La enseñanza no es algo unidimensional. Es una tarea altamente compleja y la complejidad crece cada día. La enseñanza hoy se caracteriza por la sobrecarga, el aislamiento, las expectativas crecientes, las demandas muchas veces contradictorias y los pocos o nulos espacios donde los docentes pueden hacerse oír. Dice Paco Imbernón en su último libro (Ser docente en una sociedad compleja. Graó, 2017) que “la docencia es una tarea laboriosa, paciente y difícil. Mucho más de lo que la gente cree y muchísimo más de lo que piensan los políticos”. Sabemos, como decían Andy Hargreaves y Michael Fullan en Capital Profesional (2014), que para cambiar la enseñanza “debemos realmente comprenderla y a las personas que la imparten, en lugar de forzar soluciones simplistas basadas o justificadas en estereotipos unilaterales de lo que conlleva el trabajo“. Casi nunca lo hacemos.
Dice, por su parte, Mariano Fernández Enguita en su último libro, Más escuela, menos aula (Morata, 2018) que “una educación de calidad y adaptativa, no puede surgir de la simple suma de las decisiones de los docentes y otros profesionales, sino que requiere un proyecto educativo compartido que nos lleva al nivel y al ámbito del centro y a su proyecto“.
Parece cada vez más claro, que la única manera de responder a la complejidad es con respuestas complejas, integradoras y diversas. Y que la única manera de atender al reto creciente de la diversidad es con diversidad. Si tradicionalmente la escuela ha dado respuestas colectivas (iguales para todos) basadas en el trabajo individual de los docentes. Ahora debe dar respuestas individualizadas (personalizadas) desde el trabajo colectivo de equipos docentes.
Parece claro, como sostenía Imbernón hace ya unos años y como sostiene Enguita hoy, que el reto de la escuela hoy es colaborar para personalizar. La enseñanza se ha convertido en un trabajo imprescindiblemente colectivo” (Paco Imbernón, 2001).
Aprender se ha vuelto una actividad imprescindible. Educar también. Vivimos probablemente la mayor oportunidad de reescritura de la educación tradicional de las últimas décadas (comparable en ilusión a lo que sucedió en el primer tercio de siglo XX y en las décadas de los 70 y 80, pero creo que con mejores condiciones y posibilidades para que el cambio pueda ser generalizado). Es un buen momento de trabajar por la escuela que queremos. Tenemos la oportunidad y la responsabilidad de trabajar por una educación mejor y por una educación transformadora.
Pero vivimos también un momento paradójico para la educación en general, y para la escuela en particular. En primer lugar, porque la sociedad ha encargado tradicionalmente a la escuela la doble tarea de transmitir unos valores y una cultura y, al mismo tiempo, transformar esa misma sociedad que la acoge e impulsa. Pero también, como sostiene Miguel Ángel Santos Guerra, porque esa misma sociedad le ha encomendado a la escuela la “tarea de educar para unos valores (libertad, paz, justicia, solidaridad, igualdad, respeto…)” y, por otra, preparar para una vida que presenta “componentes inquietantes de opresión, belicismo, injusticia, insolidaridad, desigualdad y falta de respeto a la dignidad de los seres humanos.”
Momento paradójico también porque, como dice Juan Ignacio Pozo (Aprender en tiempos revueltos, 2016), “cada vez dedicamos más años de la vida y más horas de cada día, a la tarea de aprender, y, sin embargo, aparentemente, cada vez se aprende menos, o por lo que parece, hay cada vez una mayor frustración con lo que se aprende y cómo se aprende.”
Alumnos y maestros, no están satisfechos ni con lo que se aprende, ni con cómo se aprende, ni con los resultados obtenidos, ni con la percepción social sobre su desempeño. Es habitual oír hablar del malestar docente y cada vez lo es más del malestar discente.
