En 1999 se firmó la Declaración de Bolonia, en la que 29 ministros de educación acordaron un documento breve cuyo principal objetivo era fomentar la libre circulación en el sistema europeo universitario. Recordemos los puntos principales del acuerdo; i) la adopción de un sistema basado esencialmente en dos ciclos, grado y postgrado; ii) el establecimiento de un sistema de créditos común –ECTS-; iii) la promoción de la movilidad, eliminando los obstáculos para la libre circulación académica; iv) colaboración europea en la garantía de calidad con criterios y metodologías comparables, y v) colaboración interinstitucional.
Quizá con la mirada de 2019 nos parezca un acuerdo de mínimos, pero es importante recordar el contexto europeo en el momento de la Declaración. Apenas trece años antes se había firmado el Acta Única Europea, destinada a eliminar las trabas a la libre circulación de mercancías. En 1999 se introdujo el euro en los mercados financieros, que tardaría tres años más en convertirse en moneda común. La educación —y, por ende, la educación superior— no se reconoció oficialmente como un ámbito de competencia de la Unión Europea hasta el Tratado de Maastricht de 1992.
Hablar de movilidad era una apuesta novedosa y nada obvia. Recordemos que los acuerdos de Schengen se hicieron efectivos en 1995 solo para 7 países y en 1999 se integró en el marco institucional y jurídico de la Unión Europea.
En España la Declaración de Bolonia no ocupó portadas, ya la situación política y económica acaparaba las noticias. En lo que a la universidad se refiere, una joven CRUE se había constituido en 1994 y las aulas universitarias estaban en máximos históricos. Los perfiles investigadores eran minoritarios, el número de doctores escaso y los sexenios de investigación recién estrenados. En las universidades se hablaba con timidez de planes estratégicos.
En Europa la Declaración supone un punto inicial desde el que avanzar. Así, en el año 2000, se crea una red europea para promover la calidad. Nacía la European network for Quality Assurance in Higher Education (ENQA). En el comunicado de Berlín de 2003, los ministros invitaron a la ENQA a que, en cooperación con la EUA (European University Association), la EURASHE (European Association of Institutions in Higher Education) y la ESIB (desde 2007 ESU, European Students Union) “desarrollaran un conjunto de estándares de calidad y exploraran formas de asegurar un sistema adecuado de revisión de los sistemas de calidad”. En 2005 se publican los estándares europeos de calidad para instituciones de educación superior y agencias (European Standards Guidelines, ESG). El registro EQAR se constituye en 2008, al que pertenecen agencias que cumplan dichos estándares. En su adaptación a Bolonia, la regulación española se centra en la nueva configuración de títulos y en los ECTS. El breve documento, firmado en 1999, provoca una cascada de transformaciones legales y organizativas. Se pasa del catálogo cerrado de primer y segundo ciclo a un registro en el que se inscribirán los nuevos títulos oficiales de grado y posgrado. Se crean las agencias de acreditación de la calidad y se aprueba el decreto 1393/2007, que obliga a que los títulos oficiales estén acreditados por una agencia registrada en EQAR, para asegurar el cumplimiento de los estándares europeos.
En España, en 2010 todos los estudiantes de nuevo ingreso se matricularían en las nuevas titulaciones. Según se acercaba la fecha, la universidad estaba bastante dividida. Había quienes veían en el proceso una oportunidad de modificar metodologías en una adaptación a las nuevas formas de aprendizaje centradas en el estudiante; había quienes veían las ventajas de la movilidad por Europa; había quienes veían en esta reforma un retroceso para la actividad investigadora, al requerir más esfuerzos docentes; había quienes veían una pérdida de identidad académica al dejar flexibilidad a los títulos; había para quienes el proceso de Bolonia solo significaba un proceso burocrático; y había para quienes significaba una oportunidad para ofertar más créditos. Para las organizaciones estudiantiles más críticas, únicamente significaba una excusa para aumentar el precio de los estudios universitarios. Esto, unido a la gran inversión de tiempo y recursos para formalizar tanto la verificación de títulos nuevos como los que fueron meras adaptaciones de licenciaturas anteriores, hizo que el proceso de Bolonia no se entendiera y no contara con demasiada aceptación social. El camino no ha sido fácil: en las universidades españolas había que transitar de un modelo previo con mucha inercia a una oferta innovadora de futuro, en un contexto interno con gran inestabilidad en la política de educación superior. Todo metido en la coctelera, hizo que un acuerdo que suponía un avance en derechos para los y las estudiantes, un mayor desarrollo de la autonomía universitaria, y una convergencia con los países más avanzados en Educación Superior, se estuviera convirtiendo en una pesadilla para los equipos rectorales. Por otra parte, los procesos de aseguramiento de la calidad de los títulos universitarios han sido excesivamente rígidos, costosos y atomizados, y en parte nos han nublado la visión global de la universidad.
