miércoles, 29 de mayo de 2024

Las cuatro bases de la actitud anticientífica

 Por Andrés García Barrios tomado de EDUNEWS del Tec de Monterrey

Hace unas semanas, Paulette Delgado publicó en estas mismas páginas un artículo sobre las consecuencias negativas de la actitud anticientífica, y sobre cómo ésta tiene cada vez más partidarios en nuestra época (un ejemplo de ello, nos explica la autora, es la cantidad de muertes derivadas de la propaganda antivacunas que arreció en la reciente pandemia de COVID). Dado que en varias ocasiones yo mismo he mencionado en este espacio mi oposición al criterio de una parte de la comunidad científica en algunos temas, me siento comprometido a aclarar ahora mi punto de vista.

Entre otra información relevante, Paullete Delgado refiere a una investigación publicada en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), donde se mencionan cuatro bases que explican esa creciente propagación de lo anticientífico.

Antes de entrar a comentarlas, aclaro que hay una que ─quizás por evidente─ no se incluye en la lista pero que es importante tomar en cuenta: se trata de que el crecimiento de la actitud anticiencia deriva en primer lugar del hecho mismo de que la ciencia también tiene mucha más presencia en el mundo, sobre todo por la enorme expansión de las tecnologías de comunicación, de salud, domésticas, etc., y por el correspondiente auge de la divulgación del conocimiento que está detrás de ellas. Es decir, hay más gente hablando de ciencia y recurriendo a ella, y por lo tanto más gente reaccionando ─igual que siempre─ en su contra.

 Sin embargo, ocurre algo curioso: por lo general, quienes hablan mal de la ciencia también son beneficiarios suyos. A mi parecer, esto no necesariamente denuncia un cinismo de la población sino un asunto más simple: que en general los científicos, divulgadores y educadores no dan a conocer a la gente, de forma clara, que la manera que tiene la ciencia de ver el mundo, es exactamente la misma que está detrás de su teléfono móvil, su computadora personal, la licuadora con que preparan día a día su desayuno, el termómetro con que ayer midieron la temperatura a su hija y las vacunas que están rechazando. Las palabras políticamente correctas que usa la investigación citada por Paulette son que existe un “desajuste entre la entrega del mensaje científico y el estilo epistémico del receptor”.

¿Qué provoca ese desajuste? Tan sencillo, según yo, como que “el que mucho abarca, poco aprieta”. Me explico: por meterse en demasiados asuntos, los científicos y divulgadores no se dan abasto para explicarle a la gente cómo procede en realidad la ciencia ni de qué manera define tantas cosas en nuestro mundo. Y digo “meterse en demasiados asuntos” porque me parece que muchos de los temas que a los científicos les da por comentar con autoridad de expertos, no pertenecen en realidad a su dominio.

Con toda razón, los científicos, divulgadores y filósofos de la ciencia presumen de que su labor supone gran humildad, pues es cierto que su interés no es destacar por sus puntos de vista personales sino sólo describir los hechos que ocurren en el mundo; no quieren ningún tipo de aplausos para sí mismos sino, en todo caso, para la realidad. Sin embargo, hay que admitir ─junto con G. K. Chesterton─ que no es difícil encontrar científicos “que se muestran muy orgullosos de su humildad”. A muchos de estos expertos, tal rasgo de carácter les hace creer que la misma lógica que emplean en su trabajo debe ser usada para resolver todo tipo de problemas, desde los personales hasta los mundiales. Con tan abarcativo orgullo, no se dan abasto para cubrir lo urgente. Y lo que es peor, dado que al meterse en tantos terrenos van pisando asuntos de sumo interés para otros, tienen que dedicar parte de su tiempo a enfrentar controversias. Para poner un ejemplo puedo hablarles de algunos callos que me han pisado a mí. Como algunos de mis lectores saben, tengo un pronunciado gusto por eso que se suele llamar lo espiritual. Ese gusto ha chocado muchas veces con científicos que niegan la existencia de todo lo que suene a almadios e incluso voluntad humana y libre albedrío. Tales científicos suelen afirmar molestos que es justamente ese tipo de pensamiento mío (ese estilo epistémico) lo que impide que sus mensajes me lleguen y convenzan. Mientras yo conserve ese punto de vista, dicen, jamás lograré entender la ciencia, cuyo principal elemento ─el racional─ es opuesto a lo indemostrable.

Según ellos, para quien cree en lo demostrable, es necesario descartar lo indemostrable. Razonan más o menos así: quien cree que se puede demostrar cómo opera una parte del universo tiene que creer que se puede demostrar todo lo que hay en él, pues si no fuera así, es decir, si una vez que se termina de demostrar todo lo demostrable, queda una parte sin demostrar, entonces todas nuestras pruebas anteriores podrán ser puestas en duda debido a la falta de coherencia.

