El Ministerio de Universidades ha presentado el borrador de un Real Decreto de creación, reconocimiento, autorización y acreditación de universidades y de centros universitarios, que sustituiría al RD 420/2015, de igual denominación.
Aspectos principales del decreto
El borrador incluye los requisitos para la creación de universidades públicas y el reconocimiento de las privadas y se trata, por ello, de una iniciativa necesaria, generalmente bien acogida, para garantizar unos niveles mínimos de calidad en todos los componentes de nuestro sistema universitario.
Necesaria, porque, como se sabe, en nuestro sistema universitario coexisten las universidades públicas, con una buena calidad media, y las privadas, entre las cuales algunas con bajo nivel académico, lo que se refleja en una actividad de investigación escasa o prácticamente inexistente. Esta convivencia de buenas y muy buenas universidades con otras que no lo son resulta perjudicial para todo el sistema y la mayoría de elementos que lo integran. Por otra parte, la acelerada proliferación de universidades privadas, especialmente intensa en determinadas autonomías, presagia una peoría de la situación.
Un decreto de esta naturaleza suscita algunas cuestiones importantes, como son el papel de las universidades privadas, con o sin afán de lucro, en el sistema o la conveniencia de concentrar la investigación en algunos campus, de modo que otros tengan solo, o fundamentalmente, actividad docente, como ocurre en otros países y como ha planteado el Secretario de Universidades de la Generalitat de Cataluña. Pero no es el momento, ni esta entrada es el lugar para abordar estos temas.
Lo que me propongo analizar brevemente aquí es hasta qué punto las disposiciones previstas en el borrador son suficientes para alcanzar el objetivo básico que se expone en su preámbulo, a saber, asegurar la calidad de la actividad académica de todas las universidades, públicas, privadas, presenciales, no presenciales o mixtas. No comentaré detalladamente el texto, porque se trata de un borrador y, como tal, seguramente conocerá sucesivas versiones en que los defectos parciales que este pueda tener serán subsanados.
De todos modos, no me parece eludible referirme específicamente, en primer lugar, a uno de los requisitos previstos en la propuesta.
La proporción de personal temporal
El artículo 7-3 del borrador establece que “las universidades garantizarán que el personal con contrato laboral temporal no podrá exceder del cuarenta por ciento de la plantilla docente”. Esta condición del cuarenta por ciento es la que impone a las universidades públicas, y que el decreto extendería a las privadas, el artículo 48-5 de la LOU: “el personal docente e investigador con contrato laboral temporal no podrá superar el 40 por ciento de la plantilla docente”.
Es decir, en el caso de las universidades públicas este requisito tiene la peculiaridad, en relación con otros contenidos en el borrador, de que ya existe en la LOU, por lo cual los plazos que concedería el decreto para cumplir con las condiciones que establece no le serían aplicables. Y dado que, como es bien sabido, son numerosas las universidades públicas en que desde hace algunos años se sobrepasa el 40 % de PDI temporal, se requieren acciones inmediatas que exceden de las que pueden adoptarse en un real decreto.
Los requisitos para la creación o reconocimiento y la autorización de inicio de actividades
Las universidades nuevas dispondrán (disposición transitoria 1ª) de cinco años para cumplir los requisitos establecidos en el borrador (el mismo plazo, por cierto, que tendrán las ya existentes para adaptarse a ellos), mientras que el texto es poco preciso en lo que respecta a qué condiciones deberán cumplir para poder iniciar las actividades.
Si en el momento de iniciar sus actividades la universidad no satisface en una proporción significativa los requisitos parece difícil que pueda cumplirlos una vez transcurrido el plazo fijado. Como no cuesta imaginar las alharacas a que puede dar lugar el hecho de revocar la autorización de inicio de las actividades académicas de una universidad que lleve ya años funcionando y los perjuicios que ello sin duda causará al estudiantado presente y pasado y al personal, vale más prevenir que curar. Por lo cual, más que confiar en una actuación ex post y, por supuesto, sin renunciar a ella cuando corresponda, sería preferible no autorizar el inicio de actividad de la universidad si esta no cumple ya unas condiciones mínimas que deberían fijarse en el propio decreto.
Los centros adscritos
Los centros adscritos tienen una visibilidad variable, pero su peso en el sistema universitario, aunque relativamente pequeño, no es baladí. En el curso 2019-2020 hubo 166 centros docentes adscritos, de los que 148 lo estaban a universidades públicas, con más de 82.000 estudiantes de grado y máster.
No se trata ahora de discutir si en 1983, cuando se aprobó la LRU, fue o no un acierto mantener sine die la figura de centro adscrito. En cualquier caso, a estas alturas valdría la pena hacer un balance de pros y contras, para los centros adscritos y para las universidades a que se adscriben, de su relación mutua.
