Por Óscar Barberá
Facultat de Magisteri de la Universitat de València
(Tomado de Aula Magna con la autorización de sus editores)
La universidad podría ser mejor. Todos los que hemos pensado así alguna vez —lo que denota interés, puede que hasta afecto, por la institución—, lo hemos hecho tras sufrir alguna decepción que ha provocado en nosotros una respuesta primaria modelo, efecto de la decepción por un servicio defectuosamente prestado: habría que regular mejor lo que queremos que la universidad sea. Esa respuesta primaria nos lleva, con mayor o menor grado de consciencia, a idear procedimientos para asegurar que las personas responsables hagan lo que creemos que deben hacer para que la universidad preste el servicio deseado. Sólo así nos protegeremos de los perniciosos efectos que sobre el buen funcionamiento de la institución tiene la soberbia y el individualismo inherente al profesor investigador de universidad.
Este indecoroso pensamiento reflejo, que a muchos su prudencia y buena educación no les permite ni siquiera verbalizar, puede convertirse en una incómoda realidad cuando algunas personas, habitualmente de entre los mismos profesores investigadores de universidad, consiguen tener poder sobre la institución universitaria; personas que, naturalmente, creen saber a pie juntillas —y mejor que nadie según ellos mismos— lo que debiera hacerse y no se hace; personas que claudican ante la tentación de ejercer ese poder en la forma que Ken Robinson[1] denomina “command and control”, nuestro ordeno y mando.
No pretendo discutir el efecto que en otra clase de instituciones puede tener este comportamiento, pero en la universidad, que se dedica a la enseñanza y la investigación —dos actividades mucho más parecidas de lo que la mayoría cree—, es muy pernicioso: la educación la llevan a cabo estudiantes y profesores, juntos, en las aulas, y la investigación investigadores formados y en formación, conjuntamente, en laboratorios, archivos, yacimientos, ecosistemas, museos, cultivos, etc.; no tiene lugar en los despachos de los reguladores ni en los de las agencias de evaluación, y cuando a profesores e investigadores, a estudiantes y becarios, se les hurta el criterio, su principal herramienta de trabajo, todo deja de funcionar en el sentido deseado.
Quienes ordenan y mandan, los que saben a ciencia cierta qué le conviene a la universidad, temerosos de que sus indispensables procedimientos a seguir no sean valorados e implementados por quien debiera, idean además un conjunto de incentivos realmente inteligentes para conseguir que aquellas personas sin especial inclinación a servir a los intereses generales, acaben sirviéndolos finalmente mientras se les hace creer que lo que hacen en realidad es servir a los propios, de ahí lo de inteligentes.
No hay que ser muy listo para comprender la necesidad de normas y de incentivos: nuestra profesión ha de estar regulada, lo está de hecho; y a todos nos parece bien ser remunerados por ejercerla, pues para la mayoría supone nuestro medio de vida. Pero confiar el criterio y la responsabilidad a procedimientos e incentivos es algo muy distinto, algo que genera desaliento y desmoralización tanto en la gente que forma parte de la institución como en la profesión misma y en sus practicantes.
Ese tipo de incentivos que inciden en la responsabilidad crean, además, adicción, y generan un nuevo tipo de personas que no existía antes de ofrecerlos: personas que hacen cosas sólo por los incentivos que recibirán por hacerlas. Sabemos mucho acerca de las consecuencias negativas de los incentivos sobre la voluntad, la responsabilidad, la motivación, la autoestima y el autodominio de quienes están sometidos a ellos; hemos acumulado suficientes evidencias de investigación en las últimas décadas[2]como para tener una idea clara del impacto negativo de la política de esta clase de incentivos en la docencia y la investigación universitarias.
