El momento actual tiene el valor de la oportunidad. El cambio en la Educación Superior se vincula al proceso de convergencia que emprendieron hace más de un decenio las Universidades europeas. La Educación Superior en esta orilla del Atlántico, a diferencia de lo que ocurre en la otra, venía necesitada desde hace tiempo de un impulso que la revitalizase. Un impulso que la aproximase a las expectativas laborales y ciudadanas que han emergido en los últimos decenios.
Ello es lo que subyace, o se pretende que así sea, bajo el manto de lo que coloquialmente se denomina proceso de Bolonia. Una educación mejor en contenidos, pero no limitada a una acumulación de ellos, contrastada con un sistema eficiente de garantía de calidad, que sustituya paulatinamente los controles a priori de las ofertas educativas de los diversos sistemas universitarios de cada país por la evaluación de los resultados alcanzados en las respectivas instituciones.
De un modo tradicional, los estudiantes universitarios europeos, y con mayor intensidad los españoles, veían su Universidad como un lugar en el que podían obtener un diploma, tras acudir a unos cientos de horas a determinadas clase, durante unos años pautados rígidamente, tomar los apuntes correspondientes y con su memorización superar los exámenes programados. Poco más esperaban, en cuanto a formación de su paso por las aulas de las Facultades o Escuelas. La percepción de la enseñanza universitaria que recibían era bastante más pasiva de lo deseable. En muchos casos, aún sigue siendo así.
Algo había que hacer con los métodos educativos y con la ordenación académica para que en adelante no siguiesen predominando los mismos principios educativos, para romper con esa rutina. En España, como demuestran numerosos estudios comparados sobre los logros formativos en los diversos países, la formación universitaria ha sido y es demasiado teórica, poco práctica. Lo importante es lo que dice el profesor. Las iniciativas de carácter activo de los estudiantes, su trabajo sistemático en grupo o sus valores comunicativos siempre han sido secundarios respecto a los conocimientos adquiridos.
No puede seguir aceptándose esa visión estereotipada y antigua del estudiante, como un joven que un día llega a la institución, pasa durante varios años con más pena que gloria por sus aulas y, al final, la abandona con un título bajo el brazo rumbo a la búsqueda de empleo. Ese joven tiene habitualmente un buen bagaje de conocimientos, pero no dispone de otras competencias y habilidades, tan necesarias o más, para su éxito profesional. La estructura y la organización de la oferta académica ha sido la primera reforma abordada en la construcción del Espacio Europeo de Educación Superior. El horizonte de 2010 marcaba el límite temporal en el que debían converger los estudios universitarios de todos los Estados, de modo que sus vigentes planes de estudios debían adaptarse a los nuevos tiempos.
Pero en el reposicionamiento de la Educación Superior, además de la adecuación entre la oferta y la demanda de estudios, se encuentran en discusión otras cuestiones capitales, y que influyen decisivamente en el modo en que se educa a los jóvenes. Las capacidades que adquieren los estudiantes, la motivación y formación del profesorado y las metodologías que emplean, así como la adaptación de las estructuras organizativas a las nuevas demandas, constituyen los “actores” y el “escenario” de un cambio educativo profundo y deseado.
Casi todo estaba por construir, hace apenas un decenio, en cuanto a las nuevas esperanzas de progreso depositadas en el tiempo nuevo para la Educación Superior de los europeos. Pero en la hora de culminación de las transformaciones esperadas lo que también llegó fue la crisis económica y financiera. Se instaló la crisis económica en la sociedad europea y se han puesto en riesgo las expectativas de renovación educativas que se habían diseñado en los años previos. Las condiciones de crisis social y de dificultades en el empleo para los actuales universitarios no debe reducir el alcance en la mirada del tiempo futuro. Las generaciones jóvenes, superadas las turbulencias económicas y financieras actuales, tiene ante ellos un mundo que soñar. Un papel primordial de la Universidad consiste en animarlos a hacerlo, no en recortar sus expectativas ni reducir sus ambiciones.
En definitiva, la Universidad de hoy ha de seguir buscando con especial anhelo, con superior ahínco si cabe en las actuales circunstancias, la excelencia académica y para ello ha de formular con nitidez sus objetivos institucionales, tanto para sus actividades docentes como para su producción científica y sus resultados de investigación. Su comunidad universitaria debe tener claro el qué, el cómo y el para qué de su labor académica y científica. ¿Qué tendría que hacer una Universidad para que fuese considerada excelente? En su obra La Universidad del futuro, Antonio Pulido la describe. Todos sus integrantes deben cumplir a la perfección sus cometidos. Los profesores, seleccionados entre los más competentes, deben buscar el equilibrio entre sus tareas docentes e investigadoras. Los estudiantes han de sentir vocación por los estudios. La competencia y la responsabilidad son los dos valores que caracterizan el quehacer cotidiano de una institución semejante.
Pero Antonio Pulido, con mucha razón, califica en su escrito a una Universidad en la que se den todo ese tipo de imperfecciones como utópica. La cuestión es cómo dar pasos certeros para hacer cada vez mejor a la institución. ¿Cómo conseguir que avance hacia la excelencia? ¿Cómo identifica de manera eficiente una Universidad las demandas formativas y las satisface? ¿Cómo garantiza niveles de calidad suficientes? ¿Cómo favorece la orientación internacional de sus contenidos y sus metodologías? ¿Cómo vincula su actividad científica a las necesidades intelectuales y productivas? ¿Cómo valora la sociedad la producción científica y tecnológica de la Universidad? ¿Qué presencia internacional tiene? ¿Qué valores y actitudes desarrolla en sus alumnos? ¿Cómo favorece la empleabilidad de sus egresados? ¿Qué recursos dispone para facilitar el aprendizaje de sus estudiantes? ¿Cómo valora e incentiva a su profesorado? ¿Cómo consigue que sus profesores se comprometan institucionalmente? ¿Qué papel desempeña el personal de apoyo en la labor docente e investigadora? ¿Cómo facilita la Universidad la participación de sus docentes en redes internacionales? Todos estos interrogantes y muchos otros más que se podrían añadir necesitan unas respuestas concretas, que conduzcan a las correspondientes estrategias para alcanzar los resultados pretendidos. El conjunto de todas las acciones que, como consecuencia de las contestaciones dadas a los interrogantes anteriores, se lleven a cabo permitirán progresar en la senda de la excelencia.
Esa suma de estrategias y actuaciones, ordenadas e integradas en un plan global, debe dar origen al modelo educativo de la Universidad. Un modelo que no es estándar ni único para todas las instituciones, sino que viene condicionado por las fortalezas y debilidades de cada uno. El establecimiento de un modelo educativo propio permitirá que la Universidad se posicione en su entorno más próximo y con una dimensión internacional.
Tomado del blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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