Escribe Rafael López Meseguer
El análisis gobierno de la universidad es un tema recurrente en la práctica investigadora dentro de las ciencias sociales. Imagino que la tentación de ligar conocimiento e interés hacia las prácticas de gobierno es demasiado atractiva como para no entregarse a dicha tarea. Así las cosas, podemos encontrar una amalgama de discursos y estrategias que incluyen conceptos complejos y ampliamente difundidos en el seno de las diferentes comunidades universitarias como los de autonomía, internacionalización, o algunas derivaciones de cosas que ya existen (gobernanza). Para el espectador que asiste curioso, sin embargo, quizá llame la atención la escasa utilización del concepto de democracia como criterio de la legitimidad del gobierno universitario en el ámbito europeo, a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurre en América Latina.
Quizá se trate de una precaución para no hacer de tal concepto lo que hoy se hace perversamente de él en la arena política (convertirlo en un concepto cerrado y exclusivo en forma de arma arrojadiza con el que calificar de antidemocrático al otro). Quizá nos hayamos creído que hemos entrado en un estadio de la democracia en el cual esta se da (o ha de darse) por supuesta y ahora debemos perseguir objetivos mayores. O quizá sean las dos cosas o ninguna de ellas.
Sin ánimo de ser exhaustivos, la democracia es (o ha de ser), en su concepción moderna, un concepto abierto e inclusivo. Robert Dahl afirmaba que la democracia es un conjunto de experiencias políticas, de instituciones, de valores, de culturas que desbordan mucho el sentido literal de la palabra. Sin embargo, su contribución más importante era señalar que es fruto de una conversación continuada entre sus defensores y sus críticos a lo largo de un proceso histórico que ocupa siglos de avances y retrocesos. Por tanto, de su naturaleza frágil y contingente, se desprende la necesidad que tienen las democracias de una conversación sobre sí mismas, lejos de retóricas simplistas. Y lo mismo se puede decir de la “democracia universitaria”.
Para ser sistemáticos en nuestro análisis distinguiremos entre democracia universitaria interna y externa. Los criterios de validez para afirmar la democracia interna, sobre la base de un sistema representativo de gobierno, tendrían que ver con la forma de ingreso en la carrera académica a través de lectura de tesis, los procesos de acreditación, la (in)existencia de grupos jerárquicos y clientelares, la calidad del empleo, la calidad docente, los niveles de participación política, la representatividad de los estamentos universitarios, las (des)igualdades en el acceso a la educación superior, el grado de debate interno en la toma de decisiones o la accesibilidad de fondos para la investigación, entre otros. La valoración que de todo ello hacemos da lugar normalmente a un discurso sobre la universidad como endogámica y precaria.
Por su parte, se entiende por validez externa aquellos reclamos actuales con proyección exterior (internalización, sostenibilidad, transferencia, empleabilidad), junto al ejercicio independiente de su misión frente a otras (autonomía, gobernanza). Sobre todo ello se percibe también un cierto relato pesimista.
Lo que se quiere poner de manifiesto, más allá de la adecuación o inadecuación de tales visiones, es la posibilidad de articular sin complejos todos estos discursos dentro del concepto de democracia. Por otro lado, mi directora de tesis doctoral siempre me recuerda la dificultad de reconstruir la legitimidad entre concepciones negativas, de modo que propondré algunas ideas acerca de la democratización de la universidad.
Universidades deliberantes.
La primera labor reconstructiva sería la de tratar de entrelazar de nuevo la validez interna y externa de las universidades y, a ello, la teoría deliberativa de la democracia puede servir como punto de partida en la discusión sobre participación en la universidad en aras de reforzar sus sistemas de gobierno representativo. Jürgen Habermas ha sido y es su principal exponente y valedor.
El análisis de la práctica deliberativa ha encontrado, desde su desarrollo a partir de la década de los ochenta hasta nuestros días, una amplia acogida a la vez que una fuerte contestación desde la ciencia política. Resulta imposible aquí realizar un análisis de su practicidad para el gobierno de las universidades por lo que sólo se caricaturizarán sus presupuestos básicos.
