El 19 de junio de 1999 veía la luz la Declaración de Bolonia o, lo que es lo mismo, uno de los mayores desafíos del escenario universitario de los últimos tiempos: la construcción de un Espacio Europeo de Educación Superior (EEES). Se trataba de consolidar una “ciudadanía europea de valores compartidos y pertenencia a un escenario social y cultural común”, bajo los principios de un homologable edificio de titulaciones, el fomento de la movilidad de la comunidad universitaria, la puesta en marcha de sistemas internos de garantía de la calidad y, entre otros aspectos, la renovación de las metodologías en cuanto a las maneras de aprender y los estilos de enseñar. Que veinte años no es nada, como se canta en el famoso tango de Carlos Gardel, “Volver”, es cierto; pero también lo es, que puede ser un momento propicio para hacer un balance en profundidad de los logros conseguidos y los déficits que han quedado por el camino.
Con el objetivo de impulsar o apoyar esta evaluación rigurosa, sin duda necesaria, y ante la imposibilidad de agotar aquí una temática amplia y compleja, que afecta a la concepción misma de la universidad, con una gran cantidad de aristas (estructura de los estudios, conexión con el mercado laboral de nuestros egresados, suficiencia financiera para implementar las mejoras, política de tasas y becas, precarización de las plantillas de profesorado, especial atención a los procedimientos de mejora de la calidad, incluso, un nuevo modelo de transparencia y gobernanza universitaria, etc.), me centraré en dos aspectos que han sido nucleares en la apuesta boloñesa: la inexcusable renovación de las metodologías docentes y el decidido impulso por la internacionalización de nuestras instituciones universitarias. Ambas, sin duda, hoy por hoy, con una calificación en los exámenes parciales de, al menos, “necesita mejorar”.
Los estilos de enseñar y las maneras de aprender, ancladas en un rancio tradicionalismo (uso exclusivo de la lección magistral y pasividad a ultranza del estudiante), deben ser definitivamente desechadas, profundamente renovadas. Ya no es suficiente la transmisión de contenidos condenados a una vertiginosa caducidad, se trata -ahora- de construir competencias, de enseñar a pensar de forma crítica, de sedimentar actitudes, de aprender habilidades y destrezas a través de un fuerte componente de prácticas curriculares capaces de conectar al estudiante con el mercado laboral, en definitiva, de asumir herramientas que permitan aprender a aprender y transformar la información en conocimiento; de la omnipresencia del profesor como única fuente de información y eje neurálgico del modelo de enseñanza, se pasa a la centralidad del estudiante y la relevancia de un proceso de aprendizaje significativo y de calidad.
Estos cambios curriculares, como no puede ser de otra manera, exigen repensar el rol desempeñado por alumnos y profesores. Si el estudiante debe asumir un papel activo, en una apuesta cómplice con el aprendizaje autónomo y una sensibilidad especial por las actividades prácticas cooperativas, el profesorado debe ser consciente que el saber es algo imprescindible, pero no suficiente para saber enseñar, lo que implica una necesaria capacitación pedagógica orientada a asumir un peso específico de liderazgo en el aprendizaje y preparación del futuro profesional de sus estudiantes. “Aprender a desaprender” las inercias y rutinas en las que nos refugiamos en nuestra zona de confort, impulsar la creatividad en los procesos de enseñanza-aprendizaje, integrar las TIC como un recurso educativo, desarrollar actividades de trabajo en equipo, favorecer escenarios para compartir buenas prácticas, o difundir una correcta cultura de innovación docente y de mejora de la calidad educativa (ver aquí), se presentan como algunas de las herramientas inexcusables para convertir la necesidad del cambio en oportunidad de mejora.
Bien es cierto que la evolución experimentada por nuestras universidades en los últimos años requiere una suficiencia presupuestaria que posibilite los recursos necesarios para operativizar los nuevos modelos propuestos. Un ajustado número de estudiantes por aula que permita una atención más individualizada por parte del profesorado, espacios físicos adecuados a las metodologías innovadoras, tutorización académica y profesional en las prácticas curriculares y externas o servicios de asesoría pedagógica para estudiantes y profesores, como ya planteó la Comisión para la Renovación de las Metodologías Educativas en la Universidad, en su estudio/informe de 2006 (ver aquí), son algunas medidas estratégicas a desarrollar por nuestras universidades.
Otro de los ámbitos en el que los cambios pueden tener una mayor incidencia es la internacionalización de las instituciones de educación superior y la apuesta por la movilidad de los miembros de la comunidad universitaria; también en este caso, como decíamos al inicio, la realidad es manifiestamente mejorable. Más allá del Programa Erasmus y el trasvase de estudiantes experimentado durante estos últimos treinta años de vigencia (somos el tercer país europeo en el envío y primer receptor de estudiantes foráneos), hay que decir que un 92% de nuestros alumnos realiza toda su formación universitaria en España, sin tener la posibilidad de conocer otros sistemas educativos, siendo -igualmente- escasa la participación del profesorado en estas visitas o intercambios con otros centros docentes; nuestro nivel de idiomas, pese a los recientes esfuerzos de multilingüismo de los niveles no universitarios están muy por debajo del resto de los países de nuestro entorno y las políticas universitarias encaminadas a la mejora de la competencia lingüística apenas calan en nuestros estudiantes y el resto de los miembros de la comunidad universitaria.
Por otro lado, pese a la infinidad de convenios firmados por las universidades españolas, apenas somos capaces de aprovechar las plataformas virtuales de la sociedad-red a la hora de establecer vínculos de colaboración, tanto académica como de cooperación con universidades europeas o latinoamericanas. La digitalización nos ofrece la posibilidad de salvar las barreras físicas y profundizar en una colaboración cercana y útil para nuestros objetivos; espacios virtuales, redes internacionales de colaboración, la apuesta por compartir titulaciones y actividades de formación, son aspectos inexcusables para las universidades del siglo XXI. Hay que volver a incidir en que la internacionalización de las instituciones de educación superior no puede agotarse en la movilidad de una minoría de estudiantes e investigadores, sino que debe convertirse en una política estratégica transversal que afecte a todas las áreas de la realidad universitaria: docencia, investigación y gestión.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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