Es bien sabido que las universidades tiene una triple misión: docente, de investigación y de transferencia. Cada universidad, atendiendo a sus recursos y características del entorno, diseña una estrategia concreta para dar respuesta a estas tres demandas. El objetivo de este post no es el de explicar en detalle estas misiones (algo ya discutido en otras ocasiones), sino más bien argumentar un poco sobre la relación entre ellas, y más en concreto entre la función docente y la de transferencia.
Tradicionalmente, cuando hablamos de la tercera misión (o misión de transferencia) tendemos a simplificar, y a considerar (únicamente) aquellas actividades que dan valor económico a la investigación realizada en el seno de las universidades. Un claro ejemplo serían las patentes, las licencias, las spinoffs, o los contratos de investigación/consultoría. Aquí, hay que añadir que estos “outputs” son relativamente sencillos de cuantificar, por lo que no es de extrañar que precisamente sean estos indicadores los que se utilizan a la hora de determinar qué tan eficiente o productiva es una universidad en esta dimensión y poder así compararla con otras. Sin ir más lejos, un ejemplo lo encontramos en los rankings universitarios. Ciertamente, es innegable el interés que han suscitado dichas actividades y, a fecha de hoy, resulta inconcebible una universidad sin una oficina encargada de tal gestión (las denominadas OTRIS, oficinas de trasferencia de resultados de investigación). Sin embargo, estas actividades representan sólo una visión parcial de lo que en realidad significa la tercera misión. La tercera misión considera la universidad como una institución que presta servicios científicos a través de la formación y la transferencia, con el objetivo último de mejorar la competitividad (local, nacional y/o regional), y contribuir a la mejora del bienestar social.
Implementar esta misión significa estrechar las relaciones universidad-empresa, no sólo a nivel de explotación de los resultados de investigación (como comentaba anteriormente, vinculando la segunda con la tercera misión), sino también a través de la función docente. Las prácticas en empresa son un claro ejemplo. En la mayoría de los planes de estudio existe la opción (u obligación, según la titulación) de realizar un periodo de formación en empresa.
Esta estrategia apunta claramente a la generación de una fuerza de trabajo de mayor calidad, que responde a los perfiles y habilidades demandados del mercado, reduciendo así la brecha entre educación y mundo profesional.
Si bien las prácticas en empresa aportan al alumno un valor añadido indiscutible, existen también otras vías (aunque quizás menos exploradas), que permiten no sólo al alumno, sino también a la empresa obtener grandes beneficios. Me refiero a explotar mejor la capacidad que tiene la universidad para proporcionar soluciones aplicadas al tejido industrial (p.e. mejora de los productos existentes, desarrollo de estrategias, sistemas y procesos de comercialización, etc.), pero desde la función docente. Es decir, diseñar asignaturas en colaboración con empresas para que los alumnos trabajen en proyecto reales, con la supervisión y know-how del profesor.
Esta estrategia persigue el desarrollo íntegro del alumno, dotándole no sólo de los conocimientos técnicos específicos de la materia en la que se inserte dicha actividad, sino también de las habilidades y competencias que se espera domine cuando se incorpore en el mercado laboral. Por su lado, las empresas, ganan acceso a mano de obra cualificada (alumnado y profesorado) que seguramente aportará una visión fresca al modo tradicional de operar, la posibilidad de captar talento, y el proponer solución a problemas que, de otra manera (por falta de tiempo o recursos) quedarían sin resolver.
Y qué mejor manera de poner en contacto universidades y empresas que utilizando estrategias de matching. Este es el caso de iniciativas como Me2we Finland, una start-up finlandesa que integra proyectos empresariales en asignaturas universitarias. Los profesores cuelgan la descripción de la asignatura en la plataforma e indican el tipo de curso y qué buscan de una empresa. Las empresas registradas ven los cursos ofertados y pueden proponer propuestas de proyecto para realizar en el marco de las asignaturas existentes. Si hay un acuerdo por ambas partes, la colaboración puede empezar. Este tipo de negocio es particularmente interesante para start-ups, PYMEs y empresas familiares.
Otra propuesta es la que sugiere WeSolve. En este caso se trata de una plataforma estadounidense que conecta a estudiantes de MBA con empresas de reconocido prestigio (e.g., Airbnb, Bank of America, Microsoft, Apple, Amazon, Genentech) para resolver retos. Si bien en este caso la universidad no participa como tal, sino que son los alumnos los que deben juntarse y apuntarse a un reto, podría tomarse este modelo como inspiración para diseñar plataformas similares e integrar dichos retos dentro de las asignaturas. ¿Qué mejor manera de aprender Dirección de Operaciones que resolviendo un reto de Amazon?
Y es que, tal y como subraya el profesor Henry Chesbrough en el paradigma de la innovación abierta, el mejor talento y las mejores ideas no tiene porqué venir necesariamente de dentro de la empresa. ¿Por qué no aprovechar pues el potencial de los alumnos? Los estudiantes deben entrenarse a enfrentar nuevos roles y desafíos, y a cuestionarse por qué suceden las cosas. Las empresas, por su parte, necesitan ideas que aporten frescura a sus modelos de negocio.
Cuando universidad y empresa trabajan conjuntamente para impulsar las fronteras del conocimiento, se convierten en un poderoso motor de innovación y crecimiento económico.
Tomado de Studia XXI con permiso de sus editores