El título y la idea de esta entrada pertenece al texto que introduce el tercer capítulo del último y muy recomendable libro de mi más que amigo Fernando Trujillo “Activos de aprendizaje. Utopías educativas en construcción“.
Por supuesto que a Fernando le debo mucho más que este título y la inspiración para este texto.
Le debo gran parte de lo que sé sobre educación y, sobre todo, lo que es más importante, una manera de estar en educación. Una forma de acercame y afrontar los retos educativos de nuestro tiempo.
Frente a los discursos extremadamente simplificadores, superficiales y muchas veces falaces que abundan en el debate educativo, Fernando nos ilumina a diario con dosis de solidez, profundidad, espíritu crítico, generosidad, responsabilidad y compromiso intelectual.
Estoy seguro de que no me equivoco si digo que somos muchos los que le miramos cuando buscamos orientación sobre algún tema educativo. También, a menudo, sobre asuntos no educativos.
Por supuesto que a Fernando le debo mucho más que este título y la inspiración para este texto.
Le debo gran parte de lo que sé sobre educación y, sobre todo, lo que es más importante, una manera de estar en educación. Una forma de acercame y afrontar los retos educativos de nuestro tiempo.
Frente a los discursos extremadamente simplificadores, superficiales y muchas veces falaces que abundan en el debate educativo, Fernando nos ilumina a diario con dosis de solidez, profundidad, espíritu crítico, generosidad, responsabilidad y compromiso intelectual.
Estoy seguro de que no me equivoco si digo que somos muchos los que le miramos cuando buscamos orientación sobre algún tema educativo. También, a menudo, sobre asuntos no educativos.
Y aunque sé que su sincera humildad no le dejará admitirlo, creo que lo que escribe y dice nos ayuda a muchos a orientarnos en este complejo territorio que supone la educación y en el empeño que nos mueve a diario hacia su mejora.
Una mejora y un cambio para el que, como el propio Fernando dice, es necesaria la utopía. Una utopía que, como a su vez decía Eduardo Galeano, está en el horizonte. Y un horizonte que siempre está lejos pero hacia el que, gracias a Fernando, caminamos (para eso sirve la utopía, para caminar) cada día con algo más de luz y optimismo.
¿Aprender?, sí, pero antes que todo vivir. Aprender a través y en relación con la vida.John DeweyLa vida no enseña nada directamente, sólo refuta falsos prejuicios.Nicolás Gómez Dávila. Escolios a un texto implícito
Jugar el partido* y no quedarnos solo con imaginar cómo sería jugar el partido, ni siquiera con preparar el partido. Jugar el partido con la convicción de que jugarlo es la mejor manera de aprender a jugar. Jugar el partido para entender que en el campo no todo está bajo control, que las cosas no son ni blanco, ni negro, que se puede jugar bien y perder, pero que también, al revés, se puede jugar mal y ganar. Jugar el partido para aprender de los errores. Jugar el partido, eso sí, para ser cada día mejor jugador. Jugar el partido por jugarlo.
Cualquiera que haya hecho o haga deporte sabe que jugar el partido no es fácil. Que nada es innato. Que no basta con saltar al campo para saber jugar. Que no basta con saber jugar para jugar bien. Que por mucho que nos empeñemos, las cosas no siempre salen bien.
Cualquiera que haya hecho o haga deporte sabe que la distancia entre poder hablar sobre el juego y poder jugar es infinita. Que jugar el partido requiere muchas horas de entrenamiento, mucho esfuerzo y mucho sacrificio. Requiere a partes iguales de conocimientos, habilidades y actitudes. Requiere poner a jugar simultáneamente cabeza, cuerpo y corazón. Que jugar el partido moviliza muchos y variados conocimientos. Requiere conocer y comprender las reglas del juego, las escritas y las no escritas. Requiere también mucha técnica. Jugar el partido implica repetir hasta el aburrimiento jugadas, tácticas y estrategias. Requiere interiorizar y automatizar movimientos. Requiere memoria y creatividad. Anticipación y repetición. Improvisación y planificación. Ser capaz de recordar lo que pasó y visualizar lo que aún tiene que pasar. Requiere jugar sin parar de pensar, pero hacerlo como si no estuvieras pensando.
Cualquiera que haya hecho o haga deporte sabe que jugar el partido requiere confianza en uno mismo y, si es un deporte de equipo, confianza en los otros. Requiere saber gestionar la incertidumbre y los nervios. Controlar las emociones y los impulsos. Requiere aprender a tomar decisiones. Requiere asumir que a veces las cosas no salen como uno quisiera. Requiere saber tolerar la frustración y la confusión. Requiere mantener la concentración y el esfuerzo hasta el último minuto. Jugar el partido requiere conocer tu estado de ánimo y el de tus compañeros. E imaginar el de los rivales. Requiere entender lo que pasa en el terreno de juego, pero también lo que está pasando fuera del mismo.
