Es bien sabido que la carrera académica disciplina la paciencia del investigador hasta el punto de que este puede llegar a sentir, a imitación de la clásica película de Tony Richardson basada en la novela de Alan Sillitoe, la soledad del corredor de fondo. Sin embargo, la independencia de espíritu que acompaña al protagonista de esta historia, un joven inglés que consigue cierto prestigio como atleta en el reformatorio al que lo han enviado, se ausenta tantas veces de la vida de un investigador. Para este, la carrera académica se convierte en una soledad sin independencia, en la que se vive condicionado por la precariedad económica o por la diferencia en los rangos académicos. No en vano, en un polémico trabajo asentado sobre la obra de Max Weber, Kari Palonen afirmaba que hay más objetividad en la política que en las ciencias sociales. Para este teórico finlandés, la objetividad no es una cualidad del objeto estudiado, sino un fruto que nace de la suma de perspectivas sobre un mismo asunto. De esta forma, mientras en la política parlamentaria cada parte añade una visión sobre el tema con cierta libertad, en la academia la diferencia de rangos impide una conversación igualitaria y, por tanto, dificulta la objetividad en el estudio.
Es posible que esta ausencia de una conversación igualitaria en el seno de la academia no nazca solo de la institucionalización de los rangos, sino también de las propias diferencias en el conocimiento. De forma habitual, la presencia de un profesor brillante dificulta la toma de palabra por parte de los investigadores jóvenes, que no encuentran ni la materia ni la forma para preguntar o responder. Pero, más allá del carisma del profesor, que sin embargo es digno de elogio, no es insólito que la academia utilice la jerarquía para impedir la conversación. Es el caso de algunos congresos académicos, en los que la categoría profesional del coordinador de una mesa es tomada como medida para los posibles comunicantes de la misma, de manera que nadie cuya situación laboral sea jerárquicamente superior a la del coordinador pueda participar de aquella mesa. Si, por su estructura, los congresos académicos impiden profundizar en los aspectos sustanciales de una investigación, al menos en las humanidades, la jerarquización de los mismos en términos que impidan aún más la conversación no parece una buena forma de progresar y de mejorar el trabajo de los investigadores.
Aunque la jerarquía sea un problema para la conversación entre investigadores, no es, sin embargo, la causa principal de la soledad del investigador. La precariedad en el reconocimiento juega aquí un papel fundamental. El investigador se encierra las 24 horas del día en un tema que no le importa a nadie y, para colmo de males, utiliza un lenguaje propio que impide su transmisión fuera de la academia. Así, lo que para el investigador es una profesión de fe en su tema de investigación (y como profesión tiende a publicitarse), suele en realidad quedar limitado al ámbito privado, careciendo, entonces, de cualquier reconocimiento público. Asignada al campo de la pasión, la investigación, y especialmente la investigación humanística, tiene dificultades para ser considerada de utilidad pública y casi hasta un trabajo, de manera que la ausencia de reconocimiento público puede tornarse en dificultades para la vida privada. En definitiva, aunque el investigador crea consagrarse como un monje moderno que se retirara a su convento para el estudio, unos pocos años de carrera pueden revelarse, en realidad, como un pequeño empujón hacia las catacumbas, en las que la falta de una voz pública dificulta incluso el culto privado.
En medio de este panorama, en el que jerarquía, ausencia de reconocimiento y precariedad económica asolan al investigador, cobra una importancia singular la figura del compañero, aquel que tiene una situación laboral similar a uno mismo. Si el problema de la jerarquización de la universidad es que establece diferencias en el acceso a la palabra, enmarañando el avance en la investigación, el compañero puede ser aquel con quien se conversa en situación de igualdad. Con un compañero, la verticalidad en la relación deja paso a una horizontalidad en la discusión que permite desentrañar y desgranar una investigación en curso, sacando todas las potencialidades de la misma, corrigiendo errores y aprendiendo de la propia discusión. Aunque esta afirmación carezca de base académica, en mi propia experiencia los grupos en los que más y mejor avanza la investigación son aquellos grupos en los que la jerarquía no impide la toma de la palabra en condiciones de igualdad.
Además de una ayuda técnica, el compañero puede ser un estímulo para la investigación. Ante la ausencia de reconocimiento externo, el interés de los compañeros puede ser una motivación para seguir trabajando y profundizando en la investigación. La cuestión de la comunidad no es baladí; incluso en la vida monacal, las comunidades actúan como sustento de la vida del monje, que necesita concretar su vocación en la relación con unos iguales. Del mismo modo, la vocación del investigador, por muy dirigida que esté hacia su objeto de estudio, necesita el acompañamiento de alguien en situación de igualdad; alguien con quien discutir su tema de investigación hasta la saciedad, pero también alguien que conozca y comparta los tiempos del investigador. Puede parecer poca cosa, pero, tras una jornada maratoniana de biblioteca, es posible que un doctorando no quiera hablar de su tesis. Conocer esos tiempos y darse el relevo a la hora de hablar de las investigaciones propias puede ser una ayuda impagable a la precaria salud mental de los investigadores.
Así pues, el compañero es una figura central para un investigador, alguien que discute y reconoce los propios méritos. Ante la ausencia del reconocimiento externo la universidad puede ser vista como un monasterio, pero también, y así lo señala Derrida, como una ciudadela carente de muros, perpetuamente sitiada por condicionamientos externos. De esta forma, ante la amenaza de la precariedad económica, es comprensible que la universidad gire su interés hacia temas de investigación que proporcionen un mayor rédito, que permitan la supervivencia económica. Para ser, sin embargo, sans condition, Derridadixit, la universidad debe estar abierta a un acontecimiento, a algo no previsto que irrumpa poniendo de vuelta los propios temas. Aquí, la figura del compañero resulta particularmente reveladora, porque, frente a la soledad del investigador, el compañero aparece abriendo horizontes nuevos, haciendo posible lo que parecía imposible.
No se trata, sin embargo, de elogiar al compañero hasta el límite, ni de convertirlo en un nuevo soberano universitario, ni de trocar las jerarquías actuales para poner a nuestros compañeros en el lugar de los catedráticos. De hecho, estos pueden, y tantas veces lo hacen, asumir ese papel (incluso la figura del maestro podría ocupar una función similar). Se trata, más bien, de hacer hincapié en la importancia de la discusión pública y en promover una relación entre los compañeros que sea más comunitaria que competitiva. De la misma forma que el investigador solitario que se dedicaba íntimamente a su tema de investigación descubre un horizonte nuevo con sus compañeros, así también la universidad, favoreciendo la creación y el trabajo de los grupos, puede encontrar la forma de aliviar las precariedades que la asolan. Allí donde se hace funciona, pero, sobre todo, se mitiga la soledad del investigador.
Tomado del blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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