Yo estoy de acuerdo con ellos cuando dicen que, si se puede demostrar una parte, se puede entonces demostrar todo. También estoy de acuerdo con que hablar de lo indemostrable es absurdo, porque sería como decir que, de la misma manera en que existe un todo demostrable, también existiría un todo indemostrable, y el lector estará de acuerdo en que no es posible que haya dos todos: no puede haber dos cosas que sean todo, de la misma forma que no puede haber dos nadas, ni dos siempres, ni dos nadies, ni dos nuncas (dicho más fácil: no puede haber dos “Tú eres mi único amor” o dos “Tú eres todo lo que tengo”): lo absoluto no admite plural (eso lo sabe mi corrector de textos, que ─como el lector se da cuenta─ me señala esas palabras como error).

Yo por eso creo que solo hay un Todo… pero que, a la vez, no Todo es todo en la vida (esta frase me recuerda aquello de “El corazón tiene razones que la razón desconoce”, palabras de Blas Pascal, el gran científico del que nos hablaban en la secundaria y que además era místico). Desafortunadamente no hay mucho que añadir al respecto. Si quisiera traer otros argumentos, diría que Hegel afirmaba que Dios era Nada, pues nada se podía pensar ni decir sobre él. Karl Jaspers ─su coterráneo, pero del siglo XX─ decía que en cuanto al tema sólo dos palabras se pueden decir: “Dios existe”, afirmación suficientemente contundente como para sostener el sentido entero de la existencia (creo que lo decía un poco en contraposición a Ludwig Wittgenstein, cuya obra magna concluye con “De lo que no se puede decir nada es mejor no hablar”; lo cierto es que algunos creemos que “Dios existe” es una buena réplica a esta sentencia).

Ya he hablado en un texto anterior de la fe fisicalista, es decir la de quienes creen que en este universo sólo existe el devenir de la materia inanimada. Pues bien, yo pienso que tanto esa fe como la fe espiritual teísta, tienen que admitir que ninguna de las dos posee argumentos que las validen, y que lo único que se puede demostrar es que no se puede probar que la otra está equivocada; porque si quieren ponerse a discutir al respecto, la verdad es que sólo conseguirán enfrascarse en un pleito sin sentido, con la esperanza de que de pronto la retórica venga en su auxilio y alguna de las dos consiga lo que cuenta aquel cantautor popular:

Yo vide una alegación
de un cuervo con un perico.
El cuervo tenía razón
porque le sobraba pico.

*

Otro de los puntos que señala la investigación citada por Paulette, describe cómo muchas actitudes anticientíficas surgen del hecho de que “el mensaje científico contradice lo que los destinatarios consideran verdadero, favorable, valioso o moral”. Esto tiene que ver con lo que ya dije: si yo creo en Dios y se me dice que la ciencia niega su existencia, seguramente dejaré de creer en la ciencia. Sin embargo, hay que tener siempre en cuenta algo importante (ya hablé de ello cuando dije que hay temas que no son de la incumbencia de todos, por más expertos que resultemos en nuestras materias): de ninguna manera es lo mismo lo que dice la ciencia sobre los hechos de la realidad que lo que los científicos pueden decir, una vez que se quitan la bata, acerca de esos mismos hechos o de cualquier otro tema. O sea, la ciencia ─en efecto, siempre humilde─ se limita a explicar cómo ocurren las cosas: si va a decir algo sobre la moral, sólo será sobre los componentes demostrables que se pueden asociar con ésta (por ejemplo, la forma en que reacciona el cerebro para gratificar una acción que en el contexto social se considera buena); sin embargo, deberá permanecer muda cuando se le pregunte si existen cosas como el bien en sí y la dignidad humana (sí, muda, tanto como una computadora que no tiene instalado el programa para cierta tarea). Para justificar este silencio, los científicos podrán intervenir y aclarar “Ese no es un problema para la ciencia” o “No hay nada en la ciencia que lo demuestre”, pero será un error pretender que esta última sea la respuesta definitiva al asunto.

Si queremos que la gente crea en la ciencia, hay que empezar por explicarle cuáles son sus límites; por ejemplo, que aunque ésta demuestre el origen antropogénico del cambio climático, no está entre sus funciones exhortarnos a actuar ni orientar nuestros pasos para revertirlo. La ciencia no tiene voluntad, no exhorta ni orienta a nadie; somos los seres humanos (científicos o no) los que, basados en esa información, nos preocupamos y tomamos decisiones sobre si actuar o no, y de qué manera. Esto es importante porque cuando se trata de vacunas, la ciencia sólo debe explicarnos cómo se han creado, cómo actúan y cómo se miden sus alcances y sus límites, pero estará en nosotros (insisto, científicos o no), planear y promover su uso. Es de los seres humanos de quienes la gente desconfía, no de la ciencia. No le pedimos a la ciencia mejores explicaciones, se las pedimos a los que la divulgan (es a ellos a quienes podemos exigir que nos informen hasta dónde llega el conocimiento realmente demostrado y donde empiezan las suposiciones, así como cuáles decisiones se toman sobre aquél y cuáles sobre éstas). Es cierto que nada hará que todos en este mundo nos alineemos en una sola forma de pensar (un solo estilo cognitivo), pero me da la impresión de que acciones así podrían hacer que la gente aumentara o recuperara su confianza en la ciencia. Hay que estar bien alerta para no confundir los alcances de la ciencia con el alcance racional de los científicos cuando hacen ciencia y mucho menos con su alcance racional cuando dejan la labor y empiezan a opinar de otras cosas.

