Por Carlos Magro
Olvidamos que el mundo no nos pertenecía. Olvidamos que tenía que ser protegido, que era necesario detenernos y tomarnos tiempo. Pero el problema no era la velocidad, ni siquiera la aceleración. Era la prisa. Olvidamos que para habitar el mundo no hay que tener prisa, que hay que saber demorarse en el presente, que hay que enlazar con aquellos que nos han precedido, que hay que aprender a vivir en la provisionalidad, en el desarraigo y en la incertidumbre. Olvidamos que sin esa demora, sin esa atención, el mundo se convierte en un desierto.
Joan-Carles Mèlich. La fragilidad del mundo. 2021. Tusquets
“No sé leer. ¿Acaso alguien podría decir que sabe? Nos pasamos la vida leyendo, pero nunca aprendemos. Nadie sabe leer porque la lectura no es una competencia que pueda adquirirse de una vez por todas, sino una forma de vida, y nadie sabe vivir.” Así comienza Joan-Carles Mèlich su magnífico libro ‘La sabiduría de lo incierto1’. Otro grande, Sergio Pitol, decía que leer, como escribir y viajar es una actividad marcada por el azar. Solo se tiene la certeza de la partida. El resto es una bendita incertidumbre. Nunca se sabe lo que ocurrirá en el trayecto2. Existimos porque salimos de nosotros mismos.
Existir es siempre lanzarse a una aventura incierta. Nadie sabe vivir, porque siempre existimos a la primera, rodeados de ignorancia, de perplejidad y de dudas, continúa Mèlich. Pero eso es precisamente lo que nos hace humanos, que no sabemos vivir. Somos cuerpos en un tiempo y un espacio. Vivimos en la fragilidad, la vulnerabilidad, el miedo y lo incompleto. Como en el poema de Jorge Luis Borges3, cada instante puede ser el cráter del Infierno, pero también el agua del Paraíso. Y son precisamente la fragilidad con la que nacemos; las dificultades que siempre experimentamos para interpretar lo que nos pasa; y la incertidumbre sobre lo que nos ocurrirá durante el trayecto, lo que hace necesario la educación. Es la ausencia de palabras para explicar el Mundo y dar cuenta de lo que nos pasa por lo que hemos inventado la escuela.
Educar, dice Marina Garcés, es dar herramientas para leer el propio tiempo y ponerlo en relación con los que ya han sido y con los que están por venir. Educar es dar palabras que nos permitan leer y escribir el Mundo, porque siempre nos faltan y nos faltará la palabra justa. Educar sería abrir horizontes de posibilidad entre las sombras del Mundo, porque no hay Mundo sin sombras. La escuela, como la lectura, es un lugar de acceso a las palabras que ilumina trozos del Mundo y abre horizontes de esperanza. La lectura, como la escuela, es una ventana abierta al mundo. La escuela, cuando funciona como una escuela, siempre invita a recorrer caminos que no habíamos transitado aún, y que probablemente ni siquiera sabíamos que existían. La escuela, cuando funciona como escuela, nos da palabras (viejas y nuevas) y gramáticas que nos ayudan a habitar el mundo en el que vivimos. Habitar el mundo siempre es interpretar una gramática4.
La pregunta que debemos hacernos es si hoy estamos educando (no solo en la escuela) a los niños y a las jóvenes para aprender a leer y escribir el Mundo; si estamos educando a los niños y jóvenes para interpretar e imaginar otros mundos. La pregunta que debemos hacernos, como planteaba aquí Yayo Herrero (ver su conferencia en el Palau Robert), es si cabe la posibilidad de que en estos momentos, lejos de estar educando para que las personas más jóvenes vivan vidas dignas y felices, podamos estar educándoles en contra de su propia supervivencia. La pregunta, más concreta, es si la escuela hoy nos da las palabras que nos ayudan a entender el Mundo. Si la escuela hoy ilumina el mundo (nuestro mundo, su mundo), y abre horizontes de posibilidad o todo lo contrario.