Por lo pronto, ahora, con tantas universidades públicas y privadas, podría considerarse razonable que las universidades públicas adscribieran solo centros públicos. Pero esto no bastaría para evitar el hecho, que me parece indeseable a todas luces, de que centros creados por una universidad pública, y que por consiguiente son públicos, aunque operen en el marco del derecho privado, estén adscritos a la misma universidad que los ha creado y que en ellos se impartan enseñanzas oficiales a precios privados, ya que tales centros no están sujetos al régimen de precios que rige en las universidades públicas.
Por supuesto, un decreto no puede suprimir, como a mi parecer sería conveniente, la figura de la adscripción de centros, pero ello conduce a un callejón que parece de difícil salida: los requisitos más relevantes sobre docencia que el decreto establece para crear o autorizar universidades no son obviamente de aplicación a un centro, por lo cual a este el borrador solo le impone, a través del convenio de adscripción, condiciones sobre las características del profesorado y el número de estudiantes en títulos de formación permanente en relación con el correspondiente a títulos oficiales. En lo que respecta a la investigación, el borrador dice únicamente que el convenio de adscripción deberá incluir “la planificación del desarrollo de la actividad de investigación de su personal docente e investigador”.
Con todo lo cual, según parece, volveríamos a la casilla de salida, o poco más. Algunas de las universidades a las que se revocara la autorización de actividad por no cumplir las condiciones mínimas establecidas en el decreto podrían adscribir sus centros, por separado o en bloque, a una universidad pública o privada y seguir como ni nada hubiera ocurrido. Alternativamente, podrían cambiar de razón social y solicitar una nueva autorización o intentar integrarse en otra universidad que pudiera acogerlas.
La formación permanente
Los programas docentes no oficiales adquieren en este borrador, que los engloba bajo la denominación de «formación permanente”, un relieve y una consistencia inusitados. Tal vez, por el hecho de que algunas universidades se dedican preferentemente a este tipo de formación, más rentable que la reglada precisamente porque no lo está.
Ya solo faltaba que en una disposición legislativa se refiriera a “los títulos de formación permanente con rango y denominación de ‘Máster’”, sin que, por otra parte, se defina condición alguna para alcanzar este rango, para que la confusión existente al respecto subiera unos cuantos grados.
La LOU (DA 19ª) establece que “Sólo podrá utilizarse la denominación de universidad, o las propias de los centros, enseñanzas, títulos de carácter oficial y validez en todo el territorio nacional y órganos unipersonales de gobierno a que se refiere esta Ley, cuando hayan sido autorizadas o reconocidas de acuerdo con lo dispuesto en la misma. No podrán utilizarse aquellas otras denominaciones que, por su significado, puedan inducir a confusión con aquéllas”.
A este respecto, no parece dudoso que la coexistencia de la denominación de “máster universitario” con la de “máster” a secas puede inducir a confusión, máxime cuando los másteres-no universitarios pueden ser impartidos por las propias universidades, por las entidades parauniversitarias que puedan haber creado (bajo la figura jurídica de fundación u otras) o por otras entidades públicas o privadas, con la colaboración de una universidad o sin ella. El decreto, u otro a propósito, no debería consolidar estas denominaciones de difícil encaje en la ley, por así decirlo, sino regular de una vez por todas esta cuestión, sobreponiéndose a los muchos intereses creados al respecto.
En otro orden de cosas, el requisito de que el número de estudiantes de formación permanente no supere el doble del de estudiantes de enseñanzas oficiales, y sin entrar en si esta proporción es o no adecuada, es fácil de cumplir, salvo que el decreto incluya alguna cláusula apropiada al respecto, sin más que asignar la formación permanente a una entidad parauniversitaria.
Responsabilidades y consecuencias
Como es bien sabido, muchas disposiciones legales relativas a la universidad se incumplen con frecuencia variable sin que ello tenga consecuencia alguna, salvo para la calidad de las actividades académicas. Por ejemplo, el incumplimiento del límite de PDI temporal sobre la plantilla correspondiente se extiende a numerosas universidades de diversas comunidades autónomas, sin que ninguna autoridad académica o administrativa haya hecho nada, al parecer, para que no se llegara a este estado de cosas ni para corregirlo cuando ya ha alcanzado el estatus de hecho consumado.
Parece, pues, estrictamente necesario que el decreto defina las responsabilidades correspondientes a la ejecución de las medidas previstas en los casos de incumplimiento de las condiciones establecidas y, asimismo, las consecuencias que puedan derivarse por el hecho de no ejercer dichas responsabilidades.
Si no, lamentablemente, existe un alto riesgo de que el decreto se convierta, transcurridos cinco años desde su aprobación, en agua de borrajas.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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