martes, 6 de junio de 2023

La educación que queremos | Inteligencia Artificial vs. Tontería humana

 Por Andrés García Barrios


Imagen de belkacem hassani en Pixabay.

Por todas partes se habla de la amenaza laboral que representan los nuevos dispositivos de inteligencia artificial (IA) para muchos profesionales y el reto que se abre para las instituciones académicas, formadoras de expertos. Tal temor llega invadido ─en una especie de fantasía descontrolada─ por imágenes de robots super-humanos que acabarán apropiándose del mundo. 

Esta tendencia a sobrevalorar las capacidades ajenas me lleva de inmediato a una imagen que he visto muy difundida en estos días: se trata de un Bill Gates no sólo multimillonario sino poseedor de un conocimiento tan profundo sobre temas de actualidad, que no sólo es capaz de opinar sobre cualquier asunto sino incluso de hacer acertados pronósticos sobre lo que ocurrirá en un futuro con todos ellos (una y otra vez se nos recuerda cómo en 2015 vaticinó la llegada de la pandemia). 

Sin embargo, basta con detenernos un poco para recordar que Gates posee toda esa información y todas esas “opiniones propias” gracias a que también tiene uno de los equipos de asesores más grandes del mundo, de tal forma que todo lo que “piensa” y dice ha pasado antes por una red de información que alcanza prácticamente todos los rincones del planeta (volviendo a la pandemia, la ciencia anunció su llegada desde la primera década del siglo, así que no hubo ninguna magia en un día decirlo públicamente).

Un competidor se hace más apto para ganar, mientras más veces gana. Dinero llama a dinero, dicen. Poder llama a poder. Esto también ocurre con la inteligencia artificial. Sin embargo, no hay que olvidar que de la misma manera en que, sin su equipo de asesores, Gates no es más que un hombre de conocimientos limitados, la inteligencia artificial no es sino un montón de cables sin la información que le viene de fuera, es decir, de nosotros. Las máquinas siguen estando a nuestro servicio. Lo expresado por la profesora Reyna Martínez durante el webinar del Observatorio es cierto: “La misión de una inteligencia artificial siempre debe ser engrandecer al ser humano, acompañarlo y hacer más agradables las labores que realiza de manera cotidiana”. Para que esto se cumpla, debemos personalizar cada vez más las profesiones y dejar de mimetizarnos con los algoritmos. 

Es decir, si yo soy un escritor, un maestro o un divulgador de ciencia que acostumbro expresarme frente a mi auditorio de manera impersonal, no cabe duda de que pronto seré sustituible. Asimismo, si me dedico a descifrar las tendencias de consumo de la población así como los modos en que mejor se puede manipular esas tendencias (es decir, si soy un publicista), seré fácilmente remplazable por un algoritmo que hace todo eso con mucha mayor rapidez y a mayor detalle.

Hay que empezar a confiar más y más en que detrás de todas nuestras habilidades profesionales siempre quedará ese “alguien” que somos nosotros mismos y que ninguna máquina puede sustituir; “alguien” semejante al pequeño Bill Gates que se queda solo cuando su equipo de asesores se ha dispersado, y que es igual que todos los seres humanos, que no sabemos ni quienes somos, ni de dónde venimos, ni a dónde vamos.

Un competidor se hace más apto para ganar, mientras más veces gana. Esto ─que a todos nos parece tan normal, tan “nuestro”─ es en realidad una de las leyes de un tipo de competencia salvaje, inhumana de alguna forma. Me explico. Hace poco leí una frase que me dejó consternado: hablaba más o menos de “competir para evitar la rivalidad”. ¡¿Cómo, competir no es lo mismo que rivalizar?! Aquella frase parecía una mala traducción, pero vista con cuidado contenía algo profundo: permitía pensar en la competencia como una creación humana y en la rivalidad como algo que podía evitarse. Sensible al tema, poco después me sorprendió encontrar en un diccionario de antónimos que lo contrario de competir no es colaborar o compartir, sino acaparar. Vista así, la competencia sería una fórmula humana para evitar el domino absoluto de alguien, un regulador creado para dar contrapeso al impulso de arrebatar a otros, de una vez por todas, todo lo que tienen; una forma de ponernos un tope, un límite. Competir se parecería más a un concurso que a un pleito, más a un certamen basado en reglas que a un agarrón entre tiburones cocainómanos (metáfora del filósofo español Ernesto Castro).