Los alumnos no están interesados “por los contenidos del aprendizaje, ni se sienten retados por las actividades que se desarrollan en los centros educativos” (José Gimeno Sacristán, 2013. p.29). Y cuando se les preguntasobre la educación que reciben (algo que se hace demasiado poco) responden claramente: “Una educación que no te prepara para lo que la sociedad y tu futuro necesita realmente, una educación que te obliga a estudiar lo que los altos cargos políticos creen lo mejor no lo que tu ves mejor para tu preparación y tu futuro, y por último una educación mecanizada en el que el profesor habla y los alumnos se aprenden como si de loros se tratasen.”
Los profesionales de la enseñanza, por su parte, “no pueden evitar la sensación de que la escuela se halla sometida a un fuego cruzado, degradado su prestigio y criticada por todos. No les falta razón, pues parece que no existe nada más cómodo para una sociedad que culpar de sus males a la escuela -exculpando así, de paso, a otras instituciones como las empresas y el Estado y tratar de encontrar soluciones mágicas a través de su permanente reforma.” (Manuel Fernández Enguita. 1995. p.17). Sienten que son vistos en demasiadas ocasiones como parte del problema en lugar de como la solución.
Durante mucho tiempo hemos pensado, y en muchos casos se sigue pensando, que “la mejora del aprendizaje pasaba por prescripciones detalladas de los modos de enseñar, estableciendo un currículum fuertemente prescriptivo, utilizando libros de texto y materiales curriculares a prueba de profesores y con una generalización de las pruebas externas”, sostenía hace más de veinte años Linda Darling Hammond (2001, p. 59). El problema de este enfoque, decía la misma Hammond es que, aunque las políticas puedan parecer uniformes, los estudiantes no son sujetos que puedan estandarizarse, ni en sus ritmos, ni en sus procesos de aprendizaje.
El resultado de esa concepción y de gran parte de las políticas educativas de los últimos años ha sido una escuela hiperregulada, burocrática, altamente presionada, sobrecargada, sobrerresponsabilizada y muy desmotivada. Un sistema educativo muy rígido (al menos en España), un modelo de enseñanza de talla única y excesivamente aislado del entorno, basado casi siempre en la transmisión de unos contenidos establecidos, con un currículo demasiado extenso y excesivamente detallado (véanse los estándares de aprendizaje).
Un sistema que sigue pensando que enseñar es suministrar materias primas por un extremo y recoger productos finales por el otro. Un sistema bancario, como sostenía Paulo Freire en su Pedagogía del Oprimido, en la que el conocimiento es una docnación de aquellos que saben hacia los que no saben y donde el único margen de acción para los educandos es recibir los depósitos, guardarlos y archivarlos (Pedagogía del Oprimido. p. 52).
Un sistema que, en el caso de nuestro país, genera altas tasas de fracaso escolar, de abandono temprano y de repetición de curso. Tasas de abandono temprano, por ejemplo, muy altas en comparación los países vecinos (junto a Malta, España tiene la tasa más alta de toda la UE) y que, tal y como señalan Lucas Gortazar y Octavio Medina, tienen una fuerte componente estructural (en torno al 18%) de difícil corrección salvo que se tomen medidas específicas para ello. Algo que no parece fácil visto la inacción e inercia que caracteriza nuestras políticas educativas.
Un fracaso, por otro lado, que es, de hecho, exclusión educativa. Y que resulta de un desencuentro entre lo que la escuela espera y exige y lo que algunos alumnos son capaces de dar y de demostrar. Un fracaso que es un proceso y no solo un producto final. Y que está vinculado casi siempre (Mena Martínez, L., Fernández Enguita, M. y Riviére Gómez, J. D) a otras dos realidades escolares, la repetición de curso (88%) y al absentismo (91%).
Un proceso lento que acompaña al alumno a lo largo de su vida escolar. Que está relacionado como decíamos con aspectos estructurales del modelo como la financiación o las características del currículum, pero que también “depende de las prácticas mediante las que los docentes proveen de educación a los estudiantes, miden y valoran los aprendizajes, responden (o dejan sin las respuestas y ayudas pertinentes) a aquellos estudiantes que encuentran dificultades en sus trayectorias escolares y educativas.” (Juan M. Escudero Muñoz. 2005). Un fracaso que “es la consecuencia de una acumulación de desencuentros con la escuela: o bien con los contenidos educativos, o bien con el orden escolar, o bien a causa de dinámicas de etiquetaje”. Un fracaso, en definitiva, que lo es del propio sistema educativo.