Independientemente de las evidencias sobre los perjuicios que causan estos incentivos, una muestra adicional de su mal funcionamiento la ofrecen las nuevas regulaciones que han tenido que idear quienes tanto saben de lo que a la universidad le conviene -en este caso desde las agencias de evaluación, tanto en lo que concierne a los nuevos programas de la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA), como a las nuevas regulaciones de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora (CNEAI)-. Las reglas nuevas, supuestamente más exigentes, son la comprobación del fracaso de anteriores propuestas de regulación mediante las que se ha habilitado a muchas más personas y otorgado muchos más incentivos de lo que el sistema universitario podrá digerir en decenios. Las universidades tienen ahora enormes listas de habilitados ansiosos por ocupar plazas de profesor titular, lo que ha generado unas expectativas imposibles de gestionar; las universidades tienen ahora áreas de conocimiento en las que casi todos sus profesores son catedráticos de universidad, conviviendo con otras en las que los habilitados para ello saben que muy probablemente no se dotará ninguna plaza en su área antes de que alcancen la edad de jubilación forzosa; las universidades tienen ahora departamentos completos compuestos casi únicamente de profesores titulares y catedráticos, a la vez que otros repletos de profesores asociados que nunca obtendrán una plaza de plantilla en la universidad. Se han habilitado con estas regulaciones profesores de gran valía docente e investigadora con la misma facilidad que recién llegados, advenedizos, que consiguieron su nombramiento de profesores titulares o de catedráticos de universidad sin haber mostrado nunca la más mínima curiosidad profesional por la institución universitaria y los fines a los que se debe.Ese fracaso es constitutivo de una regulación que nunca entendió que lo que pretende regular son personas inteligentes, no más que otras, pero lo suficiente como para comprender esta política de regulación e incentivos y acomodarse a ella. Han entendido que deben publicar determinadas cosas y no otras, que deben hacerlo en unas revistas y no en otras, que deben dedicar su tiempo a algunas cosas y no a otras, y la acomodación de sus comportamientos ha ocurrido en coordinación perfecta con editoriales, editores, agencias, comisiones, baremos, etc. Parte de esa coordinación anterior es la que ahora se condena en las nuevas regulaciones: revistas en las que a partir de ahora ya no valdrá la pena publicar, editoriales universitarias que dejarán de publicar a sus profesores de plantilla, etc. Pero dado que quienes persiguen los incentivos son personas inteligentes, resulta capital entender que no existe ningún conjunto de normas posible, no importa con qué nivel de detalle ni de especificidad, capaz de proporcionar lo que los reguladores supuestamente pretenden: que los profesores investigadores de las universidades, entregados, casi obligados, a servir a sus propios intereses individuales, sirvan además a los intereses generales, aquellos por los que hemos decidido tener universidades. Las nuevas normas producirán pronto cambios en los consejos y el carácter de las revistas, asociaciones entre editoriales universitarias para intercambiar autores en sus publicaciones y tantas nuevas formas como sea necesario para conseguir por cualquier medio cumplir con los requisitos que tan poco indican sobre lo que realmente importa[3].
Otro pensamiento reflejo indecoroso relacionado con las plusvalías otorgadas mediante incentivos, conduce a minusvalorar a quienes no los obtienen. Algo en nuestro interior, algo que de nuevo a muchos su prudencia y su buena educación les impide verbalizar, nos dice que, en el fondo, si alguien no demuestra haber cumplido con los requisitos que permiten conseguir los incentivos, alguna razón habrá: bien su capacidad intelectual no está a la altura, bien su compromiso como servidor público no es lo suficientemente firme. Al fin y al cabo, estas personas acaban siendo marginadas del sistema, que precisamente para eso ha sido regulado, para mostrar públicamente quiénes se sitúan en sus márgenes, quiénes han decidido dedicarse a sobrevivir sin los incentivos extraordinarios ofrecidos por lo que hemos convenido colectivamente denominar productividad. Pero ese algo interior también nos susurra que posiblemente esos marginados estén dedicando su tiempo y su buen hacer a actividades propias de un profesor investigador de universidad que nunca mejoran el parámetro convenido de la productividad: se preocupan por las asignaturas de su responsabilidad, por la organización de su centro, por la educación que procuran a sus estudiantes, por el sentido del título que imparten, por asuntos de interés que difícilmente podrán ser publicados nunca en una revista de impacto, etc. También es posible que esos marginados se hayan alineado con una deontología que no les permite gastar tres mil dólares estadounidenses de un presupuesto público para incluir un artículo que lleve su autoría en una revista de impacto suficiente. Estas personas, si han mostrado tener criterio y profesionalidad, deberían poder hacer lo que ellas creen que deben hacer sin tener que pedir permiso, sin tener que renegar de su institución cada vez que vuelven a casa desde su facultad.
Regulaciones e incentivos ni siquiera son sucedáneo de sabiduría y virtud, no pueden dictar cómo ser un buen profesor investigador de universidad. Tener la capacidad de hacer las cosas que se deben dada nuestra responsabilidad para con otros es lo que Aristóteles consideraba necesario para conseguir una vida buena[4], eso que denominó sabiduría práctica, a veces traducida como prudencia -del latín prudentia, y éste del griego phrónesis.