Cualquiera que haya hecho o haga deporte sabe que jugar el partido no solo es difícil. Es complejo. Está lleno de conocimientos no escritos, conocimientos tácitos y pegajosos, difíciles de transmitir a otros. Y que por eso, no hay libros, ni manuales, ni instrucciones que nos sirvan para aprender a jugar el partido.
Cualquiera que haya hecho o haga deporte sabe que, al final, la única manera de prepararse para jugar el partido es jugándolo. Sabe que para aprender a jugar hay que jugar. Igual que la única manera de prepararse para la vida es viviéndola.
Preparar para la vida siempre ha sido el fin de toda educación. Al fin y al cabo, educar no es otra cosa que preparar para la vida. Pero el fin de la escuela no siempre ha sido preparar para la vida, no al menos con el sentido global con el que hoy lo entendemos. Es cierto que son muchos los educadores que a lo largo de la historia han reclamado una mayor conexión entre la escuela y la vida, entre el aula y lo que sucede fuera de la misma. Es cierto que para muchos el lema dejad que la vida entre en la escuela ha sido y es su norte pedagógico. Pero estos educadores han estado (y siguen estando desgraciadamente en muchos casos) en los márgenes del sistema. La realidad es que, durante la mayor parte de su historia, la escuela ha tenido principalmente un fin profesionalizador y selectivo, no un fin formativo, ni de preparación para la vida (Fernández-Enguita, 2018).
Preparar para la vida no era un asunto escolar, o no era un asunto principalmente escolar, sino la responsabilidad de otros entornos (no formales e informales) donde también se educaba y se sigue educando hoy, la familia, los amigos, el barrio, el ocio.
Pero ahora sí lo es. Hace ya varias décadas que hemos atribuido de manera clara y explícita a la escuela un rol preponderante, aunque no exclusivo, en la compleja tarea de educar a las personas. Hace ya varias décadas que los sistemas educativos de todo el mundo han declarado su intención de formarnos a todos de manera integral. Formarnos a todos para que podamos responder e intervenir de la manera más apropiada posible con respecto a los problemas que nos depara y deparará la vida, no solo en el ámbito profesional, sino también y siguiendo a Jacques Delors, en los ámbitos personal, social y académico. Hace años que pedimos a la escuela que contribuya de manera decisiva a desarrollar en todos (sin dejarse a nadie) las competencias necesarias para llevar adelante nuestros proyectos vitales. Que nos ayude en la compleja tarea de aprender a ser, aprender a conocer, aprender a hacer y aprender a vivir juntos. Que nos ayude, en definitiva, a jugar el partido.
Pero educar de manera integral a todos, igual que jugar el partido, es un asunto de gran complejidad. Y al igual que sucede en el campo de juego, no basta con saber para saber jugar, sino que es necesario también saber hacer y hacer con sentido. Lo que sabemos no transmuta en planes de acción, dice Juan Ignacio Pozo (2016), si no estamos acostumbrados a afrontar la incertidumbre que supone tomar decisiones y abordar nuevos territorios por los que nunca hemos transitado.
A jugar solo aprendemos jugando.
Pero en la escuela muchas veces, como advierte Fernando Trujillo (2018), no llegamos a jugar el partido. Hemos tratado de enfrentar el reto de la complejidad mediante la fragmentación y la división del todo en sus elementos; separando y disciplinando el conocimiento; centrándonos en un solo tipo de conocimientos; inhibiendo la acción; ignorando la transferencia de conocimientos; haciendo hincapié más en un aprendizaje sobre las cosas que en un aprendizaje para hacer algo con esas cosas; orientando, en suma, el aprendizaje más al decir que al hacer, como si aprender sobre algo fuera suficiente para luego poder hacer algo. En la escuela, dice Trujillo, “somos, en muchos casos, entrenadores sin partidos.”
Y aunque es cierto que, en algunas situaciones, esta estrategia tiene su utilidad y es efectiva también sabemos que no es suficiente. Reducir la complejidad a sus elementos y tratar de abordarla desde el dominio de las partes puede funcionar bien para aproximarnos a ciertos problemas, pero no es efectiva si lo que pretendemos es abordar metas educativas complejas como las actuales. El problema es que la suma de las partes casi nunca da como resultado el todo. Que los elementos aislados no tienen mucho sentido en ausencia del juego completo. Que aprender a decir no nos garantiza que cuando llegue el momento seamos capaces de jugar.