La institución escolar, concluían Luis Mena Martínez, Mariano Fernández Enguita y Jaime Riviére Gómez, “debería reflexionar sobre sí misma y sobre el rechazo que provoca en parte del alumnado, y no consolarse con el supuesto de que el problema del abandono tiene su origen en lo que ocurre fuera de ella.”
Un fracaso, por último, que indica que aún no hemos resuelto bien el paso de un sistema educativo selectivo y propedéutico a otro formativo e inclusivo. Y que constata que aprender es un proceso complejo, mucho más de lo que pensábamos o dice el llamado “sentido común”, y que la enseñanza también es una actividad compleja, mucho más de lo que a veces nos quieren hacer creer y mucho más cada día.
Como señala Denise Vaillant, “las formas tradicionales de enseñar ya no sirven porque la sociedad y los alumnos han cambiado. Se han ampliado los lugares para aprender, los sistemas para acceder a la información, las posibilidades de intercambio y de comunicación y los alumnos escolarizados; pero los objetivos educativos, la forma de organizar la enseñanza y las condiciones de los profesores, se mantienen prácticamente inalterables.”
Necesitamos una nueva cultura del aprendizaje y de la enseñanza. Pero con demasiada frecuencia nos hemos empeñado en soluciones erróneas. Hargreaves y Fullan hablan de las cinco falacias del cambio educativo (velocidad excesiva; estandarización; sustitución de personas malas por buenas; dependencia de medidas estrechas de rendimiento; y competitividad escolar) en lugar de apostar por el desarrollo de la capacidad profesional; la responsabilidad colectiva, el trabajo en equipo y la colaboración; el compromiso moral y la inspiración; más criterio profesional en lugar de menos; medidas de rendimiento mejores y más amplias; asistencia entre escuelas en lugar de intervención punitiva; políticas sistémicas, coherentes y cohesivas. Hemos puesto en marcha reformas que no han generado el cambio necesario. Las prácticas escolares han permanecido, en general, invariables y no se ha modificado sustancialmente lo que pasa en las aulas.
Decía Denise Vaillant en 2005 que “por más que se actualicen las propuestas curriculares, por más que se implementen programas de mejora de equidad y de calidad y se descentralicen las modalidades de gestión, si no se reconoce en los docentes el factor central de cambio, éste no tendrá lugar“. Las prescripciones sobre qué deben hacer los profesores no transforman sus prácticas. No se puede ordenar ni a las instituciones educativas ni a los docentes lo que deben hacer. La innovación y el cambio depende menos de leyes y reformas que de Proyectos de Institución y de Prácticas Profesionales. “Una cosa es la legalidad y otra la realidad. Los centros escolares no se cambian por decreto”, decía, por su parte, Enrique Miranda Martín.
En este contexto cobra importancia la idea de que la unidad de cambio es el centro educativo. Que el centro educativo es el centro del cambio. Y que para que la mejora escolar sea una mejora sostenida a largo plazo tiene que haber previamente un cambio profundo dentro de la escuela (Alma Harris, 2002). Si los cambios quieren tener una incidencia real en la vida de los centros han de generarse desde dentro, desarrollando su propia cultura innovadora, incidiendo en la estructura organizativa y profesional e implicando al profesorado en un análisis reflexivo de lo que hace.
La mejora de un centro depende de su capacidad para desarrollar internamente el cambio. Pasa entonces por ser capaces de establecer directrices claras y compartidas, entre todos los miembros de una comunidad educativa, y orientadas hacia la reflexión, la indagación y la acción sobre los procesos de enseñanza-aprendizaje del centro. Para que cambie lo que se hace en las aulas tiene que cambiar qué entienden los alumnos y profesores por aprender y enseñar. El cambio educativo sólo es significativo si “activa los procesos de acción-reflexión-acción en los sujetos que lo llevan a cabo de forma participativa, cooperativa, negociada y deliberativa.”