Así pues, más preocupados que por la competencia de la inteligencia artificial, deberíamos estarlo por el tipo de competencia que nosotros mismos ejercemos contra nuestros semejantes. Por lo que respecta a las máquinas, éstas tienen en este momento una ambigüedad competitiva que nos permite pensar en consecuencias tanto positivas como negativas. Si bien algunas personas (¿o deberíamos decir, im-personas?) serán desplazadas, otras tendrán en la inteligencia artificial una oportunidad para hacerse indispensables. Un ejemplo se desprende de la manera en que hoy en día cualquier insensible aspirante a empleo puede llenar su solicitud con ChatGPT y hacerse pasar por una persona cálida y atenta; frente a ello, empieza a ser muy valorada la habilidad para realizar entrevistas en vivo e identificar “habilidades blandas” (¿no llaman así a ser amable, diligente, cooperativo, etc?). Así, podemos imaginar muchos otros ejemplos de esta revalorización del “cara a cara”. En nuestro campo, se abre la oportunidad de hacer que la inteligencia artificial atienda requerimientos de información, mientras maestros y alumnos se concentran en el cultivo de la creatividad humana y en la manera de aprovechar sus riquezas y riesgos inevitables.

El temor hacia las innovaciones no es nada nuevo. Podemos presumir que, con su aparición en el siglo XVII, la Enciclopedia elaborada por Diderot, d’Alembert, Voltaire, Rousseau y otros intelectuales, habrá desatado escándalos y temores, y habrá sido vista como algo que dañaba a los encargados de reunir y transmitir conocimiento. Hoy, si volteamos a verla, nos parece un tesoro histórico, pero definitivamente obsoleto como herramienta informativa; y no sólo ella, también sus congéneres más recientes, que pronto serán parte del pasado frente a robots que pueden desarrollar y redactar para nosotros, en instantes, el tema que queramos. Mientras no le atribuyamos dotes de oráculo visionario (como estamos dispuestos a hacer con Gates), el ChatGPT será una especie de enciclopedia “glorificada” que aumentará nuestra eficacia y nos ahorrará tiempo.

Pero bueno… yo venía diciendo que más que preocupados por la competencia de la IA, deberíamos estarlo por la rivalidad salvaje que ejercemos unos contra otros. Yo, por mi parte, confieso que seguido me avergüenzo de mí mismo al descubrirme leyendo las listas de profesiones que supuestamente serán desplazadas por la inteligencia artificial, y congratulándome de que la mía no esté entre ellas. Avergonzado, también, me descubro revisando la cantidad de likes que dan los lectores a mis textos y comparándola con la de otros escritores e investigadores. Avergonzado siempre, me he visto comparando mis males con los ajenos, y suspirando agradecido cuando salgo mejor parado (más fuerte es la aprehensión cuando se trata de comparar a mis hijos con los hijos ajenos). Es a cosas como éstas a las que yo llamaría “rivalidad”, la cual siempre parece tener un tinte destructivo.

Veámoslo así. A nadie le costará admitir que nuestra pulsión de sobresalir se compone de eso que llamamos “egolatría”; más difícil será aceptar que ésta no es cuestión de grados, es decir, que la egolatría es una pulsión que rebasará todos los obstáculos y nos llevará al fondo de sí misma (ese en el que los demás quedan aniquilados) si no la detenemos o al menos la compensamos con algo, quizás con una pulsión contraria que le haga contrapeso. Considero que en el barrio de la egolatría, el “delirio de grandeza” está a la vuelta de la esquina, y antes de que se haga de noche debemos caminar para otro lado.

 Afortunadamente, la naturaleza nos ha dotado también de la pulsión contraria, una que de alguna manera nos impone el olvidarnos de nosotros mismos, el no figurar, no sobresalir, “ser olvidados” (como dice el poeta Jaime Sabines), pulsión que en su extremo mayor se convierte en algo así como “desvanecernos en lo otro”, “confundirnos con el todo”, “integrarnos al cosmos”, como decían los hippies en viaje de LSD. Yo, por no idealizar esa añoranza de desaparecer, la asocio con la pulsión melancólica  ─a la que Freud llamaba “delirio de pequeñez”─, la cual también tenderá a consumirnos si a su vez no la compensamos con un poco de amor propio.

En resumen: mientras el triunfo de la egolatría nos llevar a la locura a través del solipsismo (creer que yo soy el creador de todo), el triunfo de la melancolía nos arrastrará a la pérdida de nuestro ser, una especie de estado catatónico. Son dos cosas horribles que ninguno de nosotros quiere (y que por fortuna tanto la espiritualidad como la psiquiatría se han esforzado por evitar e incluso revertir, con bastante éxito).

Hemos de convenir que lo mejor es un término medio entre esos dos polos. Pues bien, justamente podemos pensar que ese término medio es lo que llamamos “competencia”. Y es que, para empezar, no se puede competir sin tomar en cuenta a los demás; cuando compito, los demás aparecen como límite de mi propio éxito: por ejemplo, quizás mi sueño es tener alas y volar, y algo en mi se siente capaz o merecedor de hacerlo; pero si pensando en ello admito competir, en ese momento quizás también acepte conformarme con correr rapidísimo, por lo menos más rápido que otros. Y si insisto en tener alas y volar, tendré que competir con quienes fantasean lo mismo.

