Escribe Josu Ahedo Ruíz. Universidad Internacional de La Rioja
El informe Panorama de la Educación 2014 realizado por la OCDE es letal respecto a la situación de la educación española porque coloca a España como el país europeo con mayor porcentaje de jóvenes entre 15 y 29 años que ni estudian ni trabajan, casi un 30%. Tampoco los resultados obtenidos en competencia lectora o matemática son satisfactorios. Ciertamente, tras la lectura pausada de este informe y de otros similares se concluye que el sistema educativo español tiene mucho que mejorar. En la misma línea, a los profesores universitarios también nos inquieta conocer si el sistema universitario español es el más adecuado.
Actualmente los ránquines universitarios se realizan según criterios que tiene que ver con la actividad formativa, la investigadora o la transferencia social, usando indicadores cuantitativos como la calidad de la docencia, del profesorado, los resultados de la actividad investigadora, etc. Indudablemente la medición de la calidad de la enseñanza universitaria es fundamental si se plantea como un control necesario para establecer procesos de mejora. No obstante, ¿es viable evaluar si la universidad está respondiendo a los requerimientos de los estudiantes? Los jóvenes de hoy en día exigen una formación que les ayude a emprender, prefiriendo que la universidad les capacite para ello por encima de cualquier otra finalidad. La cuestión es si esta exigencia implica que la universidad deba transformarse pasando de la consagrada institución poseedora del saber en una escuela profesional.
En el artículo titulado La universidad: una escuela al servicio de la verdad, publicado en la Revista Complutense de Educación[1], se lleva a cabo un análisis de la institución universitaria partiendo del objetivo en sus inicios comparado con las actuales pretensiones, tratando de visualizar cuáles pueden ser las consecuencias del cambio de mentalidad imperante en la sociedad si se trasladan a la docencia universitaria. En su origen, la universidad fue una escuela al servicio de la verdad, a la que acudían los estudiantes deseos de satisfacer su interés por saber y ansiosos por conocer lo que consideraban necesario para ser mejor persona. La universidad era el lugar que aportaba la formación necesaria para el desarrollo personal. Sin embargo, hoy ¿es este el objetivo presente en la universidad?
Los tiempos han cambiado puesto que la tendencia del mercado laboral, la dolorosa situación de los jóvenes universitarios impotentes para encontrar un puesto de trabajo digno, así como la específica demanda laboral han provocado un giro de mentalidad en el mundo universitario asumiendo que la ansiada capacitación laboral ha de ser el único objetivo de la institución universitaria. No obstante, como consecuencia de esto, para ser coherentes parece que hay que relegar el saber sustituyéndolo por el interés. En este sentido, es de rabiosa actualidad la cita Primum vivere deinde philosophari. Es indudable que hay que vivir con los pies en el suelo, quizá desterrando la utopía socrática de educar a los jóvenes porque hoy en día parece prioritario enseñarles a sobrevivir. ¿Hemos de aceptar que nuestros estudiantes renuncien a buscar la verdad? Posiblemente, todavía no somos conscientes de las implicaciones de sustituir la verdad por lo útil. ¿Cuál sería la opinión de Sócrates ante esta tesitura?
Sin duda, el pragmatismo ha llegado a la universidad, tratando de otorgar una finalidad práctica al aprendizaje universitario, basado en la utilidad de desempeñar un empleo. Visualizar este cambio de mentalidad es relativamente sencillo si realizamos una experiencia con nuestros alumnos universitarios. Si les preguntamos cuál es el objetivo de la universidad, probablemente la gran mayoría responderá que adquirir la formación necesaria para lograr un buen puesto de trabajo. Ciertamente, son hijos de su tiempo. No consideran que la universidad les vaya a ayudar a descubrir lo que es necesario para mejorar la sociedad en la que viven o aprender cómo pueden perfeccionarse más como personas. Tal vez esto sea fruto también del individualismo imperante. No obstante, esta elección podría cambiar si les solicitamos que elijan entre dos alternativas sobre la finalidad de la institución universitaria, mejorar como persona o la capacitación profesional. A lo mejor alguno más elegiría mejorar humanamente, dado que para muchos es una aspiración unida al deseo de felicidad.
El autor subraya que reducir la etapa universitaria al aprendizaje de una función con carácter social, sería soslayar los objetivos perseguidos por la institución universitaria desde su origen. En la universidad se aprendía lo que era más necesario para la vida. En este sentido, el profesor Ahedo intenta también una reflexión sobre la finalidad última de lo que significa aprender. Según el autor, desligar el aprendizaje de la mejora personal sería un error en el que no debería caer la institución universitaria. Enseñarles a saber más, transmitirles el afán por conocer más y por aprender más debe ser el camino para ser más felices. ¿Acaso no debe ser prioritario enseñarles a descubrir cuál es el sentido de su vida? Por tanto, ¿qué sentido tiene formar a unos buenos profesionales, si no va unido al empeño humano de mejorar el mundo que les rodea? Se trata de dar un sentido a lo que se enseña y aprende el universitario. Esta sería la clave de la universidad. Además, si esto no se aprende en la universidad, dónde lo van a aprender.
Asimismo, Ahedo alerta del peligro del conformismo porque cercena el intento de mejorar como persona. Esto es lo que sucede cuando una verdad parcial de un saber es aceptada de modo totalizante. La universidad es la institución elegida para hacerse cargo de la enseñanza de los saberes, sin renunciar a ninguno, pero ¿qué es lo más alto que se puede enseñar en la universidad? Ahedo, siguiendo a varios autores, insiste en que debe ser el saber superior. Pero ¿tiene alguna relación este saber con la verdad? En el artículo, utilizando los argumentos de Newman, se recalca que el saber superior es precisamente el que nos ha de ayudar a mejorar como persona y transformar la sociedad en un lugar de convivencia mejor. No obstante, hay que asumir que el relativismo imperante ha reducido al absurdo la cuestión sobre la utilidad de la verdad, puesto que poca gente admite hoy la existencia de la verdad.
También, Ahedo reflexiona sobre el estatus del profesor universitario. En este sentido, señala que educar debe perfeccionar también al educador, dado que no somos meros transmisores, sino que el profesor ayuda a descubrir a los estudiantes lo realmente relevante para su vida. Esto influye sobre la metodología empleada, puesto que enseñar no es solo comunicar o transmitir. En el origen de la universidad, el profesor era contemplado como modelo: el estudiante no solo aprendía de su maestro, sino aprendía sobre todo con él. ¿Realmente estamos dispuestos a prescindir de esta realidad? En el fondo, Ahedo advierte del peligro de convertir la universidad en una academia. Por tanto, la tarea principal del profesor, añorando el objetivo de la institución universitaria en su origen es ayudar a cada estudiante a buscar la verdad sobre sí mismo, para perfeccionarse y sobre el mundo para no conformarse y tratar de mejorarlo. Conviene no olvidar que la universidad es una escuela al servicio de la verdad.
[1] Ahedo Ruiz, J. (2016). La universidad: una escuela al servicio de la verdad. Revista Complutense de Educación, 27 (2), 517-532.
Cómo citar esta entrada:
Ahedo Ruiz, J. (2016). Aula Magna 2.0. Revistas Científicas de Educación en Red. Aula Magna 2.0. [Blog, 4 de noviembre de 2016]. Recuperado de: http://cuedespyd.hypotheses.org/2164
Tomado de Aula Magna 2.0 con permiso de los editores del blog
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