Estamos ante una gran encrucijada. En las últimas décadas se ha producido un fenómeno de crecimiento desbocado de las desigualdades. No somos capaces de garantizar los más mínimos derechos fundamentales, ni de erradicar los conflictos, las guerras, el hambre o los desplazamientos forzosos. Estamos en medio de una crisis climática sin precedentes. Afrontamos un cambio de ciclo histórico en el que la crisis ecológica y la amenaza de colapso social son reales. Nos estamos jugando la vida. Vivimos en una época de inmovilidad frenética, de huida hacia adelante, en la que el futuro parece cada día más oscuro. Nos cuesta mucho leer el presente. Nos cuesta mucho más imaginar otros futuros. Para muchos jóvenes la palabra futuro ha dejado de tener sentido. Se ha convertido en un sinsentido. Andamos desempalabrados5. Las palabras perdieron su validez, como si de pronto todo lo que durante siglos había garantizado el sentido del Mundo se hubiera venido abajo6. Las palabras, que deberían dar forma a la realidad, se quedan flotando en el aire y ya no designan nada, los manuales escolares se quedan obsoletos de la noche a la mañana7. Pero, como escribe Andri Snær Magnason, “si mi vida, mi tierra y mis descendientes corren peligro, ¿no tengo la obligación de entender qué es lo que está en juego?, ¿qué palabras serán capaces de explicar el mundo?8”. ¿Cómo educar?, ¿cómo educar cuando el futuro es oscuro?, ¿cómo podemos nosotros los maestros y las maestras seguir enseñando como si nada pasara y seguir fingiendo que los estudiantes pueden aprender?9
Si el futuro es oscuro es porque el presente es opaco. La oscuridad del futuro es la sombra que proyectan unos presentes que no sabemos leer. Si el futuro es oscuro es porque nos faltan palabras. Y porque algunas de las que tenemos son tan nuevas que nos cuesta entenderlas en toda su profundidad.
No añoramos la vuelta a un inexistente pasado sin sombras que nunca ha existido, ni reclamamos un presente nítido que sería peligroso. Tememos a quienes prometen el retorno a un supuesto paraíso perdido. No hemos perdido el paraíso porque éste nunca existió. No creemos que exista un diccionario labrado en piedra que nos permita entender sin fisuras el mundo. Ni un diccionario intemporal que nos explique lo que nos pasa. Tampoco creemos en la existencia de un bote de la esencias humanas. No es eso lo que reclamamos, sino la capacidad para dar(nos), en cada momento, las palabras que nos permitan leer a media luz y escribir entre las rendijas del presente. Palabras que nos permitan plantear problemas propios y ensayar respuestas encarnadas11. Palabras que nos permitan imaginar otros futuros. No somos esencias. Somos una forma que se transforma constantemente e imprevisiblemente. Y esa forma que somos depende de las relaciones que establecemos con “lo otro” y con el Mundo12. La forma que somos depende de la educación. Educar es dar forma.
Leer es siempre entender, preguntar, saber, olvidar, borrar y conectar. Leer, dice Alberto Manguel, “nos brinda el placer de una memoria común, una memoria que nos dice quiénes somos y con quiénes compartimos este mundo. Leer (profunda y detenidamente) nos permite adquirir conciencia del Mundo y de nosotros mismos13”. Leer (educar) nos sitúa en el contexto de las palabras dadas y compartidas. Sin lectura común (sin una educación común), sin una memoria compartida es imposible habitar el mundo. La pregunta es ¿cómo enseñar a leer en voz alta? ¿cómo hacer de esa lectura una experiencia colectiva y compartida? ¿qué lenguajes necesitamos? ¿qué gramáticas debemos enseñar? ¿qué palabras nos debe dar la escuela? ¿dónde buscar nuevas palabras? ¿cómo debemos educar?
Preguntarnos por cómo educar es preguntarnos por cómo queremos vivir. Preguntarse por los saberes que debe promover la escuela es preguntarse por el sentido último de la escuela. Preguntarse por las finalidades de la educación es hacerlo sobre aquello que nuestros esfuerzos educativos deberían tratar de conseguir. Preguntarnos por las metas es, en definitiva, preguntarnos por el contenido, el propósito y las relaciones educativas. Y es preguntarnos también por los métodos. La pregunta sobre qué enseñar en la escuela, al estar vinculada a los fines, es siempre una pregunta acerca de qué es educativamente deseable14. Pero también es una pregunta vinculada al cómo deseamos aprender. No está de más recordar que no todo aprendizaje, ni toda metodología son educativamente deseables.
La educación es siempre un quehacer político, sostenía Pablo Freire. Es una práctica ética y política. Y en ese sentido, como decía Marina Garcés, preguntarse sobre qué y cómo debemos enseñar en la escuela es situarnos siempre ante una cuestión ética y política, porque “solo cuando tenemos claridad sobre lo que queremos lograr a través de nuestros esfuerzos educativos es posible tomar decisiones significativas sobre el qué y el cómo de tales esfuerzos, es decir, decisiones sobre los contenidos y los procesos15”. No está de más recordar que la educación, a diferencia del aprendizaje, está siempre enmarcada por un fin, es decir, por un sentido de propósito –lo que significa que los maestros y las maestras siempre necesitan hacer juicios acerca de lo que es deseable en relación con diferentes propósitos que enmarcan su práctica16. El educador es siempre un político y un artista (un artesano diría Jorge Larrosa); lo que no puede ser es un técnico frío. Ello significa que tiene que tener una cierta opción: la educación para qué, la educación en favor de quiénes, la educación contra qué17.
