I discern the love of money at the bottom of the disintegration of the American university. Robert Maynard Hutchins, The university of Utopia (1953)
Un pedrusco en el zapato de las universidades públicas
La reacción de las universidades ante el reciente escándalo del máster ful ha consistido principalmente en insistir en que se trata de un incidente aislado, que difícilmente se puede dar o repetir, y en reclamar que se llegue al fondo del asunto, lo cual, desde luego, es inexcusable. Adicionalmente, en algunos casos, en pedir más autonomía (lo que, en esta ocasión, resulta por lo menos paradójico) o proclamar que el mercado dará solución a problemas que en buena parte el propio mercado ha generado.
Una lástima, porque el caso, a raíz del cual se han aireado muchas otras situaciones poco ejemplares y que puede haber deteriorado considerablemente la reputación del sistema universitario, debería dar lugar a reflexionar críticamente, en cada universidad pública y en el conjunto de todas ellas, sobre dos cuestiones que afectan gravemente a su moral y a su prestigio, a saber, las entidades parauniversitarias y los títulos de posgrado.
Nebulosas a veces demasiado lejanas
Las universidades públicas pueden crear o participar en entidades con personalidad jurídica propia y muchas han utilizado a fondo esta posibilidad para canalizar actividades de transferencia o de formación no reglada o incluso reglada (algunos centros adscritos a universidades públicas han sido creados por ellas mismas, lo cual les permite ofrecer títulos oficiales a precios privados y relajar las condiciones de selección y contratación del profesorado). Tales entidades gozarían de mayor flexibilidad que las propias universidades y les aportarían fondos para complementar sus escasos presupuestos.
El resultado ha sido la ausencia de control democrático sobre las actividades de dichas instituciones que, a su vez, han creado otras entidades todavía más difíciles de controlar o han establecido convenios con centros de formación privados para dar una pátina de prestigio a las actividades de formación de estos últimos. Así, en ellas han tenido lugar los mayores casos, detectados por los órganos públicos de fiscalización, de uso indebido de fondos. Por otra parte, los beneficios previstos no siempre se han materializado y con frecuencia han servido más para completar las nóminas de algún profesorado que los presupuestos de las universidades.
Un bosque espeso con especies variopintas
Entre los problemas del sistema vigente de títulos universitarios, los acontecimientos recientes han puesto de actualidad los que aquejan al posgrado.
Desde la Ley de reforma Universitaria (LRU, 1983) las universidades pueden ofrecer enseñanzas conducentes a “diplomas y títulos propios” (“otros títulos”, en la vigente Ley Orgánica de Universidades −LOU−, de 2001). En aquel entonces no había en España títulos, oficiales o no, que se llamaran de máster, salvo los MBA. Pero muchos personajes públicos lucían sus másteres o incluso sus PhD, obtenidos en célebres universidades americanas. En el contexto de crecimiento económico de la prodigiosa década de los 80, tener un máster pasó a ser un elemento de prestigio, lo que generó la correspondiente demanda. Había una mina a punto de explotar y de ser explotada. Las universidades, a través de sus fundaciones y similares, y toda clase de instituciones privadas ofrecieron programas de formación muy diversos en cuanto a precio, calidad, duración y contenido. Y a muchos los llamaron másteres, denominación entonces no regulada que no interfería con las de los títulos oficiales de segundo ciclo (“Licenciado, Arquitecto o Ingeniero”, según el artículo 30 de la LRU), cuya exclusividad todo el mundo respetaba escrupulosamente.
Pero, con la peculiar aplicación española de la Declaración de Bolonia, los dos primeros ciclos de las enseñanzas universitarias han pasado a denominarse grado y máster y se ha suprimido el catálogo de títulos, substituido por un registro. Las universidades públicas y privadas pueden proponer títulos, que son oficiales si superan los trámites correspondientes. Además, están facultadas para establecer diplomas y, aunque puede parecer innecesario por la gran flexibilidad de que gozan en la creación de títulos oficiales, títulos propios.
Por consiguiente, las universidades ofrecen títulos oficiales de máster (llamados másteres universitarios; más de 3.500 ahora mismo, con un incremento del orden de un 40% en siete años) y pueden ofrecer, en competencia o al alimón con entidades privadas, títulos propios de máster (que no son másteres universitarios). También puede darse el caso de que un máster no universitario de una institución privada no universitaria obtenga algún tipo de reconocimiento por parte de una universidad pública, posiblemente a través de alguna fundación o instituto (que no debería confundirse con los institutos universitarios de investigación). Estas titulaciones conviven con los llamados másteres, no oficiales, previos a la reforma del sistema de títulos.
Confusión total. Y eso a pesar de que la LOU establece que sólo podrán utilizarse las denominaciones propias de los “títulos de carácter oficial y validez en todo el territorio nacional” cuando hayan sido autorizadas o reconocidas de acuerdo con lo que dispone la propia ley. La cual también indica que “no podrán utilizarse aquellas otras denominaciones que, por su significado, puedan inducir a confusión con aquéllas”.
Algo tiene que cambiar para que no cambie todo
Los problemas de las universidades públicas han de ser analizados y resueltos, en primer lugar, por las universidades públicas mismas, sin perjuicio de que ello requiera cambios de regulación de algunos aspectos de la actividad universitaria.
Cada universidad debería revisar la necesidad, las funciones y los sistemas de control de cada una de las entidades que de ella dependen. Seguramente, en algunos o en muchos casos se debería proceder a suprimirlas o a fusionarlas, aunque sólo fuera para hacer posible que los órganos de las universidades y los organismos públicos de control de cuentas puedan ejercer las funciones de supervisión que les corresponden. Y sus presupuestos deberían incorporarse al de la universidad correspondiente. Así cumplirían, como preceptúa la LOU, su “obligación de rendir cuentas en los mismos plazos y procedimientos que las propias universidades”.
Se impone, por otra parte, como tarea conjunta de universidades y administraciones una revisión del sistema de títulos y de sus denominaciones.
Lo decisivo es que se tenga conciencia de los problemas y de la necesidad y la urgencia de resolverlos. De poco sirven las leyes si nadie se preocupa de cumplirlas ni se ocupa de hacerlas cumplir.
Sin cambios profundos, los gérmenes seguirán activos, con los consiguientes efectos sobre la salud y la vulnerabilidad de nuestro sistema de universidades públicas.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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