La escuela no sólo hace conocer las cosas, sino que expone a los estudiantes a las cosas, dice Jan Masschelein en Hacer escuela (Masschelein, 2020, p.18-19). “Podemos pensar en el mundo de los números, en el de la naturaleza, en el de las letras…Pero en la escuela no se trata solo de transmitir saberes acerca de esos mundos sino ofrecer a la nueva generación la posibilidad, en primer lugar, de ponerse en relación (y, por tanto, a distancia) con esos mundos y, en segundo lugar, de vincularse con ellos, de sentirse concernido o implicado con ellos”, continúa Masschelein.
Poner(se) en relación, vincular(se), son dos maneras cercanas entre sí e imprescindibles de hacer escuela y de estar en la escuela.
Sin esta doble vinculación con los otros y con los saberes no hay aprendizaje. El triángulo didáctico encierra una triple relación, la del profesor con el contenido, la del alumno con el contenido, y la que se establece entre alumno y profesor (Basabe y Cols, 2007). Sin relación, sin relaciones, no hay escuela posible.
Lo que hace la escuela es abrir el mundo al interés de los niños y los jóvenes, hacer que algo del mundo sea interesante y, desde luego, convertirlo en materia de estudio, dice Jorge Larrosa (Larrosa, 2019, p.17). “El arte de hacer escuela podría concebirse como un arte de magia en el sentido de que trae un mundo a la presencia, un mundo que cambia nuestra relación con las cosas, que hace que nos vinculemos con ellas, que comencemos a pertenecer a ese mundo y a sentirnos obligados hacia ese mundo” (Masschelein, 2020, p.19).
Y debemos hacerlo, dice Melina Furman, alejándonos de los aprendizajes superficiales, huyendo de esa idea de que aprender es pasar páginas, deteniéndonos el tiempo que haga falta, dándonos tiempo para comprender, generando aprendizajes profundos, porque de lo contrario “no hay manera de encender la chispa por las ganas de seguir aprendiendo”. Un aprendizaje profundo que pasa por concentrarnos en las grandes ideas de las disciplinas, entendidas no sólo como una herencia cultural, sino también como los lenguajes que nos ayudan a comprender mejor el mundo.
“Hay una gran cantidad de cuestiones cotidianas y relevantes que, para poder interpretar, necesito como ciertos muebles en la cabeza, ciertas columnas, que son las grandes ideas de las disciplinas,” afirma Melina Furman. La pregunta que surge, entonces, es ¿qué, de esa herencia cultural y de esas herramientas para conocer e interpretar el mundo, no tengo o no tienen mis estudiantes?. E, inmediatamente después, ¿cómo lo hacemos? ¿cómo ayudo a mis estudiantes a adquirir esas herramientas? ¿a hablar las lenguas del mundo?
“La escuela tiene que trabajar lenguajes y la enseñanza por disciplinas ayuda a que uno se pueda aproximar a esos lenguajes e ir construyendo, como con andamios, para poder apropiarse de lenguajes más completos, más sofisticados”, nos decía en este mismo proyecto de conversaciones Inés Dussel (ver conversación). “El conocimiento o se aprende en la escuela o no se aprende en ninguna parte”, dijo por su parte Neus Sanmartí (ver conversación).
La escuela nos pone en relación con los mundos que dan forma al mundo. Con los mundos que nos permiten comprender el mundo (y en consecuencia con los saberes que hacen el mundo).
La escuela nos da una cierta comprensión del mundo. “A la escuela no vamos a solucionar problemas, a la escuela vamos a entender por qué los solucionamos”, sostenía también en estas conversaciones Elena Martín Ortega (ver conversación), defendiendo que “la característica esencial de la escolarización es hacer que las personas no solo actúen, sino que reflexionen sobre su acción”.
Pensar científicamente, dice Melina Furman, implica también ser conscientes de qué sabemos y cómo lo sabemos.
Decíamos que la escuela también nos vincula, nos une de cierta manera especial a los mundos del conocimiento. Ponernos en relación y vincularnos son precisamente las dos prácticas que hemos tratado de mantener a toda costa, a pesar de las dificultades, durante estos meses de confinamiento y de escuela sin cuerpos. Ponernos en relación y vincularnos en primer lugar entre nosotros y con los otros.
Es en la escuela donde aprendemos a decir yo y hacer el nosotros, dice Meirieu.
Y eso es lo que la escuela y los docentes han tratado de hacer desde el primer momento, conectar con sus estudiantes, no perderles de vista a pesar de la distancia, no romper el vínculo con ellos y que ellos no perdieran el vínculo con el aprendizaje. Porque, como señala Masschelein, ese es el sentido de la escuela. Darnos tiempo y espacio para ponernos en relación y vincularnos con el mundo, o con los mundos de los saberes, con esa herencia cultural que valoramos como sociedad y que nos permite comprender el mundo. Con lo común. Con aquello que hemos decidido compartir. Con nuestra historia, pero también con los futuros posibles. La escuela nos permite demorarnos, entretenernos con el conocimiento y con el mundo. Y hacerlo junto a otros.
En la escuela abrimos ventanas, nos abrimos al mundo y renovamos el mundo.
La escuela también motiva —motivar en el sentido de mover— mueve a los estudiantes; les lleva desde un conocimiento familiar, cercano y popular hacia otros terrenos inexplorados. Abre nuevos caminos. Conecta mundos. La escuela, permitiéndonos la demora y tomarnos tiempo para hacer las cosas, nos mueve.
En la escuela tenemos permiso para parar y detenemos, pero si todo funciona correctamente, si la escuela funciona, nunca salimos igual que entramos, no nos quedamos igual que estábamos, ni donde estábamos. La escuela nos cambia. Esa es la aparente paradoja de la escuela, nos hace parar para movernos. La escuela siempre nos mueve.
La escuela también nos conmueve, nos mueve junto a otros. Nos relaciona y nos vincula. Y nos emociona. Nos afecta (produce un efecto sobre nosotros, nos cambia; produce afectos y nos cuida y atañe, incumbre y nos interesa). Nos saca de nuestro estado habitual, nos mueve hacia otras experiencias.
Lo que nos está faltando, muchas veces, dice Melina Furman, es darle emoción al contenido. Es desde ahí que se genera la curiosidad. “Hay una gran clave y es pensar como adultos qué es lo que tiene de apasionante, de relevante, de intrigante aquello que tenemos que enseñar”, dice Melina Furman en esta conversación. ¿Qué es lo más apasionante que mis alumnos no se pueden perder? ¿Cómo hacemos que tenga sentido para los chicos lo que estamos tratando de enseñar y de aprender, y cómo les abrimos ventanas nuevas para que puedan ir más allá de lo que tienen, de sus intereses más cercanos? ¿Cómo les abrimos ventanas al mundo?, ¿Cómo hacemos para que tengan esa especie de pasión por el aprendizaje, por el descubrimiento? ¿Cómo despertamos su curiosidad? ¿Cómo vinculamos sus vidas con el aprendizaje? ¿Cómo hacer que lo que ponemos sobre la mesa del aula movilice a nuestros alumnos?
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