“la Universidad también es una ciudadela expuesta. Se ofrece, permanece expuesta a ser tomada, y con frecuencia se ve abocada a capitular sin condición”. Jacques Derrida, La Universidad sin condición.
Vivimos una época en la que la política invade todas las esferas de la sociedad, y la universidad no se halla al margen de esta realidad. Como profesor universitario sé muy bien que su politización es una de las peores enfermedades que esta puede padecer. Entiendo que no es esta una mera opinión personal, ni siquiera una corriente minoritaria dentro de la comunidad universitaria. Tampoco obedece a ninguna adscripción ideológica, ni a un planteamiento de escuela o de grupo de presión, simple y llanamente es la constatación de una larga vivencia y de una pasión que ha devorado mi vida: el saber, pero el saber en libertad.
Qué fácil es guardar silencio, o ausentarse de la realidad y mirar hacia otra parte, pero no exclamar que “¡El Rey está desnudo!” es contribuir a la prematura necrológica de una universidad en la que he crecido y he madurado. Es un deber que tengo con mis alumnos, con la sociedad, pero, sobre todo, con mi conciencia. El camino me lo enseñó un hombre viejo, pero con mayor altura y peso intelectual que quien escribe esta breve reflexión. En mayo de 1976, durante el homenaje que le tributó la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense, la figura de Claudio Sánchez-Albornoz se alzó para recordar a los jóvenes alumnos que se congregaban para escucharlo: “Vais a decir que soy un reaccionario, pero, para mí, la Universidad es sagrada. Gritad lo que queráis, alborotad, defended vuestros intereses, pero fuera de la universidad; la Universidad es un templo”. Una visión que mantuvo en su obra Mi testamento histórico político, donde afirma: “En la calle todos debemos y podemos defender y predicar nuestras ideas. Hay dos recintos que rechazan por su misma naturaleza las gestas políticas: los templos elevados en honra del Altísimo y las Universidades. Y si las Universidades dejan de ser lugares de estudio y meditación para mudarse, prostituyéndose, en ágoras de acción revolucionaria, como está sucediendo, no vacilo en profetizar la crisis total, irremediable, de la cultura occidental”.
Sé que no alabar las grandezas del sistema te convierte en una radical anomalía, o en un ser atípico, y la atipicidad es siempre el atributo del hereje, y la herejía, como bien sabemos, se paga con la desconfianza y la sospecha, cuando no con la exclusión de la comunidad docente: de sus cargos y prebendas. Pero la gravedad de algunos hechos nos obliga a exclamar: ¡BASTA! ¡Basta de politizar la universidad! ¡Basta de mancillarla, una y otra vez! ¡Basta de usarla como fines espurios que nada tienen que ver con el mundo de la ciencia y del saber! Sí, ¡BASTA!
En los últimos años –no soy capaz de señalar una época en concreto– hemos contemplado impertérritos cómo la más baja y lacerante política se ha introducido en los campus universitarios, unas veces para medrar, otras para obtener títulos inexistentes o doctorados inmerecidos, y otras para vilipendiar a quienes ejercen el noble oficio de la palabra o del saber. El último hecho –el próximo estará al caer– ha sucedido hace unos meses. Me refiero al acoso violento que sufrió Cayetana Álvarez de Toledo en la Universitat Autònoma de Barcelona por un grupo de estudiantes, cuya indecente y deshonrosa actitud recuerda los episodios más negros de la pasada centuria. Alguien podría decir que es un hecho aislado. No, no es un hecho aislado. Son numerosos los ejemplos que se podrían exponer, pero considero que es innecesario dejarlos por escrito. Todos los tenemos en la cabeza. Hechos y actitudes que nos hacen ver que ese recinto sagrado del saber deja de serlo cuando la barbarie y el totalitarismo campan por sus anchas, hasta el punto de que los enemigos del saber, de la libertad y de la tolerancia no son ni serán expulsados de sus aulas.
A este respecto, uno se pregunta –con “eterna ingenuidad”–: ante la violencia de los que nunca esgrimen la razón ni el diálogo, ¿qué hacen los rectorados?, ¿qué defensa realizan los claustros de profesores de la tan manipulada libertad de expresión? ¿qué manifiestos se publican en defensa de la universidad y contra la barbarie? Todos sabemos la respuesta: nada, o apenas se hace o se dice. Quizá se abran expedientes, que –como en el mundo de Kafka– suelen dormir en algún olvidado estante. Pero el daño ya está hecho. La universidad ha quedado expuesta a la actitud de unos cobardes que se amparan en la turbamulta para vilipendiar a personas e instituciones, o a unos políticos que se sirven de esta para medrar por los entresijos más oscuros de la política. Y cuando esto pasa, nosotros, los docentes, decimos que nada pasa; una actitud propia de quienes suelen empujar la verdad a un rincón de la mente, para seguir cobijándose en su cómoda torre de marfil: la de la prebenda.
Frente a este plácido status quo, albergamos la creencia de que todo ataque contra la libertad intelectual se convierte –a corto o medio plazo– en una amenaza para el pensamiento, y sin este, la universidad está abocada al suicidio. ¿Por qué ocultarlo? ¿Por qué no denunciarlo? ¿Por cobardía? ¿Por connivencia? Indecencia, moral e intelectual, en cualquier caso. Nada que no hubiéramos leído en George Orwell, quien, en su ensayo La destrucción de la Literatura, dejó por escrito: “Pero lo más siniestro […] es que los enemigos de la libertad son precisamente aquellos para quienes la libertad debería tener más importancia”. ¡Qué gran verdad!, porque, como dirá posteriormente: “El ataque directo y consciente contra la honradez intelectual procede de los propios intelectuales”, de esa conspiración llamada silencio. El nuestro. Triste verdad. Pero, aunque nos duela, es la verdad que nosotros vemos y sentimos. No denunciarlo nos haría cómplices de una realidad tan lacerante como ominosa.
Cabe concluir, pero no sin antes dejar por escrito que nuestra tarea no es agradar a la sociedad, esta es la tarea del político, no la del académico; la nuestra consiste en advertir –sobre todo a los jóvenes estudiantes– que luchar no es odiar, es exponer una idea y defenderla con la única arma que nos está permitida esgrimir: la palabra. Quien no lo haga, corre el serio riesgo de envolverse en esa máscara impenetrable llamada intolerancia.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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