Y así hemos llegado a 2019: ¿Se podía haber hecho mejor? Seguro. ¿Se podía haber hecho lo mismo con menor coste? Seguro también. Pero, ¿se podía haber hecho algo mejor y con menor coste con los mimbres que teníamos? Difícilmente.
De hecho, el proceso ha traído consigo resultados positivos claros. La movilidad estudiantil se ha duplicado en los últimos diez años: más del 20% de estudiantes en el estado español salen fuera a completar sus estudios. La posibilidad de realizar prácticas externas, ya sean curriculares o voluntarias, se ha extendido en todas las titulaciones. La información pública y la transparencia en los resultados se cumple de manera generalizada. Las instituciones universitarias han interiorizado la mejora continua en su actividad, y se provee de instrumentos para ofertar una formación que integre las nuevas formas de aprendizaje y las nuevas fuentes de generación y difusión de conocimiento. Todo ello bajo el paraguas de los estándares europeos de calidad ESG. Bolonia ya es una realidad, un proceso que se asienta y evoluciona.
Más allá de 2020
Los objetivos de los acuerdos europeos van más allá de los puntos de la declaración de 1999. En el comunicado de Londres en 2007 Hacia el Espacio Europeo de Educación Superior: respondiendo a los retos de un mundo globalizado, cobró protagonismo el aprendizaje centrado en el estudiante, lo que se reflejó en los estándares de calidad europeos renovados en 2015 (ESG 2015). En cambio, la dimensión social que también contenía este comunicado, no tuvo el mismo reflejo en los nuevos estándares. Esta dimensión se ha incrementado en el comunicado de 2018 de los ministros en París, en el que se interpela directamente al papel de la educación superior para suministrar soluciones a problemas sociales como la polarización política, el desempleo, la desigualdad social o la migración. También se refiere a su papel clave en la mejora de los debates públicos y en proveer a los estudiantes de actividades vinculadas a la investigación e innovación en todos los niveles de la educación superior. Estos compromisos están en línea con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), aprobados en 2015 por la ONU y, en los foros europeos de las agencias de calidad se entiende ya que la dimensión social debe formar parte de nuestro cometido.
No cabe duda de que en las agencias tenemos varios retos importantes: agilizar los procesos de evaluación, promover la innovación educativa centrada en el estudiante e incorporar la dimensión social en nuestros protocolos. Estamos en un buen momento para darle un buen impulso a estos retos. La acreditación institucional es una oportunidad para acometer una evaluación integrada de las instituciones de educación superior con sistemas de calidad maduros. La mirada externa de la agencia debe ser un instrumento útil para mejorar la formulación de objetivos y la coordinación interna de los centros, pero también para destacar las buenas prácticas y los elementos diferenciales de la formación que ofertan. Por supuesto, el modelo actual también permite reconocer la diversidad. En Unibasq, por ejemplo, asignamos menciones de formación dual, internacional, o de innovación metodológica a grados y másteres. Avanzando en esta línea, la visión global de un modelo acertado de evaluación institucional, enfocada en centros entendidos más allá que la mera agregación de sus títulos, facilitará la identificación de actividades transversales y de su impacto en la formación integral de sus estudiantes.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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