El deseo, creciente, de hacer que la educación sea sólida, garantizada, predecible y libre de riesgos, es un intento de negar que la educación lidia siempre con seres humanos, y no con objetos inanimados. También es una manera de negar nuestra vulnerabilidad y la fragilidad del Mundo. Querer convertir la educación en algo medible, objetivo y seguro es no entender que en educación “lo normal es que la cosa no funcione: que el otro se resista, se esconda o se rebele18.” Es no entender, como decíamos al principio, que son la fragilidad, la vulnerabilidad, el carácter situado y contingente de la existencia y la incertidumbre lo que nos hace humanos, y que, como decía Mèlich, siempre existimos a la primera, rodeados de ignorancia, perplejidad y dudas.
Educar siempre implica tomar partido y siempre conlleva un riesgo. Un riesgo que no está en que los educadores fracasen por no estar suficientemente cualificados. Un riesgo que no está tampoco en que la educación fracase por no estar suficientemente basada en la evidencia científica. Un riesgo que no está en que los alumnos fracasen por no estar esforzándose lo suficiente o porque carezcan de motivación. Un riesgo que existe porque la educación no consiste en llenar una vasija, sino en encender una llama. Un riesgo que existe porque no se puede ver a los alumnos como objetos para ser moldeados o disciplinados, sino como sujetos de acción y responsabilidad19.
Por eso, no necesitamos una educación objetiva, flexible y adaptable a las demandas cambiantes de la sociedad, sino una educación que, estando al servicio de la sociedad, respondiendo a la necesidad que tienen los jóvenes de leer su mundo, sea capaz, al mismo tiempo, de ser obstinada y ofrecer resistencia cuando sea necesario. La escuela es, insistimos, el lugar donde aprendemos a balbucear las palabras y las lenguas que nos permiten interpretar el Mundo20. La escuela es, o debería ser, el lugar donde aprendemos a leer y escribir el Mundo juntos. La escuela es, o debería ser, el lugar donde aprendemos juntos a prestar atención al Mundo, para entenderlo y poder actuar sobre él. Siendo conscientes de que “entender el mundo no significa adaptarse a él, sino precisamente tomar distancia para poder discutir lo que hay que cambiar21. ”
Por supuesto que es posible, y deseable, hacer que la educación funcione (no conozco ningún docente que no se acueste preocupado por que las cosas funcionen mejor). Por supuesto que es posible reducir la complejidad del aprendizaje humano, pero esa reducción de la complejidad tiene muchas veces un precio, y la cuestión moral, política y educativa que tenemos que hacernos es ¿qué precio estamos dispuestos a pagar para hacer que la educación funcione?
Para Meirieu, la tarea de la educación es movilizar todo lo necesario para que el sujeto entre en el Mundo y se sostenga en él, se apropie de los interrogantes que han constituido la cultura humana, incorpore los saberes elaborados por los hombres en respuesta a esos interrogantes y los subvierta con respuestas propias, con la esperanza de que la historia tartajee un poco menos y rechace con algo más de decisión todo lo que perjudica al hombre22. Educar es hacernos cargo de un trozo de Mundo del que dependemos y en cuyo interior reside el mundo común entero. Es prestar atención al Mundo. Educar es enseñar a habitar el Mundo.
La escuela es o debería ser el lugar donde aprendemos a dirigir la mirada, mantener la mirada y cultivar una mirada atenta. La escuela es un dispositivo atencional23. Y el tiempo escolar, un tiempo para prestar atención al Mundo.
Educar es sobre todo, enseñar a mirar. Aprender es aprender a mirar, aprender a prestar atención24 e ir a la escuela nos debería dar tiempo para demorarnos en algo o alguien, para prestarnos atención y cuidarnos. Eso significa el vocablo griego scholè: tiempo libre. Un tiempo libre y un espacio público desvinculado del tiempo y del espacio tanto de la sociedad, como del hogar. Vista así, la escuela es un tiempo y un espacio que nos pone en relación y vincula con el mundo y con los mundos de los saberes (las disciplinas en tanto que lenguajes de apropiación del mundo, a los que muchas solo pueden acceder en la escuela), que nos permiten leer y escribir, comprender y actuar sobre el mundo. La escuela nos da o debería dar palabras para habitar el Mundo, que es lo mismo que decir las palabras para cuidar del Mundo. Habitar tiene que ver con una relacionalidad cuidadosa y atenta25.