Que para jugar necesitamos también del campo de juego.
Aprender a decir y aprender a hacer son dos formas diferentes de conocer el mundo. No basta con tener conocimientos para saber usarlos, dice Juan Ignacio Pozo (2016). Aprender a hacer requiere una participación activa (y social); saber relacionar la nueva información con el conocimiento previo; la autorregulación y la reflexión; comprender más que memorizar; aprender a transferir; dar tiempo para la práctica y atender a las diferencias de desarrollo e individuales (Stella Vosniadou).
En este contexto, la clave para abordar los retos educativos actuales pasa por acortar la distancia entre el saber, el saber hacer y el saber ser, desarrollando al máximo la capacidad de los estudiantes para movilizar y transferir los conocimientos recibidos. Saber hacer, usar el conocimiento adquirido, requiere un entrenamiento específico basado en la solución de problemas, no en la mera acumulación de saberes (Juan Ignacio Pozo, 2016). Requiere, como dice Erik de Corte (2016), trabajar “la capacidad de aplicar con flexibilidad y creatividad los conocimientos y las habilidades adquiridas de manera significativa, en una variedad de contextos y situaciones”. Aprender nos hace competentes cuando podemos activar y usar los conocimientos recibidos (Marchesi y Martín, 2014), cuando somos capaces de movilizar y combinar pertinentemente conocimientos diversos.
Afrontar los retos actuales de la educación exige cambios que tienen que ver tanto con el qué debemos aprender, como con el cómo debemos hacerlo. O, dicho de otra manera, afrontar los retos educativos hoy implica cambios en el que debemos enseñar y en el como debemos hacerlo.
No basta con una única manera de enseñar, ni con la transmisión de un único conjunto de conocimientos.
Saber jugar el partido nos exige no sólo adquirir una base de conocimientos accesible y organizados (los hechos, símbolos, conceptos y normas que constituyen los “contenidos” más tradicionales que la escuela ha transmitido normalmente), sino también “estrategias para abordar los problemas; conocimientos metacognitivos y sobre la propia motivación y las emociones; capacidad de autorregulación de esos procesos cognitivos y volitivos; creencias positivas acerca de uno mismo como alumno” (Erik de Corte, 2016).
“Nuestras cabezas están llenas de ideas y habilidades útiles que no vienen a la mente cuando son necesarias,” dice Guy Claxton. Todos somos capaces de pensar y hablar sobre el juego mucho mejor de lo que podemos jugarlo. El tipo de aprendizaje que necesitamos hoy implica trabajar la capacidad de “interpretar, reflexionar, razonar, pensar de manera abstracta, resolver problemas y generalizar lo que se aprende.”
Pero también requiere ir más allá de la mera reflexión racional. Requiere comprender la estrecha relación que existe entre emoción y aprendizaje. “Trabajar la capacidad para relacionarnos con los otros; comprender y manejar las emociones; establecer y lograr objetivos; tomar decisiones autónomas; y confrontar situaciones adversas de forma creativa y constructiva”. (Ortega Goodspeed, 2016)
Requiere, también, como sostiene Guy Claxton, prestar atención a las experiencias, las intuiciones y las corazonadas; atender a lo que dice nuestro cuerpo y nuestro entorno; soñar despierto y proyectar alternativas. Requiere ir más allá de un aprendizaje cerebral, incorporando también un aprendizaje corporal. Requiere comprender que el cuerpo desempeña un papel crucial en los procesos cognitivos. Que “sin sentimientos e intuiciones, la inteligencia abstracta se aleja de las sutilezas y complejidades del mundo real. Que somos capaces de explicar y comprender, pero incapaces de vincular esa comprensión con las necesidades y presiones de la vida cotidiana ” (Guy Claxton, 2015). El tipo de aprendizaje que necesitamos pasa por adquirir no sólo un conjunto de conocimientos y habilidades, sino también saber cuándo, cómo y con qué propósito podemos y debemos utilizar esos conocimientos y esas habilidades adquiridas.
Para preparar para la vida, la escuela debe buscar el desarrollo, en cada alumno, de un conjunto de conocimientos, habilidades, emociones, actitudes y valores que le permitan afrontar situaciones nuevas e imprevistas (Pérez Gómez, 2014). El principal desafío que enfrenta la escuela hoy es, por tanto, dotar a cada alumno de la “capacidad de asumir su realidad, reflexionar críticamente sobre ella, y decidir con autonomía intelectual” (Mella Garay, 2003).
