En un libro que, por fortuna, ya es todo un clásico de la Filosofía contemporánea como es Tras la virtud, de Alasdair MacIntyre, el filósofo escocés propone que extendamos nuestra imaginación a un mundo en el que la sociedad culpará a los científicos de todos los desastres naturales. El resultado no podrá ser más negativo para la Cultura de una sociedad: todos los libros y los instrumentos científicos serán destruidos. Del caos nacerá un nuevo movimiento político autodenominado “Ningún-Saber”, el cual, una vez tomado el poder, abolirá la Ciencia que se impartía en los colegios y en las universidades, apresando y ejecutando a todos los científicos. Su delito: ser subversivos. Años más tarde, una reacción social acabó con el régimen de “Ningún Saber”. Los más ilustrados realizaron denodados esfuerzos por resucitar la Ciencia. Pero, de pronto, se dieron cuenta de un grave problema: se había perdido buena parte de la Ciencia, por lo que solo se adquieren fragmentos de un Saber que se iba consumiendo, lentamente, por el desdén y el olvido.
Si nos detenemos un instante, comprendemos la lección que MacIntyre nos transmite: la destrucción de la Cultura y de la Ciencia nos lleva al surgimiento de una pseudocultura, de un saber fragmentado, en el que no tiene cabida la búsqueda de la verdad, sino el imperio de la relatividad y de la arbitrariedad.
Lo inquietante de esta premonitoria alegoría es la pregunta que el propio autor se formula: “¿Y no es cierto que lo postulado para ese mundo ficticio vale aún con más fuerza para nuestro propio mundo real?” Y si se lo plantea es porque esa catástrofe que significa el fin de la Cultura de una civilización bimilenaria “nadie –con excepción de unos pocos– la reconoció ni la ha reconocido luego como una catástrofe”. Seguramente nuestro escéptico lector se pregunte ¿cómo es posible que tal destrucción no pudiera preverse, ni, a posteriori, ser conocida? La explicación, por sabida, no nos sorprende: “las propias formas de la ortodoxia académica serían parte de los síntomas del desastre”. Una ortodoxia que acepta, complaciente y “genuflexa”, esa fragmentación –o simplificación–del saber, con tal de adecuarse a un incierto mercado laboral.
Puede pensarse que me muevo en el terreno de la distopía. Nada más alejado de la realidad. Valga un simple ejemplo. Recientemente, en la Universidad de Valencia se han aprobado los Planes de Estudio de una nueva titulación: Derecho y Económicas. Inicialmente, se había incluido el estudio del Derecho Romano. La lógica académica se imponía: el Derecho Romano es el pilar sobre el que se cimienta toda la Cultura jurídica occidental, es la base del Derecho Civil. El estudio de sus instituciones aporta lenguaje y reflexión jurídica, así como un conocimiento del Derecho del que todos nos hemos enriquecido. Nadie, que se sienta jurista, puede negarlo. De pronto, en Junta de Profesores (CAT) se informa que se ha suprimido la asignatura. ¿Qué razón se esgrime para que una asignatura de su trascendencia jurídica, cultural y formativa se suprima? Ninguna que tenga que ver con el ámbito estrictamente académico o formativo. No puede darse. Lo contrario, llevaría a retratarse en lo cultural y en lo jurídico. La temeridad no alcanza para tanto. Seguramente algún conspicuo lector pensará que alguna Área levantaría la voz para salvaguardar uno de los pilares sobre los que se asienta la Historia y la Cultura jurídica. Nadie levantó su egregia voz para defender la asignatura sobre la que se alzaron los estudios del Derecho. La razón se antoja sencilla: no somos un Área de poder, solo de conocimiento; un Área que investiga y que publica como la que más. Poca cosa para los tiempos que corren, máxime si este Área –o cualquier otra– no tiene representación en los órganos de decisión. Triste realidad. La que todos conocemos. La que todos padecemos.
A raíz de hechos “luctuosos” como el que he descrito, uno teme que siga pendiente aquella pregunta que se planteaba Ortega en torno a si la preocupación por lo urgente no nos está haciendo perder la pasión por lo importante, por ese conocimiento que ha sido, en no pocas veces, ignorado e, incluso, vilipendiado, como en “aquella escandalosa propuesta que se hacía en un conocido informe […] en el que se decía que los centros universitarios pierden el tiempo con asuntos inútiles como estudiar los sonetos de Shakespeare o la filosofía de Kant”.
Queriendo, o sin quererlo, se ha ido asumiendo una concepción pragmática y funcionalista de la Universidad, de acuerdo con las demandas y las necesidades del mercado laboral, y no de las del mercado de las letras y del conocimiento, hasta el punto de que el alumno se ha convertido en un potencial cliente, en uno más del mercado, lo que la deshumaniza, hasta convertirla en una escuela de negocios que desprecia, o, cuanto menos, desaconseja aquellos valores culturales que deben ser tutelados y promovidos por todo Centro de Enseñanza que se precie, ya sea la Universidad, un Instituto o una Escuela de Primera Enseñanza. De lo contrario, cabrá recordar las palabras de Petrarca “Povera e nuda vai, Filosofía”. Pobre y desnuda quedará la Universidad si la despojamos de sus mejores ropajes: los del Saber.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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