La deliberación, a grandes rasgos, promueve un tipo de discurso racional en el que los participantes adoptan una posición hacia el entendimiento, adquieren un compromiso de sinceridad, y están abiertos a la fuerza del “mejor argumento” y a la búsqueda del consenso. Para la consecución del principio deliberativo ideal, sus defensores hacen hincapié en el proceso que da lugar a la deliberación, estableciendo una serie de precondiciones sin las cuales no se podría considerar legítima, que tienen que ver, básicamente, con el ejercicio en libertad y en igualdad. En el ámbito universitario, se trataría de favorecer procedimientos participativos de decisión con los que reforzar la validez interna (en cuanto que todos los intereses estén presentes) sobre determinados asuntos de naturaleza interna o externa.
Lo cierto es que, durante el estudio de la democracia deliberativa, me he movido desde posiciones entusiastas hacia otras más escépticas y viceversa; especialmente me resulta difícil estar de acuerdo con la asunción general de capacidades racionales de los participantes en la deliberación, así como con las posibles exclusiones que genera (esta crítica ha sido puesta de manifiesto especialmente desde la teoría feminista). Ahora bien, lo que parece claro es que, si esta clase de procedimientos no pueden llevarse a cabo en la universidad, difícilmente puedan ser trasladables a otros ámbitos. Quizá sea una cuestión de experimentación e ir afinando…
Universidades experimentadoras y plurales.
Hablar hoy de evaluación y rankings podría evocar en alguno la idea de “jaula de hierro” de Weber, en el que observamos una excesiva racionalización y control del mundo universitario. Lejos de exageraciones, debemos preguntarnos, primero, qué sentido tiene la evaluación en las sociedades contemporáneas y, segundo, si podemos pensar en ella en términos asumibles por todos. Recordemos que la evaluación es la aplicación de las herramientas de investigación en ciencia social para proporcionar respuestas sobre la efectividad y los efectos de los programas y, consiguientemente, se da la curiosa paradoja de que nos asustamos de nosotros mismos.
Según Pierre Rosanvallon, en todas las épocas se observa una reserva de desconfianza de los ciudadanos frente al poder, cuya institucionalización ha ido adquiriendo a lo largo de historia diferentes formas de ejercer el control de los gobernantes (soberanía de control). Esto tiene su correlato universitario en las agencias de acreditación y evaluación. Desde una interpretación optimista, la función evaluadora es garantía de que el poder cumple con sus compromisos, lo que quizá nos ayude a ser más indulgentes con ellas en cuanto a su razón de ser. Sin embargo, da la impresión de que los criterios garantizadores están siendo asumidos de forma excesivamente homogénea y generalizada, dando lugar a exigencias de cosas que antes no se requerían y que ahora, lógicamente, te hacen salir mal en la instantánea del ranking o de la acreditación.
Lo que se echa de menos en toda esta discusión tiene que ver con la preponderancia del principio democrático, es decir, la articulación de procedimientos (representativos o participativos) de toma de decisiones sobre los objetivos y las estrategias, seguidos de evaluaciones y no a la inversa, esto es, que los objetivos vengan determinados por los imperativos de la competición internacional universitaria (ranking) y por la competición interna (acreditación). Todo ello oscurece el clima de las universidades.
La comparación, el mirar fuera, es absolutamente necesaria, pero lo es para fijar objetivos y señalar las vías de actuación. Lo que resulta cuanto menos inapropiado es autoevaluarnos en igualdad de condiciones sobre cosas que no se hacen, sin mecanismos adaptativos previos y luego llevarnos las manos a la cabeza. No se trata de evaluar por evaluar. Cada universidad, en el ejercicio de su autonomía, debe fijar y publicitar los principios rectores de su programa político y establecer mecanismos evaluadores de tales programas (accountability). Cada universidad debe tener mecanismos internos para fijar algunos de los criterios de acreditación acordes a su estructura y al medio en el que se desenvuelve. Cada universidad, en definitiva, debe poder llevar a cabo procesos de experimentación (propios de la comunidad científica) y evaluar los resultados (y, por qué no, premiar las buenas prácticas). Esto daría lugar a una concepción de las universidades como plurales y diversas, en contraposición a la visión homogeneizadora y totalizante que hoy parece imponerse.
Recapitulando, democratizar la universidad tiene que ver con atender las legítimas demandas del interior y del exterior (transferencia, empleabilidad, internacionalización, digitalización), a través de procedimientos de decisión de democracia interna (representación y participación) y cuyas decisiones incorporen la evaluación como elemento de retroalimentación del sistema. Y todo ello gana coherencia si recuperamos el concepto de democracia universitaria.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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