La escuela es o debería ser el lugar donde nos volvemos atentos. Ser maestro, maestra es, ante todo, ser un maestro, maestra de la atención, en el doble sentido de quien dirige la atención de sus alumnos hacia algo o alguien y de quien les presta atención y les cuida. Su tarea es “llamar la atención (señalar aquello a lo que merece la pena atender); sostener la atención (no abandonen, continúen atentos, no se distraigan); mejorar la atención (hacerla más refinada, más intensa, más detallista, más creativa, más matizada); y disciplinar la atención (conseguir que funcione según determinadas reglas)26.” Así entendida, como un dispositivo atencional, la escuela actúa simultáneamente como comunidad de aprendizaje y comunidad de cuidados27. Así entendida, la escuela es un umbral. Un pasaje que, si funciona correctamente, cuestiona las herencias y los destinos prefijados; está guiada por la equidad y orientada hacia la justicia ecosocial y la construcción de lo común.
Esa escuela es o debería ser un espacio de desaceleración, donde haya tiempo para reflexionar y pensar, donde se refuerce la atención y se aprenda a estar y ser atento28. Un lugar de desaceleración, centrado en el desarrollo de la atención, en el placer por aprender y en la práctica de la solidaridad y la construcción de lo común29.
Para leer bien necesitamos prestar atención, y para prestar atención es necesaria la lentitud. Necesitamos parar para leer el mundo. Un tanto a contratiempo, en un mundo crecientemente acelerado y obsesionado con la velocidad y los resultados, la escuela aún nos debería permitir demorarnos, darnos tiempo, entretenernos con el conocimiento y con el Mundo, prestar atención a las cosas, dar valor a lo inútil.
Lo importante en la escuela no está en lo que cada estudiante es capaz de capturar (aprehender) sino en lo que es capaz de compartir, en el inter-esse, en lo que está entre dos o más personas, que no es otra cosa que el Mundo en sí mismo30. Su sentido “no tiene que ver sólo con adquirir conocimientos o competencias o, en general, con el logro de resultados de aprendizaje, sino con la formación del sujeto y con la transformación de su relación con el Mundo, es decir, con hacerla más atenta, cuidadosa, densa y profunda31.”
La escuela no solo nos sitúa de manera muy diferente en el Mundo sino que nos saca de nosotros mismos, interrumpe nuestras «necesidades» y nos libera de las formas en que estamos determinados por nuestros deseos. Esa escuela que queremos es la escuela en la que se aprende a apaciguar las pulsiones, a respetar la alteridad, a entender el punto de vista del otro, a argumentar, a decidir colectivamente, y dar y a tener la palabra32. Es el lugar para aprender a pensar. Para aprender a leer y escribir el Mundo. Y hacerlo con y por los otros. Una escuela que convierte a niños y jóvenes en “sujetos capaces de vivir en el mundo sin ocupar el centro del mundo; capaces de superar sus impulsos, capaces de desempeñarse y de entender los puntos de vista de los demás33.”
Pensar en la escuela hoy, implica garantizar una educación pública digna para todas las personas, una educación que debe ser integradora y que combata la segregación y las desigualdades sociales. Una escuela que en sus prácticas articule el principio de educabilidad y el principio de libertad; sepa combinar el «derecho a la diferencia y el derecho a parecerse”.
Educar es dar herramientas para vivir el presente, dialogando con el pasado e imaginando el futuro. Herramientas para comprender que el futuro no es inexorable, sino problemático y, por tanto, sujeto a sueños, utopías, esperanzas y posibilidades. Y que nuestras representaciones del pasado, lejos de ser algo inamovible, pueden ser un poderoso agente de transformación del presente y de orientación para el futuro34. Educar es expandir la capacidad de la imaginación para pensar de otra manera y, consecuentemente, actuar de otra manera, mantener un poder responsable, e imaginar lo inimaginable35.
Educar es dar a todos y todas las herramientas necesarias para aprender a prestar atención al mundo y a quienes lo habitan, para cultivar el cuidado y el respeto, para hacer más densa la vida. Para aprender a estar juntos. Para conservar y renovar el mundo común. Para recuperar la esperanza. La emancipación se hace haciéndola, y esto significa, también, poner las condiciones para que las transformaciones verdaderas encuentren un lugar y un tiempo, aunque no sea validable a los ojos de ningún poder. Este lugar y este tiempo es el de la existencia como desafío compartido e irreductible. Siempre frágil pero persistente e inacabado36.
Este texto transcribe, más o menos, la conferencia que impartí el día 10 de marzo de 2022, en el Palau Robert dentro del ciclo de conferencias sobre la escuela pública organizadas por el Departament de Educació de Catalunya en el marco de la excelente exposición Portes Obertes a l’Escola Pública, comisariada por Joan Domènech.
Puedes leer la crónica que sobre la ponencia escribió Jordi Plana en el Diario de la Educación (en castellano) y en el Diari de l’educació (en catalán).
Referencias texto:
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- Joan-Carles Mèlich (2021). La fragilidad del mundo. Ensayo sobre un tiempo precario. Barcelona: Tusquets. 2021. p.50
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Tomado de co.labora.red con permiso de su autor
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