*

El segundo punto de la investigación (ya se dio cuenta el lector que voy en reversa) señala que las posturas contra la ciencia también surgen “cuando los destinatarios (del mensaje científico) abrazan la pertenencia social o la identidad de grupos con actitudes anticientíficas”.

Identificarse con un grupo por sus ideas anticientíficas es como irle a un equipo de futbol: no importa que éste gane o pierda siempre, le seremos leales por pura urgencia de identidad, puro instinto de supervivencia. La comparación vale sobre todo si pensamos que el apego al propio equipo solo tiene sentido porque existe un contrincante: bórrese la rivalidad y desaparecerá el futbol. Cuando en Estados Unidos surgió un grupo pro-ciencia conocido como Los cuatro jinetes del apocalipsis ateo, y miles de personas se unieron a su credo, otros miles lo tomaron como una franca provocación para lanzarse o afianzarse en el bando anticientífico (Los cuatro evangelistas de la verdad revelada sería un buen nombre para un grupo así). Insisto, es un contrasentido que la ciencia se declare atea o que alguien pretenda defender su ateísmo (o su teísmo) con argumentos racionales. Lo único que se logrará con medidas tan confusas será acicatear la posición contraria.

Llego ahora al primer punto de la investigación: la gente se vuelve anticientífica “cuando un mensaje científico proviene de fuentes percibidas como carentes de credibilidad”. Mi pregunta es si una vez que ya no necesitáramos buscar nuestra identidad en grupos rivales a tales fuentes; una vez que éstas nos dejaran libres con nuestras creencias, y una vez que nos explicaran los procedimientos y resultados de la ciencia con toda claridad y en nuestro estilo cognitivo (es decir con peras y manzanas cortadas en nuestros propios huertos), ¿por qué no habríamos de darles crédito? Dentro de este mi muy incompleto análisis, por ahora sólo encuentro un motivo, y no tiene nada que ver con la actitud de sus detractores, sino con la expansión mundial y de alguna manera incontrolable de la ciencia en nuestros días. Desafortunadamente este último más ─el auge de la ciencia─ está resultando en menos en la medida en que, entre el número incontable de investigaciones, se está ocultando cada vez mejor una cantidad también incalculable de fraudes. Hoy, los gurús y charlatanes ya no sólo están en la pseudociencia, sino en la ciencia misma, y de una forma mucho más difícil de rastrear y denunciar que aquéllos; el asunto ─siempre presente en la historia humana─ se recrudece ahora con el desarrollo de la inteligencia artificial, que nos habilita para crear toda suerte de falsificaciones y colocarlas incluso en revistas serias. El caso aquel del hombre que redactó un artículo de física dizque cuántica, totalmente inventado y carente de sentido, y lo mandó a una revista del género, donde fue de inmediato aprobado, amenaza con reproducirse ahora con creces en el otro bando, contaminando como nunca el ámbito de la ciencia real con información falsa. Por fortuna, hasta dónde sé, la misma inteligencia artificial está permitiendo rastrear esos fraudes, detectarlos y desarticularlos antes de que hagan verdadero daño (tan buena noticia, además de alentarnos sobre la posibilidad de rescatar la verdad científica, abre esperanzas de conseguir un equilibrio en el mundo hiper-tecnologizado de hoy).

La ciencia está en crisis por muchos motivos. Varios de ellos los menciona Paulette Delgado en su texto; de ellos, yo he elegido apenas cuatro para revisarlos. Pero son quizás innumerables. Por eso, el grito de alerta y el llamado a la acción se dirigen a todos nosotros, al mundo entero; porque la ciencia es de todos, querámoslo o no, aceptémosla o no. Este es precisamente el mensaje de un segundo artículo publicado por la misma autora esta semana, en el que aboga por la importancia de la educación y alfabetización científica. Termino, pues, convocando a que nos dispongamos, de la manera más humilde, a salvaguardar los logros del tesoro científico, que son nuestros; a que gocemos recorriendo los tramos de cielo, mar y tierra que la ciencia abre para nosotros y constatemos cómo desde ahí se escucha, cada vez mejor, lo que para unos es el íntimo rumor de la realidad, y para otros, el llamado inocultable de algo… todo… nada… nunca…

Tomado de EDUNEWSEDUNEWS del Tec de Monterrey

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