Compito cuando admito que los demás ejerzan sus capacidades al mismo tiempo que yo las mías, para conseguir algo. Es por eso que la competencia se me aparece como una invención humana para regular intercambios de todo tipo. Quizás esté basada en ciertas pulsiones naturales, pero éstas, al volverse humanas, buscarán un equilibrio. Si se acepta esto, queda claro que en una competencia sólo pueden entrar en juego habilidades homogéneas; es decir, el resultado debe evaluar las mismas cosas (no se puede comparar mi capacidad para contestar bien un examen con la capacidad de otro para hacerlo con trampas). Es por eso que la competencia se basa en reglas que aseguran que exista igualdad de condiciones y que la evaluación se haga sobre la misma habilidad y no sobre habilidades diferentes (insisto, un atleta no debe competir en velocidad con un nadador).

Además, en la competencia, el premio nunca puede ser retenido de forma definitiva. Suena raro, pero la verdad es que si uno acapara el premio sin volverlo a circular, tendrá más posibilidades de ganar a la próxima, justamente por tener más recursos. En una competencia de estilo “humano”, el vencedor siempre deberá regresar el premio al juego y los demás competidores siempre podrán tener una segunda y tercera y milésima oportunidad de obtenerlo. Porque, como me decían mis maestros (y hay que seguirlo repitiendo), lo que importa no es ganar sino competir y de esa manera encontrar la fórmula humana del equilibrio.

En resumen, en la competencia los seres humanos nos vemos en la necesidad de regular tanto la tentación de egolatría, que nos impulsa a arrebatar lo ajeno, como la de melancolía, que nos lleva a dejarnos vencer. Nuestro reto es entrar cotidianamente a la apuesta y, ya dentro, reconocer en los demás ─una y otra vez, y otra vez, y otra vez─ la medida de nuestro triunfo. La competencia como valor humano es en realidad otra cara de la colaboración, dado que su fin es la participación de todos, según sus capacidades, en el bienestar común. Me atrevería a decir que en toda colaboración humana (distinta también a la colaboración natural) se da una competencia, así como en toda competencia se da una colaboración, siempre y cuando se cumplan esas tres reglas de oro: igualdad de condiciones; transparencia de habilidades y recirculación del premio.

Sin embargo, como todos sabemos, invariablemente surge el problema de que el premio escasea o alguno de los competidores siente que escasea. Entonces, nuestro primer impulso es romper las reglas, crear alianzas secretas, ocultar habilidades, estropear las condiciones ajenas, acaparar ganancias… Por eso, para vencer esas tentaciones, los seres humanos tenemos el don de voltear siempre hacia premios que escasean menos o que nunca escasean. Es lo que han dicho casi todos los filósofos del mundo: pasar del placer efímero a los placeres superiores e imperecederos, buscar el supremo bien, apostar al bienestar del prójimo como beneficio propio, amar como forma de hacer crecer los bienes…

Pero, la verdad, ¡qué difícil suena todo esto! Sin duda es más fácil enseñar y aprender a rivalizar con otros, y a aniquilarlos o dejarse vencer, que intentar des-enseñar y des-aprender todas esas “habilidades” que se nos dan de forma espontánea, y que en los humanos ─cuando intentamos ser de verdad “humanos”─ tarde o temprano se convierten en incompetencias y acaban por ponerse en nuestra contra.

Acabemos este texto soñando todavía con la educación que queremos. Hay muchas anécdotas y cuentos que ejemplifican lo que es ver premios en los valores más altos. Una que me pareció no sólo hermoso sino de una lógica deslumbrante, lo vi al final de un capítulo de la serie de caricaturas infantiles Dragon Ball. En él, uno de los heroicos protagonistas llega a la puerta de un certamen de artes marciales, donde lo recibe una edecán de nariz respingada y voz ingenua. Al verlo con rostro entristecido, la chica le pregunta por qué está así. “Porque vengo a pelear la gran final del campeonato… ¡contra mi mejor amigo!”, contesta él. Entonces la chica le da, como digo, una de las respuestas éticas más estimulantes que he escuchado: “¡Pero por qué estás triste? ¡Es lo mejor que podía ocurrirte! Deberías estar agradecido, pues pase lo que pase tendrás motivos para festejar: si ganas, porque has ganado, y si pierdes, porque ha ganado tu mejor amigo”.

Resulta conmovedora una respuesta así. Y en el fondo sigue siendo enigmática (por cierto, para la inteligencia artificial quizás resulte un silogismo simple, pero para nosotros nunca dejará de ser un bello desafío).

Tomado de EduNews del Tec de Monterrey

No hay comentarios: