Escribe Andrea Padrón Villalba
La crisis sanitaria nos ha obligado a cambiar numerosos aspectos de nuestra vida. Algunos de ellos se han expuesto anteriormente en este blog (aquí o aquí). En el ámbito universitario hemos tenido que cambiar a un sistema online o semipresencial sin tener muy claro lo que eso significaba.
La realidad no nos ha dejado muchas más opciones. El fracaso -evidente, en mi opinión- de estos últimos meses no puede ser achacable a los gestores que han puesto todo el esfuerzo posible tratando de compaginar los intereses en juego y las indicaciones confusas del Ministerio de Universidades.
Causas del fracaso
El principal problema no creo que sea la falta de aptitudes tecnológicas del profesorado. No pretendo afirmar que todo el cuerpo docente esté perfectamente formado en el uso de las tecnologías o que esté, siquiera, cómodo con ellas. Más bien pretendo hacer ver que lo que se nos pedía no debería ser excesivamente complicado para unos profesionales con título de doctor.
Considero que son mucho más problemáticos los dos errores en los que hemos caído -puede que inevitables por las prisas- sobre los que deberíamos reflexionar.
El primero es que los alumnos, por muy nacidos a partir del 2000 que sean, no son nativos digitales. No en el sentido casi místico que se le otorga. Es evidente que los alumnos que se encuentran ahora mismo en las aulas están habituados a ver y a usar dispositivos electrónicos. Sin embargo, diversos estudios académicos concluyen que ese ser mitológico del nativo digital que comprende perfectamente cómo funcionan las tecnologías y que se desenvuelve con soltura sin ningún esfuerzo previo no existe. El acceso temprano a las pantallas por sí solo no ofrece los conocimientos necesarios para ser un adulto responsable y funcional para su uso profesional.
El segundo es que hemos pretendido que el sistema online o, ¡peor!, el semipresencial es exactamente el mismo que siempre, pero cada uno en su casa. Sin embargo, la situación es muy distinta. En este modelo entran en juego diversos factores y es desaconsejable coger las clases tal y como estaban preparadas y limitarnos a reproducirlas a distancia. Aquí se puede leer un artículo interesante sobre este problema.
¿Adaptarse a cualquier precio?
El sistema semipresencial con esta modalidad es casi peor, porque el profesorado debe abordar dos sistemas diferentes y el alumnado debe irse adaptando según la semana o la asignatura. Cuando la semipresencialidad consiste en que un tipo de clase (generalmente las teóricas) son a distancia, pero otros formatos (grupos reducidos, prácticas…) se dejan para las clases presenciales, puede funcionar más o menos.
Sin embargo, cualquiera que haya estado en un aula estos meses y haya vivido —en un lado u otro—, una clase en la que la mitad de los alumnos están presentes y la otra mitad conectados desde casa podrá atestiguar que la situación es, cuanto menos, curiosa. No estamos haciendo blended learning, estamos sobreviviendo.
El esfuerzo que está haciendo el profesorado es muy grande y con estas reflexiones no pretendo menospreciar el gran trabajo de nuestros profesionales. Ahora bien, llegar a la conclusión, como he leído en varias ocasiones, de que estos meses demuestran que deberíamos pasarnos a un sistema de docencia online, porque las diferencias no se están notando, me parece no solo arriesgado sino también erróneo.
Las ventajas del cara a cara
En ese sentido, creo que si algo nos ha enseñado de verdad esta crisis sanitaria es que el modelo tradicional, con la transmisión del conocimiento de manera presencial, es un tesoro que no podemos despreciar.
La capacidad de enseñar mediante un formato presencial no tiene —al menos de momento— competencia frente a las limitaciones del sistema virtual.
En primer lugar, el aula es un espacio creado específicamente para enseñar. Uno de los beneficios que supone es el nivel de concentración que puede alcanzarse en un aula. En una encuesta hecha a mis alumnos a mediados de este cuatrimestre —nada representativa a niveles estadísticos, ya lo sé— les pregunté qué opinaban del formato digital. Prácticamente el 50 % respondió que lo encontraban peor y muchos admitían que les era más difícil prestar atención.
No creo que estos alumnos fueran una rara excepción en el sistema y eso me hizo reflexionar. Una clase universitaria no tiene por qué ser aburrida, pero sí debe ser intelectualmente exigente. Cualquier alumno, incluso el que tenga mayor predisposición por aprender, verá mermada su capacidad de aprender si no deja de recibir estímulos externos.
En segundo lugar, en el sistema virtual se pierde gran parte de la información no verbal que se transmite al enseñar incluso con la cámara puesta.
Para que el mensaje llegue de verdad es fundamental el cómo se transmite.
Como tercer ejemplo, la sensación de unidad y de espacio compartido que se puede crear en un aula no es reproducible desde el ordenador. Dadas las circunstancias inevitables, podemos encontrar buenos consejos para tratar de reducir estas limitaciones, pero nos requiere un sobreesfuerzo que la presencialidad ofrece casi por sí misma.
Las clases magistrales y la innovación docente
Este contexto ha permitido que aparezcan nuevas propuestas educativas más allá de la imperante innovación docente que promueve la eliminación de las clases magistrales, poniéndola de ejemplo de paradigma del sistema tradicional obsoleto.
He vivido como alumna esa horrible experiencia de un profesor que, con voz monocorde, recita unos apuntes extractados de un manual. Manual que como no podía ser menos había escrito él mismo. Todos tendremos en la cabeza a alguien así. Pero ¿son eso realmente las clases magistrales?
El famoso libro de Ken Bain, Lo que hacen los mejores profesores universitarios es una obra sobre la que no se puede afirmar que no tenga en cuenta a los alumnos y al mismo tiempo capaz de poner en tela de juicio lo que se hace hasta ahora. En ella, el autor es categórico al señalar que las clases magistrales son unas herramientas valiosísimas usadas por numerosos profesores considerados exitosos en su labor, además de apreciados por sus alumnos.
Por supuesto, destaca que en los matices está la virtud: un buen uso del tono de voz, el planteamiento de preguntas importantes, la conexión con los problemas prácticos… Pero concluye que los buenos profesores son los «eruditos y pensadores», centrados en conocer a fondo su materia. El argumento muy utilizado de ya está todo en internet, podría merecer muchos argumentos en contra. En esta ocasión baste decir que, si eso fuera cierto, no habría terraplanistas.
Cada cosa en su lugar
No pretendo afirmar que variar de método en función de la finalidad desaseada no sea enriquecedor. Las críticas demoledoras contras las tecnologías me han parecido siempre un tanto naif. La ludificación de algunos aspectos de las clases universitarias me parece una interesante propuesta (aquí un ejemplo exitoso en el ámbito de las ciencias jurídicas).
La clave está en no perder el norte, en entenderlo siempre como una herramienta y no un fin en sí mismo. En comprender que, para afianzar, primero hay que haber entendido y estudiado conocimientos teóricos.
No soy, ni mucho menos, la primera en defender las clases magistrales y, desde luego, lo han hecho ya profesores con muchos más galones que los míos. Aún así, creo que resulta de interés seguir recordándolo de vez en cuando, y ahora, más que nunca, necesario.
No vayamos a salir de esta crisis, no solo no siendo mejores, sino maltrechos.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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