Los profesores, como los alumnos, aprenden haciendo, leyendo y reflexionando a través de la colaboración con otros maestros, observando muy de cerca el trabajo de los estudiantes, y compartiendo lo que observan (Darling- Hammond y Mclaughlin. 2004).
Contrariamente a lo que suele ser habitual en nuestro contexto, el cambio educativo está más asociado a procesos de búsqueda, indagación, confianza, formación, asesoramiento, colaboración de los actores principales (docentes y alumnos), que a procesos de vigilancia, la cual genera desconfianzas y temores (Héctor Monarca y Noelia Fernández-González. 2016).
Desconfiar del profesorado e imponer modos de actuación de manera artificial genera rechazo, garantiza el fracaso y la frustración y es una opción que desprofesionaliza e incapacita, dice Fernando Trujillo. Por el contrario, confiar en el profesorado y crear un marco de trabajo tan claro y comprensible como exigente abre vías para la experimentación y la búsqueda de soluciones locales y contextualizadas que pueden ser analizadas para su transferencia a otros centros dentro del sistema educativo, continúa.
Los países que han tenido mayor éxito educativo y económico son aquellos que promovieron mayor flexibilidad e innovación en la enseñanza y el aprendizaje, aquellos que invirtieron mayor confianza en docentes altamente calificados y que valorizaron un currículum amplio y aireado, sin intentar dirigir absolutamente todo desde arriba, sostenía hace unos años Andy Hargreaves.
Por otro lado, el cambio no puede ser asimilado si su sentido no se comparte (Peter Marris. Loss & change. 1975). Lo que nos conduce a trabajar a favor de un profesionalismo ampliado, construido en la interacción y colaboración con otros colegas.
Necesitamos transformar la tradicional cultura escolar individualista por una cultura de la colaboración.
Lo que conduce a actuar en los contextos organizativos para hacer de la escuela no sólo un lugar de aprendizaje para los alumnos sino también un contexto estimulador del aprendizaje y crecimiento profesional de sus profesores y profesoras.
Como estamos viendo, ni la macro escala de las políticas educativas, ni la micro de los profesores innovadores individuales nos llevan muy lejos a la hora provocar y mantener el cambio educativo necesario.
La reclusión en el aula individual no lleva muy lejos la innovación si, al tiempo, no se incrementan los modos de trabajar y aprender juntos. Por el contrario, “cuando se incrementa el aprendizaje intencionado de los maestros trabajando en equipo, se consiguen resultados tanto a corto plazo como beneficios a largo plazo, en la medida que éstos conocen el valor de sus compañeros y llegan a apreciar la riqueza del desacuerdo constructivo.” (Hargreaves & Fullan, 2014).
El equipo es el entorno más adecuado en el que aprender, en el que recibir constantemente retroalimentación cualificada y en el que obtener reconocimiento, a la vez que un antídoto contra el aislamiento del aula tradicional. Más trabajo en equipo es también la forma más efectiva de difundir las mejores prácticas y la innovación (Mariano Fernández Enguita, 2018). El mejor maestro de un maestro es otro maestro.
“Hay que pasar del profesor o profesora que trabaja en su aula, al equipo docente, al trabajo coordinado. El aislamiento docente ha sido siempre, pero ahora más, nefasto para la profesión y para el profesorado”. (Francisco Imbernón, 2017. p.26)
Pero las estructuras organizativas escolares no están creadas para favorecer ese trabajo colaborativo. Las clases ideadas como celdas, los agrupamientos homogéneos bajo criterios no coherentes, la jerarquización dentro de las instituciones, la creciente especialización y la parcelación de la enseñanza constriñen e impiden una forma de trabajar conjunta (Francisco Imbernón, 2017). Pocas escuelas están estructuradas para permitir que los profesores piensen en términos de problemas compartidos o de objetivos organizativos más amplios. En muchas escuelas, seguimos pensando en términos de mi aula, mi materia o mis alumnos. Cambiar estos hábitos exige crear una cultura colaborativa de aprendizaje.
