El debate acerca del modelo de financiación de la universidad pública se presenta crucial e inaplazable. A pesar de las dificultades políticas del momento presente, así como de las limitaciones económicas que pueden derivar del cumplimiento de la llamada “regla de gasto”, en especial en un contexto de prórroga presupuestaria, las universidades públicas no “pueden esperar más”.
Este nuevo sistema debiera partir de una financiación basal, pública, suficiente y estable, dirigida a hacer frente a los costes básicos de la docencia, la investigación, la innovación y la gestión, así como a mantener las infraestructuras y equipamientos universitarios. Asegurada esta parte de financiación básica es absolutamente necesario plantear una limitada y complementaria atribución de recursos económicos en función del cumplimiento de ciertos objetivos y resultados, mediante la justa y proporcionada aplicación de contratos-programa con las diferentes universidades públicas; un plan de inversiones universitarias que permita afrontar la mejora de los edificios, instalaciones y laboratorios; un plan orientado a dar respuesta urgente a los retos derivados del relevo generacional de las actuales plantillas de PDI y PAS; un reforzamiento del actual sistema de becas, distinguiendo entre criterios de equidad, excelencia y movilidad; y la activación de aquellas reformas legales que permitan incentivar la “cultura del mecenazgo”.
Junto a concretos proyectos de crowfunding, parece oportuno tomar en consideración la necesidad de potenciar la captación de fondos privados por las universidades públicas mediante diferentes formas de fundraising, entendido éste como la búsqueda de recursos económicos de origen privado, voluntarios y eventuales, que responden a motivos filantrópicos y conforman una partida de financiación, complementaria, fundada en la entrega de donaciones destinadas a la financiación de nuevos proyectos para el desarrollo institucional de la universidad y, que han de ser entregados, a éstas o sus fundaciones, por parte de antiguos alumnos, fundaciones, empresas, u otras organizaciones comprometidas con los valores, objetivos y resultados de la universidad pública.
En el seno de la fórmulas de fundraising tienen cabida las acciones de mecenazgo en las que el benefactor no contempla los beneficios de su aportación y, en consecuencia, no determina el destino de tales fondos; las de “development”, relativas a las relaciones entre la universidad y sus alumni; las de “advancement”, referidas a los stakeholders que se relacionan con la institución mediante la colaboración universidad-empresa; y las propias del “endownent”, entendido como dotación de fondos a la universidad y en las que el donante le otorga a ésta la instrucción de invertirlas de forma permanente, de tal forma que solo los intereses generados y la apreciación del capital pueden ser objeto de inversión en proyectos de la institución.
El fundraising, cuyos resultados no son automáticos, es una oportunidad de captación de fondos, pero también implica riesgos para con el principio de autonomía universitaria. No es bueno o malo per se, sino que ello dependerá, en especial, de cómo se diseñe, planifique, aplique y controle. En cualquier caso, dicha financiación “privada” no puede ni debe suponer nunca una encubierta “mercantilización” de las universidades públicas. Los fondos obtenidos por la vía del fundraising jamás deben ser “alternativos” en orden a la cobertura de la financiación estructural de las instituciones públicas de educación superior. Por el contrario, en una estrategia de largo recorrido, deben estar orientados a posibilitar nuevos proyectos y oportunidades.
Si somos conscientes de que la universidad pública, con sus problemas, es una de las instituciones mejor valoradas por la sociedad, nada debiera impedir que, conjuntamente con la aprobación de nuevas normativas legales que así lo favorezcan (vgr. mediante incentivos fiscales), se produzca un cambio de mentalidad, de tal forma que la ciudadanía y las empresas tengan claro que, por causas sociales, educativas o culturales, bien vale la pena “invertir sus ahorros o capital en la universidad pública”.
La primera parte de esta acción estratégica, basada en la atracción por la reputación, así como en una comunicación mucho más centrada en los “sentimientos”, no debiera dirigirse tanto hacia las grandes empresas, sino más bien hacia los “alumni” (pequeños donantes), mediante el refuerzo de su sentimiento de pertenencia respecto a la institución en que cursaron su formación universitaria. Las empresas tienen diferentes opciones para convertirse en donantes: la filantropía y responsabilidad pública (donaciones, mecenazgo, premios, ayudas, becas, cátedras de empresa, contratación social); la filantropía organizada en una nueva entidad (fundación-empresa); y la filantropía y estrategia comercial (patrocinio, marketing); pero sus aportaciones son, por regla general, a corto plazo y sometidas a la incertidumbre temporal de su cuenta de resultados anuales. Por el contrario, los alumni, más cercanos a la universidad, debieran hacer posible que las universidades públicas cuenten con aportaciones económicas más “estructurales” y a largo plazo, así como fomentar, fruto de su implicación activa, una auténtica red de amigos. De ahí, precisamente, que parezca llegada la hora de potenciar las funciones de fundraising con las redes alumni.
El fundraising no es un simple proceso de “pedir”, sino que, previamente, requiere “saber transmitir” la importancia de un proyecto a los hipotéticos donantes, pues solo así se podrán captar fondos para una causa, entendida esta última como una necesidad pública que les pueda interesar. Estas donaciones implican, como así se constata en las grandes universidades estadounidenses y británicas que se han dotado de unidades especializadas (algunas integradas por más de cien personas), un “coste” de sensibilización, captación y gestión. Lejos del efecto “péndulo” que sobre el particular puede apreciarse en no pocos equipos rectorales, es momento de que las rectoras y rectores ejerzan su liderazgo; se articule, con paciencia, una oficina de fundraising guiada por su profesionalización; los Consejos Sociales se impliquen activamente en la captación de recursos; se reduzcan las trabas burocráticas internas, y se implementen diferentes fórmulas de control acerca del destino y uso final de los fondos recaudados.
Todo ello debe acompañarse de un nuevo marco normativo que permita fomentar el mecenazgo en I+D+I y que, por extensión, haga posible que las aportaciones privadas a la universidad pública puedan verse como “algo normal y bueno”, en la medida en que, altruistamente, vengan orientadas a facilitar el progreso científico. Para conseguirlo hay que dotarse, en paralelo, de una nueva fiscalidad que favorezca dichas donaciones privadas, no tanto para las grandes empresas o rentas más altas, sino más bien para las rentas medias y los alumni (en Catalunya, por ejemplo, a la deducción general del 75% por donación de los primeros 150 euros, se añade también un 25% si lo es a centros de investigación adscritos a las universidades catalanas y a los promovidos o participados por la Generalitat, siempre que tengan por objeto el fomento de la investigación científica y el desarrollo y la innovación tecnológica).
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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