Escribe José Alfredo Obarrio
Como señala George Steiner, la cultura no nos aporta esa felicidad que prometían Voltaire y sus ilustrados, ni pudo, ni puede servir de freno a la barbarie del hombre, pero es, sin duda, “un estilo de vida” que antecede y sostiene el conocimiento y la educación, “todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido”. Pero hoy, por desgracia, ese concepto de Cultura con mayúscula se ha debilitado. En este sentido, en su Breve discurso sobre la Cultura, Vargas Llosa viene a confirmar esa desidealiación que recae sobre nuestra tradición cultural, y no tanto por padecer los riesgos que conlleva el saber, sino por reducirlos a su mínima expresión, hasta convertirlos en senderos frágiles y quebradizos: “La noción de cultura se extendió tanto que, aunque nadie se atrevería a reconocerlo de manera explícita, se ha esfumado. Se volvió un fantasma inaprensible, multitudinario y traslativo. Porque ya nadie es culto si todos creen serlo o si el contenido de lo que llamamos cultura ha sido depravado de tal modo que todos puedan justificadamente creer que lo son”, lo que nos lleva a “vivir en la confusión de un mundo en el que, paradójicamente, como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es”.
Nos da la impresión de que autores como Steiner o Vargas Llosa sienten, como en las viejas fábulas de Ovidio, que en nuestro gastado andamiaje cultural estamos viviendo un proceso de metamorfosis, un proceso que nos hace contener el aliento ante este presente incierto, en el que cada vez más la imagen sustituye a la expresión verbal, a la paráfrasis, a la memoria y al conocimiento de los libros clásicos, de aquellos textos que fueron el alfabeto corriente de nuestros antepasados, una realidad que nos lleva a preguntar si deseamos poseer y transmitir el legado principal de nuestra civilización, o si preferimos que pase a formar parte de un olvidado museo. Si nosotros, los docentes, lo hacemos, estaremos contribuyendo a fomentar esa pseudo-vida intelectual que destierra a las humanidades clásicas, sin las cuales no tiene cabida “ni una sociedad coherente ni una continuación de una “cultura viva”, porque, como afirma Vargas Llosa, “La cultura … no puede apartarse de la vida real, de la vida verdadera, de la vida vivida, que no es nunca la de los lugares comunes, la del artificio, el sofisma y la frivolidad, sin riesgo de desintegrarse”; una desintegración que se produce cuando hacemos “de la cultura uno de esos vistosos pero frágiles castillos construidos sobre la arena que se deshacen al primer golpe de viento”, una cultura light, una cultura del espectáculo que ha contribuido a generar la opinión -muy difundida, y ciertamente poco razonada- de que sólo lo último, lo novedoso, merece nuestra atención.
Sin duda, argumentaciones como éstas silencian el criterio de calidad, como si el reloj, por el hecho de hacer avanzar sus manecillas, nos indicara lo que más nos conviene a nuestras vidas ¿Pero no reconocemos calidad en aquellos textos que conmovieron los cimientos de nuestra intimidad, o en aquellas personas que inundaron de profunda calma o de añoranza nuestras vidas? Sólo necesitamos el atrevimiento de iniciar una lectura sosegada de sus páginas, con la misma asiduidad con la que abrimos nuestras realidades virtuales, para comprobar cómo nos invitan a transitar por unos mundos extrañamente lejanos y cercanos a un tiempo; para observar, con la incredulidad de un niño, cómo nos conducen por unas relaciones familiares que bien conocemos; por unos conflictos políticos que nos hablan de la dignidad y de la libertad; o por unos vicios y unas virtudes que nos son propias. Como propias y actuales nos parecen las palabras de Charles Dickens escritas al inicio de su novela Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto”. La duda que nos asalta es ¿quién lee hoy a Dickens? ¿qué profesores recomiendan su lectura? ¿en qué Planes de Estudios se incentiva su lectura? ¿en qué aulas se estudian sus textos? Y un sordo silencio se acomoda en nuestras almas, porque, con Dickens, sentimos que nuestros estudiantes, que lo tienen todo al alcance de la mano, tanto lo material, como lo cultural, en el fondo, apenas tienen nada, porque apenas les incentivamos a que intenten comprender el sentido del tiempo y el valor de la vida, el significado y la función del lenguaje, y lo que supone el acto y el hecho de pensar, porque todo lo relegamos a desarrollar el dichoso programa de turno, ateniéndonos a él como si de un nuevo Catecismo laico se tratara. Por ese camino diseñado por El Plan Bolonia les conducimos, y con él les extraviamos sin remedio.
Ese es nuestro lamento y nuestro pesar.
Como acertadamente sugiere Nuccio Ordine en su manifiesto La utilidad de lo inútil, “existen saberes que son fines por sí mismos y que -precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo vínculo práctico y comercial- pueden ejercer un papel fundamental en el cultivo del espíritu y el desarrollo civil y cultural de la humanidad … Pero la lógica del beneficio mina por la base las instituciones (escuelas, universidades, centros de investigación, laboratorios, museos, bibliotecas, archivos) y las disciplinas (humanísticas y científicas) cuyo valor debería coincidir con el saber en sí, independientemente de producir ganancias inmediatas o beneficios prácticos … En este brutal contexto, la utilidad de los saberes inútiles se contrapone a la utilidad dominante que, en nombre de un exclusivo interés económico, mata de forma progresiva la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la enseñanza, la libre investigación, la fantasía, el arte, el pensamiento crítico y el horizonte civil que debería inspirar toda actividad humana”. Una crisis de la que fue testigo Albert Camus, como deja constancia en su ensayo El hombre rebelde, donde profiere su imperecedera exclamación “yo grito que no creo nada, y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi grito”, de un grito que negaba la subordinación de las Ideas y de la Cultura a la política, lo que le llevó a convertirse en un outsider, en un enemigo para sus antiguos camaradas de partido.
Por nuestra parte, sólo nos resta decir que a lo largo líneas escritas con cierta pasión y con algún conocimiento de causa, sólo hemos abrigado la esperanza de que tú, lector, puedas compartir la idea de que la libre búsqueda del conocimiento y del saber, la idea que animó a Humboldt para fundar la Universidad de Berlín, por muy ardua e incierta que pueda parecernos, es la única vía que puede inducir a los jóvenes universitarios a incentivar su curiosidad, y a conocer a esos “seis honrados servidores que me enseñaron cuanto sé”, de los que nos hablaba Kipling, y cuyos “nombres son, Cómo, Cuándo, Dónde, Qué, Quién y Por qué”. Y para alcanzar esta visión, para no dormitar en ese invierno de la conciencia en el que plácidamente nos hemos instalado, es por lo que nos hemos preguntado el por qué de la Universidad. Una pregunta que para un docente es mucho más que un simple interrogante, es una necesidad vital. Por esta razón, como nos dirá Vargas Llosa, “tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo”, los únicos medios que tenemos a nuestro alcance para “aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible”
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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