No se trata de que todos los miembros piensen y sientan del mismo modo, ni de que lo colectivo diluya a lo individual y más personal. La colaboración profesional no tiene por qué anular la diversidad (Bolívar, Escudero, Teresa, García Gómez).
Necesitamos de la diversidad. La única manera razonable de enfrentar el reto actual de la diversidad en las aulas es con diversidad.
Pero las culturas colaborativas no surgen solas. Requieren de mucho tiempo, atención, sensibilidad. No hay atajos. Son los docentes y directores, individualmente y en grupos reducidos, quienes deben crear la cultura escolar y profesional que necesitan.
Lo que pasa entonces por desarrollar el capital profesional de todos los docentes (Hargreaves & Fullan, 2014). Entendido capital profesional como la combinación de capital humano, social y decisorio. Y donde el capital humano hace referencia al talento individual (el conocimiento y las destrezas necesarias para la profesión), pero siendo conscientes de que los grupos, los equipos y las comunidades son muchos más poderosos que los individuos cuando se trata de desarrollar capital humano; el capital social se refiere a cómo la cantidad y calidad de las interacciones y relaciones sociales entre las personas afecta a su acceso al conocimiento y a la información; y el capital decisorio sería nuestra capacidad de hacer juicios discrecionales.
En esta ecuación, la variable determinante del éxito de cualquier innovación es el grado de capital social existente en la cultura de la escuela. Si éste es débil, todo lo demás está destinado al fracaso (Hargreaves & Fullan, 2014. p.122).
En este punto es bueno volver arriba y recordar, como decía Nacho Pozo (2016), que quizá uno de los mayores fracasos de nuestro sistema de educación formal es su incapacidad para incluir a todas las personas en la cultura del aprendizaje, al enviar tempranamente mensajes de exclusión a todos aquellos que no se adaptan bien a la lógica arbitraria y académica de los contextos escolares.
Abordar los retos actuales de la educación escolar (complejidad, diversidad, globalización, incertidumbre, pertinencia y relevancia de la escuela) nos exige generar cambios en la forma de trabajar en las escuelas y hacer una apuesta decidida por mejorar la colaboración entre docentes. Mejorar requiere construir una cultura escolar con normas y valores compartidos, diálogo reflexivo, interdependencia, práctica pública y trabajo y colaboración, que contribuya a incrementar el capital profesional en cada escuela (Antonio Bolívar, Katia Caballero, Marina García-Garnica, 2017).
Romper la cultura individualista, promover la colegialidad y el trabajo en colaboración constituye un requisito básico para la mejora y el cambio educativo. La innovación y el cambio exigen hacer esfuerzos explícitos para fomentar y desarrollar en las escuelas entornos de confianza.
Cada actor implicado en el proceso de cambio debe tener confianza en su propia capacidad, en la de sus colegas y en la de la escuela globalmente para promover la innovación y el cambio (Alma Harris, 2002).
Termino. “La enseñanza se ha convertido en un trabajo imprescindiblemente colectivo”, decía Paco Imbernón en su último libro. Esa misma idea, sostiene Fernández Enguita también en su último libro (Más escuela, menos aula) cuando escribe que “una educación de calidad y adaptativa, no puede surgir de la simple suma de las decisiones de los docentes y otros profesionales, sino que requiere un proyecto educativo compartido que nos lleva al nivel y el ámbito del centro y a su proyecto“. Es importante insistir, la única manera de atender al reto de la complejidad creciente de la enseñanza es comprendiendo a las personas que la impartes, en lugar de forzar soluciones simplistas basadas o justificadas en estereotipos unilaterales de lo que conlleva el trabajo de educar (Hargreaves).
La única manera de afrontar el reto de la diversidad (para entenderla, integrarla y preparar a los alumnos para ella) es con más diversidad, no con menos.