Preparar para la vida sitúa a la escuela ante la necesidad de preparar a los estudiantes no para ser receptores pasivos de contenido, sino para convertirse en agentes activos que puedan manejar su carga de trabajo y evaluar sus progresos.” (Farrington, 2012). Preparar para la vida nos obliga a jugar el partido.
Y al igual que no hay un manual para jugar el partido, no existe una única metodología que nos prepare para la vida. La única respuesta ante la complejidad pasa por el dominio de múltiples estrategias y metodologías que nos garanticen que estamos trabajando no solo los componentes conceptuales (saber decir), sino también los componentes procedimentales (saber hacer) y actitudinales (saber ser). Pasa por llevar a los estudiantes al territorio de los proyectos y los problemas, entendiendo como tales tareas relativamente abiertas, que no tienen una única solución y que requieren de una gestión metacognitiva.
Aprendemos desde lo que pasa y desde lo que nos pasa.
Aprendemos cuando cruzamos las paredes del aula. Aprendemos a campo abierto. Aprendemos desde el territorio, desde la práctica y desde la experiencia. Aprendemos en el campo de juego. Aprendemos, una vez más, jugando. Preparar para la vida nos sitúa irremediablemente en la esfera de la acción. Aprendemos haciendo y reflexionando sobre lo que hemos hecho. Preparar para la vida nos lleva, una vez más, a jugar el partido.
Este artículo fue escrito y publicado originalmente para la Revista Ruta Maestra (nº25) editada por Santillana Colombia, a quien aprovecho para agradecer su confianza y su invitación a escribir y formar parte de un número especial dedicado a metodologías activas y en el que han escrito, entre otros, amigos como Miguel Barrero, Pepe Menéndez, Clara Megías, Manuela Fernández, Ángel Fidalgo, Alfredo Hernando, Ángeles Araguz, Marino Gallego o Mariana Ferrarelli. Aquí os dejo la versión en pdf.
Referencias bibliográficas:
*La metáfora original es de David Perkins en su libro Making Learning Whole. How Seven Principles of Teaching can Transform Education. Jossey-Bass. 2009
Guy Claxton (2008). Cultivating Positive Learning Dispositions. Disponible en https://www.seas.upenn.edu/~eas285/Readings/Claxton.Learning%20Dispositions.pdf
Guy Claxton (2015). Intelligence in the Flesh.Why your mind needs your body much more than it thinks. Yale University Press. P. 5
Erik De Corte (2016). OCDE, OIE-UNESCO, UNICEF LACRO. La naturaleza del aprendizaje: Usando la investigación para inspirar la práctica. Disponible en https://www.unicef.org/lac/20160505_UNICEF_UNESCO_OECD_Naturaleza_Aprendizaje_.pdf
Jacques Delors (1996). La educación encierra un tesoro. Disponible en http://www.unesco.org/education/pdf/DELORS_S.PDF
Camille A. Farrington (2012). Teaching Adolescents To Become Learners. https://consortium.uchicago.edu/sites/default/files/publications/Noncognitive%20Report.pdf
Mariano Fernández Enguita (2018). Más escuela, menos aula. Morata. Madrid
Álvaro Marchesi y Elena Martín (2014). Calidad de la enseñanza en tiempos de crisis. Alianza Editorial. p. 292
Elia Mella Garay (2003). La educación en la sociedad del conocimiento y del riesgo. Revista de enfoques educacionales, Volumen Nº 5 (1). http://www.facso.uchile.cl/publicaciones/enfoques/07/Mella_LaEducacionenlaSociedaddelConocyelCambio.pdf
Tamara Ortega Goodspeed (2016). Desenredando la conversación sobre habilidades blandas. Disponible en http://repositorio.minedu.gob.pe/bitstream/handle/123456789/4844/Desenredando%20la%20conversaci%C3%B3n%20sobre%20habilidades%20blandas.pdf?sequence=1&isAllowed
Ángel Pérez Gómez (2014). Aprender a pensar para poder elegir. Cuadernos de Pedagogía, Nº 447, Sección Monográfico, Julio 2014
Juan Ignacio Pozo (2016). Aprender en tiempos revueltos. La nueva ciencia del aprendizaje. Alianza. p. 191
Fernando Trujillo Sáez (2018). Activos de aprendizaje. Utopías educativas en construcción. SM. p. 81
Stella Vosniadou (2017). Cómo aprenden los niños. Disponible en https://www.uv.mx/rmipe/files/2017/02/Como-aprenden-los-ninos.pdf
Tomado de co.labora.red con permiso de su autor
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