Herbert George Welss (1866-1946), dijo en una ocasión: “no hay inteligencia allí donde no hay cambio ni necesidad de cambio”. Parecería que estaba complementando la famosa frase del filósofo Heráclito de Éfeso enunciada entre el siglo VI y V a. C., “nada es permanente salvo el cambio”. Si con estas frases en mente dirigimos nuestras reflexiones hacia instituciones como las universitarias, sería fácil imaginarlas como entes preocupados por enfrentarse de manera continua a la necesidad de afrontar la incertidumbre del futuro a través de un proceso evolutivo continuo de su cultura, capacidades y formación. ¿Por qué lo creo?
Empecemos describiendo la jerarquía universitaria, que está basada en una cadena de mando con dos cabezas visibles, el Rector y el Gerente. El resto de la jerarquía se va subdividiendo en decenas de subestructuras que van desde los Vicerrectores y el Secretario General, pasando por Directores/Decanos y Subdirectores/Vicedecanos de Escuelas/Centros, Directores de Departamentos y de Áreas, Directores de Institutos de investigación, Vicegerentes, Servicios Centrales, Secretarías…, hasta llegar a un simple profesor o un simple profesional de administración y servicio. Además, una gran parte de los miembros del personal universitario PDI y PAS se caracterizan por tener una edad media elevada y, por si no fuera poco, el desarrollo de su proceso evolutivo ha venido caracterizado habitualmente por haber sido bastante individualista, como no ha podido ser de otra manera si se tiene en cuenta el devenir universitario. Esto hace que el PDI/PAS manifieste casi siempre un comportamiento autónomo a la hora de tomar decisiones colectivas.
Sigamos analizando el sentido de pertenencia de cualquiera de esas subdivisiones o miembros con respecto a la institución que suele ser muy parco en matices. Normalmente es muy fuerte en relación con sus actividades específicas; más débil en relación con el entorno administrativo más cercano, y más que débil cuando se hace referencia a su institución.
Continuemos observando globalmente la oferta de enseñanza de nuestras universidades. Salvo contadas excepciones, se ve que se encuentran en un estadio de hipermadurez y competencia imitativa: mismos títulos, mismos programas, similares contenidos, idénticos formatos, igual bibliografía y profesores con la misma trayectoria (distinguidos, en todo caso, por su capacidad investigadora).
Aunque es cierto que la estructura jerárquica es necesaria para que una organización funcione, por todo lo dicho creo que puedo afirmar que no es menos cierto que nuestras universidades están entumecidas por el organigrama, la división entre las funciones, el individualismo, la burocracia, la falta de sentido de pertenencia a la institución, el conservadurismo y la comodidad que proporciona la uniformidad nacional.
En el caso de las universidades públicas parte del problema es político. El ministerio es bastante proclive a uniformizar y a no arriesgarse con innovaciones de gobernanza. No conozco a fondo la historia de la Universidad Española, pero vista la desconfianza reinante, que se refleja de manera continua en el BOE, ha debido haber sobresaltos sonados que expliquen tanta reticencia, suspicacia, recelo o cautela. Otro parámetro del problema está relacionado con las estrategias que se utilizan habitualmente en nuestras universidades a la hora de resolver problemas. Estas estrategias, normalmente enmohecidas, suelen generar soluciones incrementales descafeinadas.
¿Qué se puede hacer entonces para innovar? En una esclarecedora conferencia de la Fundación COTEC a la que pude asistir, oí la siguiente definición de innovación: “todo cambio (no sólo tecnológico) basado en el conocimiento (no sólo científico) que genera valor (no sólo económico)”; definición apostillada por la afirmación de que la innovación es un reto colectivo.
Si ello es verdad, parece evidente que para que una universidad pueda hacer frente a los nuevos desafíos se hace necesario un diseño organizativo más repartido y colaborativo. Evidentemente hay que mantener la actual estructura que está dedicada a hacer lo que ya sabemos hacer, intentando mejorar cada día su eficacia, su eficiencia y su calidad. Y, en paralelo, otra más ágil, menos jerárquica, y más colectiva dedicada a la búsqueda de soluciones a los posibles desafíos futuros. De hecho, esos desafíos futuros normalmente no están tan lejos en el tiempo y se ven venir a poco que uno dedique tiempo a leer y relacionarse. El ritmo del cambio en la calle es de todos conocido y puede adjetivarse, como mínimo, de más rápido que el ritmo de cambio universitario.
La estructura del tipo de gobernanza jerarquizada, altamente centralizada y burocratizada que nos han y nos hemos dotado, es fácilmente representable por una red del tipo árbol. Personalmente opino que es necesario ampliarla mediante otra estructura más distribuida y colaborativa que vendría representada por una red del estilo que muestran las redes neuronales, que se caracteriza por la ausencia de un centro individual. La razón para seleccionar esta topología es que los grupos universitarios se supone que están formados por personas inteligentes y, si ello es verdad, en estos casos la inteligencia del grupo es mayor que la inteligencia del miembro más inteligente del grupo. Pero para extraer esa inteligencia hay que permitir que los miembros del grupo se comuniquen libremente y trabajar con el grupo de manera adecuada.
Empecemos a repensarnos; convirtamos nuestros problemas en retos y nunca en obstáculos. Hablemos con nuestro ministerio y pidamos confianza ofreciendo sinceridad. Estoy convencido que esta doble red de gobernanza planteada es necesaria para convertir a las universidades en innovadoras. Por ello finalizo parafraseando las palabras que Francis Scott Fiztegald dijo en 1936 alabando a Luis Buñuel: “la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para implementar al mismo tiempo dos ideas diferentes en la misma institución y seguir conservando la capacidad de funcionar
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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