Es con diversidad de metodologías y con diversidad de saberes. Y es, sobre todo, con diversidad docente. La personalización del aprendizaje pasa por la colaboración. Tradicionalmente, la escuela ha dado respuestas colectivas (iguales para todos) basadas en el trabajo individual de los docentes. Un solo docente, un conjunto de conocimientos estandarizados y un grupo de alumnos en un aula. Ahora, la escuela debe dar respuestas individualizadas. Y la única manera de hacerlo es desde el trabajo colectivo de equipos docentes. Antender al reto de la diversidad, nos demanda colaboración.
Referencias:
- Antonio Bolívar, Katia Caballero, Marina García-Garnica (2017). Evaluación multidimensional del liderazgo pedagógico: claves para la mejora escolar. https://www.ugr.es/~recfpro/rev91ART1.pdf
- Antonio Bolívar, Juan Manuel Escudero, María Teresa, Rodrigo Juan García Gómez (2015). El centro como lugar de innovación
- Linda Darling Hammond (2001). El derecho de aprender. Ariel. 2001 (original de 1997)
- Linda Darling Hammond y Mclaughlin (2004). Políticas que apoyan el desarrollo profesional en una época de reforma Profesorado, revista de currículum y formación del profesorado 8 (2). http://www.ugr.es/~recfpro/rev82COL1.pdf
- Juan M. Escudero Muñoz (2005). Fracaso escolar, exclusión educativa. https://www.ugr.es/~recfpro/rev91ART1.pdf
- Manuel Fernández Enguita (1995). La escuela a examen. Ediciones pirámide.
- Mariano Fernández Enguita (2018). Más escuela, menos aula. Morata
- Lucas Gortazar y Octavio Medina (2/2/2018). El abandono temprano estructural https://politikon.es/2018/02/02/el-abandono-temprano-estructural/
- Andy Hargreaves (2009). El liderazgo sustentable y el cambio en tiempos de confusión. http://www.redalyc.org/html/3845/384539801009/
- Andy Hargreaves & Michael Fullan (2014). Capital profesional. Morata.
- Alma Harris (2002). School Improvement. What’s in It for Schools? Routledge. London.
- Francisco Imbernón (2001). Claves para una nueva formación del profesorado http://www.ub.edu/obipd/docs/claves_para_una_nueva_formacion_del_profesorado._imbernon_f.pdf
- Francisco Imbernón (2017). Ser docente en una sociedad compleja. Grao
- Peter Marris (1975). Loss & change
- Luis Mena Martínez, Mariano Fernández Enguita y Jaime Riviére Gómez (2010). Desenganchados de la educación: procesos, experiencias, motivaciones y estrategias del abandono y del fracaso escolar http://www.revistaeducacion.mec.es/re2010/re2010_05.pdf
- Enrique Miranda (2002). La supervisión escolar y el cambio educativo. http://www.ugr.es/~recfpro/rev61AR
- Héctor Monarca y Noelia Fernández-González (2016). El papel de la inspección educativa en los procesos de cambio. http://www.scielo.br/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0100-15742016000100212#B2
- Juan Ignacio Pozo (2016). Aprender en tiempos revueltos. Alianza
- Fernando Trujillo (19/6/2017). ¿Por qué han fracasado las competencias en educación? http://fernandotrujillo.es/por-que-han-fracasado-las-competencias-en-educacion-lecciones-para-futuros-intentos-de-innovacion-educativa/
- José Gimeno Sacristán (2013). En busca del sentido de la educación. Morata.
- Denise Vaillant (2005). Reformas educativas y rol de docentes. http://denisevaillant.com/articulos/2005/RefEduPRELAC2005.pdf
NOTA: Este texto surge de la conferencia que di el pasado 26 de enero de 2018 en el IV Encuentro de Aulas Innovadoras organizado por Kristau Eskola en Bilbao y titulada: El centro educativo en el centro del cambio. Colaborar para personalizar. Os dejo también la presentación:
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