Si lo que verdaderamente se desea es alcanzar los fines propios de la universidad, el camino es devolver a profesores e investigadores el criterio ahora en manos de agencias, reguladores y responsables de políticas de incentivos. Y la devolución debe tener lugar en todos los escalones de la burocracia de la educación superior, recorriendo el escalafón completo: las universidades deben recuperar su criterio ahora en manos de las agencias de evaluación; las comisiones de contratación deben recuperarlo de las universidades que lo tienen secuestrado con sus baremos blindados ante cualquier asomo de criterio profesional; los profesores deben arrebatárselo a las guías docentes y a las encuestas de popularidad que cumplimentan sus estudiantes; los investigadores a los organismos de financiación que les obligan a trabajar en aquello que una revista con un buen índice de impacto pueda considerar publicable en sus páginas…
Dicen que los trapos sucios se deben lavar en casa, pero esto hace tiempo que se nos ha ido de las manos. Quienes aún conservan y ponen en práctica su criterio en este entorno adverso no son héroes, por lo que no podrán sostenerse en su actitud indefinidamente, habrá que intentar que se reconviertan en agentes de cambio del sistema.
Las regulaciones para alcanzar incentivos por parte de los profesores universitarios comenzaron inspiradas en la moraleja de la fábula del burro que hace camino intentando alcanzar la zanahoria colgada del palo justo delante de su hocico; pero con sigilo, a la vez que con descaro, han ido mostrando su cara menos amable y mucho más cercana a la moraleja de la fábula ahora del palo y la zanahoria, una política de castigos y recompensas cuyos destinatarios los decide una interpretación enfermiza del término productividad en el ámbito universitario. A las gratificaciones ligadas a las mejoras económicas y del estatus personal en la institución, se han añadido penalizaciones: quienes no obtienen o rehúsan los incentivos ofrecidos por las regulaciones, deben pagar su defecto con mayor dedicación docente -que así finalmente sí merece el calificativo de carga-, así como con la exclusión de determinadas tareas propias de los profesores investigadores de la universidad: se les niega financiación para hacer investigaciones, la participación en comités o tribunales relacionados con las nobles tareas ligadas a la investigación, etc.
Aprovechando las moralejas de las fábulas, me permitiré la licencia de decir que estamos persiguiendo los incentivos que han colgado ante nuestras narices, y que mantener la vista fija en ellos nos impide darnos cuenta de que en esa persecución estamos pisoteando los brotes aún tiernos que no hace demasiado plantamos nosotros mismos para que de ellos creciera la universidad a la que nos hubiera gustado pertenecer.
Naturalmente, soy consciente de que no serán pocos los profesores investigadores de universidad a los que los llamamientos al cultivo individual y colectivo de la virtud no les parezca un programa de trabajo adecuado para transformar la universidad; puede que tampoco consideren a Aristóteles una autoridad lo suficientemente reciente y que objeten su Ética a Nicómaco por no haber sido publicada en una revista con un factor de impacto aceptable; en algunas cosas habrá que darles la razón. Pero también ellos deberán ser conscientes de que esa falta de confianza en la virtud no justifica la poca eficacia de la política de ordeno y mando de regulaciones e incentivos basados en índices de impacto y en una supuesta productividad que poco o nada tienen que ver con los fines que debiera perseguir la universidad que supuestamente se pretende mejorar.
[1] Ken Robinson, 2013. Cómo escapar del Valle de la Muerte de la educación. Vídeo de su charla en la Conferencia TED2013, recuperada del sitio web (13/12/2016).
[2] Walter Mischel, 2014. The Marshmallow Test. Mastering Self-Control. New York; Little, Brown and Company.
[3] No está de más recordar aquí que los índices o factores de impacto de las revistas científicas se idearon en la década de 1960 en el Institute for Scientific Information (ISI), ahora propiedad de la compañía Thompson Reuters, con la principal función de orientar a los bibliotecarios a la hora de decidir qué publicaciones periódicas adquirir para sus bibliotecas. Nunca, tampoco ahora, han incluido en su cálculo variable alguna directamente relacionada con la calidad de las publicaciones contenidas en ellas; sobre esto, ver el sitio web que acoge la Declaración de San Francisco sobre la Evaluación de la Investigación, (13/12/2016).
[4] Barry Schwartz & Kenneth Sharpe, 2010. Practical Wisdom. The Right Way to Do the Right Thing. New York, Riverhead Books.
Cómo citar esta entrada:
Barberá, O. (2017). La universidad podría ser mejor. Aula Magna 2.0. [Blog]. Recuperado de: https://cuedespyd.hypotheses.org/2513
Tomado de Aula Magna con permiso de sus editores
Muy buena información que nos puede ayudar a poder estudiar la universidad de una manera efectiva y poder salir adelante en la obtención del titulo universitario.
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