La pregunta sobre el papel que juega la universidad, y el lugar que ocupa en la sociedad como entidad educativa, constituyó un interrogante y una reflexión en voz alta que acompañó a buena parte de los intelectuales del siglo XX, quienes –muy a menudo–vieron en ella el declinar de una época y de un saber que había conformado la historia de nuestra cultura.
Dentro del debate de ideas que la Universidad originaba a mediados del siglo pasado, Jacques Derrida, en su lección “Las pupilas de la Universidad. El principio de razón y la idea de la Universidad” (Cómo no hablar y otros textos), se cuestionó si aún era posible ver en la universidad una razón de ser que la hiciera singular.
Fiel a su pensamiento, en este breve pero intenso texto, se enfrenta al devenir de la universidad, lo que le llevó a mostrar las fisuras de un edificio aparentemente bien construido, pero sólo valioso en su envoltura, porque, si fuésemos capaces de colocar una lupa de aumento sobre sus pilares, podríamos advertir que la universidad se nos muestra como un sujeto frágil, confuso y fragmentario; como una institución en la que habitan las zonas cubiertas por la ambivalencia, la política y la paradoja, y en cuya desgastada arquitectura se ponen al descubierto los hilos que tejen un nuevo entramado, que no es otro que ese culto al rendimiento, a la eficacia, a la competitividad y a la rentabilidad, criterios que han hecho de la universitas un centro superior de oficios varios, y no el sagrado refugio de unas formas de saber cualificadas y bien valoradas, en donde el saber se aleja del ideal humboldtiano de la búsqueda de un conocimiento lo más universal y completo posible, para adentrase por las sendas de la especialización –«los nuevos bárbaros”, que diría Ortega–, de la mera utilidad o del binomio coste-beneficio, caminos que me obligan a recordar que sin ese saber que busca la verdad, sólo podremos dar cuenta y razón de una parte muy pequeña de nuestra experiencia vital.
El texto mencionado nos lleva a preguntarnos, entonces ¿por qué la Universidad? o, si se prefiere, la universidad ¿con vistas a qué? Derrida diría que esas vistas se deben asociar con el saber, y el saber con el saber-aprender y con el saber-enseñar. Pero, para aprender a saber, la vista, la inteligencia, los medios audiovisuales o la memoria no son suficientes: hay que saber oír, saber escuchar las voces y los signos que los maestros nos transmiten, voces que son un nexo entre el saber y la escucha, entre el docente y el discente, entre el deseo de enseñar y de aprender; voces que nos interpelan y, al hacerlo, nos obligan a responder, y al responder, a pensar, y al pensar, a cuestionar. Por esta razón, para Derrida, como para tantos intelectuales, la universidad no puede ser otra cosa que el lugar al que se acude para buscar la verdad en la duda, en esa duda que puede destruirnos” y no porque “adquirimos la costumbre de vivir antes que la de pensar”, que diría Camus, sino porque pensar es siempre pensar frente a otro pensar, contra lo establecido y no suficientemente razonado o ponderado.
Admitida esta realidad, a lo largo de su exposición, el autor nos invita a que sintamos como nuestra la crisis en la que está envuelta la universidad. Una universidad que se hace y deshace bajo unos parámetros de legitimación que nada tienen que ver con su naturaleza y su finalidad: son los parámetros de la productividad, de la eficacia y de la rentabilidad; criterios que no despreciamos, pero que entendemos que no son los que la formaron y la guiaron en su larga singladura histórica, y sobre los que, por desgracia, se jerarquiza toda la transmisión del saber. Una lógica de la funcionalidad que tiene su reflejo en una enseñanza cada vez más alejada de una dimensión reflexiva y crítica. Y lo que es más grave: “En ningún momento –como escribe Martha Nussbaum– hemos deliberado acerca de estos cambios ni los hemos elegido a conciencia, pero aun así, cada vez limitan más nuestro futuro”. No le falta razón. Valga un ejemplo, el del gran director de cine, Martin Scorsese, quien no dudó en afirmar: “Las universidades suelen estar divorciadas del mundo […], y el mundo real es el de las grandes empresas […] por lo que deben centrar sus funciones en responder a las demandas de su clientes, que son los estudiantes, y no deben funcionar creyendo que enseñar es un fin en sí mismo”. Una triste verdad que nos lleva a la reflexión que hiciera Alain Finfielkraut en su obra La derrota del pensamiento, quien sostiene que cuando “Un par de botas vale más que Shakespeare”, “el arte debe dar la espalda a Shakespeare, y aproximarse, lo más posible, al par de botas”. Tomen nota.
Llegados a este punto, cabe recordar las palabras que George Steiner escribiera en su obra Errata: examen de una vida: “Las universidades son, desde su instauración […] bestias frágiles, aunque tenaces. […] Están sometidas en todo momento a tensiones fundamentales”. Sí, están expuestas a los vaivenes de un mercado que se impone al saber. Si alguien lo duda, que mire –si es que puede hacerlo sin rubor– los llamados sexenios de transferencia del conocimiento. Inocente pregunta: ¿la transmisión del saber no lleva implícito la transferencia del conocimiento, y la consecuente rentabilidad para el tejido social? Perdonen la ingenuidad de un docente que sigue creyendo en la dedicatoria esculpida en el frontón de la Universidad de Heidelberg: Al espíritu viviente. Pero hoy el espíritu viviente, como apuntaba Lyotard, es aquél que indica que “se es operativo o sólo cabe desaparecer”. Es la lógica de una Universidad que se define por el binomio eficiencia-rentabilidad, por esa [i]lógica que señala que el saber se puede –y se debe– contabilizar en un frío balance contable. Ante esta [i]lógica, yo exclamo: ¡Non sequitur!
El espacio que se otorga a un escritor es siempre escaso. Pero no quisiera concluir sin antes recordar que la misión de la universidad debe seguir siendo la de transmitir una educación socrática, porque “la universidad plantea –en palabras de Karl Jaspers–la exigencia de la voluntad de saber sin compromisos”, con total independencia. Es lógico que así sea, porque “dentro de su esfera, ella no reconoce ninguna autoridad: sólo respeta la verdad en sus formas infinitas, esa verdad que todos buscan, pero que ninguno posee en forma definitiva y acabada”; esa búsqueda de la verdad que se sustenta en la voluntad de un saber que es un fin en sí mismo, y a ese fin está destinado el estudiante, el futuro hombre de ciencia, el investigador en ciernes, y toda persona que sabe, con Nietzsche, que “nadie puede construirte el puente por el que has de caminar sobre la corriente de la vida. Nadie a excepción de ti”.
Así lo entendemos y por esta razón deseamos dejarlo por escrito, no por vanidad ni por mera rebeldía, sino porque seguimos creyendo, con Kant, que “La Universidad no es una mala idea”.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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