan leyes en materia de lenguaje inclusivo, porque también pretendo declarar aquí mi total solidaridad con aquellas personas que se rebelan a seguir siendo nombradas de formas con las que no se identifican. El mismo peso del lenguaje que me sirvió para oponerme a la artificialidad me sirve ahora para denunciar cómo las palabras caen sobre la gente y le imponen una estructura que no sólo constriñe una parte de ella sino su persona entera. Y es que el hecho de que el lenguaje se cree y propague de forma espontánea no implica que no pueda un día descubrirse en él un trasfondo discriminatorio.

En materia de lenguaje inclusivo me gusta siempre empezar aludiendo al uso que hacemos de la palabra hombre para referirnos a la humanidad entera. Aún son mayoría quienes no ven nada raro en hablar de La historia del hombre o del Hombre moderno, y piensan que de ninguna manera ese uso excluye a las mujeres. Según ellos, no podemos decir que éstas no están contempladas en esa palabra, pues bien, aún si estuviéramos de acuerdo con tal afirmación, deberíamos decir también que tampoco las incluye. En la palabra hombre, la mujer permanece invisible y solo aparece si se la hace evidente: tenemos que acordarnos de ella para incluirla, para que exista (recuerdo ahora el maravilloso título de un libro sobre el tema: “El hombre primitivo es también una mujer”).

Ahora bien, muchos estamos de acuerdo con la propuesta de dejar de hablar de “el hombre”, así en genérico, y de referirnos siempre, por ejemplo, a “el hombre y la mujer”. Sin embargo, estoy seguro de que el número de adeptos se reduciría enormemente si un déspota ilustrado impusiera eso como ley. Por una parte, las personas tenemos todo el derecho a que no se nos nombre con términos con los que definitivamente no nos identificamos, es decir, a que se nos llame de la manera en que sí deseamos. Decirle a alguien “hombre” cuando esta palabra le repele, puede ser causa de mucho sufrimiento injusto. Sin embargo, al mismo tiempo es un hecho que imponerle a alguien que hable de una manera que no le es natural, supone también un considerable grado de violencia. Para muchos, tener que hablar “editando” una y otra vez lo que dicen, les resulta enormemente agresivo, por más que sean “de mente abierta”.

¿Debemos aceptar que la sociedad es un campo de batalla y que en este enfrentamiento unos tendrán que someterse? ¿Es posible buscar un punto de conciliación, una solución que no surja de una decisión unilateral? Como en otros de mis artículos, ha llegado aquí el momento de hablar de la educación que yo quiero, y fantasear con que las cosas se dan conforme a ésta y que encontramos un punto medio. Para ello recurro ahora al filósofo alemán Martín Heidegger y al momento en que creó la palabra dasein para traer al mundo del lenguaje lo que para él y para muchos fue una intuición formidable (el tipo de Ser que es el ser humano). Mi idea es que, al hallar ese nombre, Heidegger llevó a cabo no sólo un acto de designación sino algo más profundo, un bautizo. Nombró algo que por primera vez surgía ante él. Como todos sabemos, bautizar a alguien no es un acto mecánico, no es un acto gramatical en el sentido en que nos hacen ver la gramática en la primaria, es decir como una herramienta: pertenece a la gramática sólo si pensamos en ésta como la fuente originaria de donde brotan las palabras. Con el bautizo no se cambia el apelativo de una persona que ya existía antes sino que se da nombre a una persona nueva. Y eso es lo que nos piden las personas LGBTQI+, que les acompañemos en una especie de bautizo en donde elles no sean designades de manera superficial, funcional, sino transformades desde el fondo mismo del lenguaje.

Entre esa profundidad que todos anhelamos y la ley que tiende a conservar lo existente, debe haber un diálogo constante. Por mi parte, desearía convencer a quienes no quieren ni oír hablar de lenguaje inclusivo, de que al hacerlo, se están perdiendo de todo un tramo de su humanidad personal. A la par, me uno a quienes siguen convocando a la sociedad entera a este ritual en que los seres humanos nos damos unos a otros nuestro verdadero nombre.

Tomado de EDUNEWS del Tec de Monterrey

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