Desde el pupitre del estudiante, la universidad se ve de manera diferente. Mi experiencia este año en la universidad española, teñida por cierta desilusión, me lleva a escribir estas líneas, con el ánimo de poder trascender las conversaciones y quejas entre compañeros y llegar a un espacio de debate constructivo.
Como estudiante, uno llega a la universidad con la esperanza de encontrar los conocimientos que le formarán como persona y ciudadano. Y, si bien, por supuesto, la mayoría de los profesores corresponden tales expectativas, es cierto que algunos otros no.
En mi experiencia en la universidad, he encontrado profesores que no vienen a clase, o pierden la mitad del tiempo lectivo con sus retrasos, improvisan manifiestamente la lección, no siguen ningún tipo de programa, expresan su indiferencia ante el curso enseñado… Éstas son realidades que, aunque no habituales, se dan hoy en día en nuestras universidades.
En estos casos concretos –que, es preciso resaltar, no son tan frecuentes–, como estudiantes, es fácil que nos frustremos y, en último término, sintamos cierta decepción. Muchos de nosotros, en estos casos, caemos en una espiral que nos lleva a perder nuestra motivación inicial. Muchas veces, además, estos profesores no reciben una crítica constructiva que les permita mejorar. En esta situación nadie sale beneficiado: los docentes quedan indiferentes y nosotros desorientados. No es culpa de ninguno de los dos; creo que, por el contrario, simplemente hay una falta comunicación entre las partes.
Nosotros sabemos de la importancia y la grandeza de la universidad. Es más, venimos con ganas de beber de ella y empoderarnos: la universidad es el futuro de nuestra sociedad, el núcleo de nuestros horizontes. De manera que ¿cómo podríamos volver a estimular esa inquietud por enseñar en aquellos docentes faltos de ilusión? ¿Cómo podemos mejorar estas situaciones para crear espacios educativos sanos para alumno y profesor?
Un lugar por el que comenzar sería aumentar los estímulos positivos que damos al profesorado en nuestras instituciones. Por ejemplo, instaurar premios anuales a los mejores docentes, basándose en los votos tanto de colegas como de estudiantes. Ello incentivaría un mayor dinamismo pedagógico y dinámicas más interactivas, involucrando y motivando de igual manera a estudiante y docente. Algo tan simple y simbólico como esto introduciría en el debate público de la universidad el crucial tema de la mejora de nuestra educación, y nos permitiría fortalecer nuestras relaciones para, juntos, emprender esta tarea.
De la parte de los estudiantes, por supuesto, también hay responsabilidad, y creo que más de uno de nosotros estaría dispuesto a aceptarlo y mejorar. Pero para unir nuestros esfuerzos y hacerlo colectivamente, docentes y estudiantes, es preciso que nos comuniquemos; que nos expresemos y que compartamos nuestras inquietudes entre nosotros. Para llegar a ideas innovadoras necesitamos pensar juntos.
Es por ello que creo que el diálogo es no solo necesario, sino que guarda un gran potencial para la educación. Un diálogo más allá de los rígidos marcos institucionales de los consejos universitarios, quizá enmarcado en metodologías nuevas, voluntarias y sugerentes. En espacios innovadores donde administradores, docentes y estudiantes pudieran discutir e intercambiar ideas con miras en mejorar nuestra educación y el ambiente laboral universitario, así como la calidad de nuestras instituciones educativas. Donde veamos como la inquietud del profesor no tiene porque ser incompatible con la del estudiante. Y donde juntos podamos luchar por una mejora de nuestra educación y de nuestro día a día.
En la universidad, como en todo lugar, no todo es ideal. Pero para luchar por que lo sea, debemos partir de la comunidad de experiencias. Y el diálogo es clave para emprender ese camino.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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