Por Antonio Bolívar
Catedrático de Didáctica y Organización Escolar de la Univ. de Granada
Editor de la Revista “Profesorado. Revista de Curriculum y Formación del Profesorado”
Analizar los centros educativos desde la perspectiva de la cultura escolar propia que tienen, en su especificidad organizativa, es relativamente reciente. Habitualmente han sido asimilados a otras organizaciones, administrativamente como si todos fueran iguales; sin identidad, cultura ni efectos diferenciales. Es, entonces, al considerar que la unidad llamada “escuela” (school), tiene efectos específicos en el modo como se lleva a cabo la educación, cuando se entiende que cada escuela tiene su propia “cultura”, como los modos propios de hacer, que da lugar a unos determinados tipos de relaciones profesionales y, por ello, a un modo particular de llevar a cabo la educación. Cualquier propuesta de cambio educativo, entonces, será reconstruida, filtrada, por la cultura organizativa que tenga la escuela.
La cultura escolar es, de este modo, un sistema socialmente construido de creencias y valores compartidos por los miembros de una organización, constituyéndose en lo que una organización es y, en cuanto tal, la identidad organizativa es uno de sus componentes principales. La cultura de una organización (o de subunidades dentro de ella, como ciclos o departamentos) es el contexto dentro del que tienen se forman las interpretaciones que tienen los miembros de la propia escuela, así como de la imagen que proyectan (Viñao, 2001). Por su parte, “cultura profesional” está configurada por el conjunto de conocimientos, valores, creencias, normas, comportamientos, social e históricamente construidos, compartidos por los miembros de una profesión. Cambiar una cultura profesional exige cambios en los papeles y patrones de relación existentes, rediseñando los espacios laborales, la formación del profesorado, las estructuras organizativas y los modos de pensar y desarrollar la enseñanza.
José Antonio Marina (El Confidencial, 25.07.2017) propone definir ‘capital’ como: “el conjunto de recursos acumulados que amplían las posibilidades de acción o de producción de una persona o de una colectividad”. Se entiende como ‘Recurso’ es aquello a lo que puedo acudir para resolver un problema o realizar un proyecto, y que por eso considero un bien. Esta definición nos permite hablar de muchos tipos de capital, no solo del económico. Una dimensión clave del capital profesional, además los conocimientos y la capacidad decisional de hacer juicios y desarrollarlos en el tiempo, está en el “capital social como las relaciones de confianza, interacciones, propósitos compartidos compartidos y relaciones de colaboración en una comunidad de trabajo” (Hargreaves y O’Connor, 2017: 74). Este capital social forma una parte fundamental de la cultura profesional y, por tanto, la cultura escolar configura la capacidad profesional docente. Por tanto, necesitamos más capital en nuestros centros, pero para ello se requiere incrementar las relaciones profesionales y compartir las prácticas, es decir, más capital social.
Las teorías del “capital social” proveen de un marco útil para analizar lo que sucede en el interior de los establecimientos escolares, así como su relación con la comunidad. El “capital social” se refiere a “cómo la cantidad y calidad de las interacciones y relaciones sociales entre las personas afecta a su acceso al conocimiento y a la información” (Hargreaves y Fullan, 2014: 119). Además de las relaciones externas, el “capital social interno” a cada escuela, entendido como las interacciones con otros como parte de un colectivo, desarrolla un conjunto común de metas, una visión compartida, un sentido de comunidad. El problema de partida es, según los datos anteriores, el escaso stock de “capital social” que, en general, suelen contar los centros escolares. Así, el aislamiento de los colegas, limitaciones de tiempo, estructuras fragmentadas o aisladas para coordinar actividades o intercambiar aprendizajes, falta de conexión entre escuela y comunidad, limitan gravemente tanto el aprendizaje profesional como el desarrollo de una comunidad (Bolívar y Bolívar-Ruano, 2016).
Frente a esta situación, todo un amplio corpus de investigación ha puesto de manifiesto que, si las escuelas deben mejorar su capacidad interna para impulsar el aprendizaje de los estudiantes, al tiempo, deben trabajar en la construcción de una comunidad profesional que se caracteriza, entre otros, por un propósito común, un trabajo en equipo y de colaboración y la responsabilidad colectiva entre el personal por el aprendizaje. Mensaje, en parte redentor, ha sido que el futuro de la mejora escolar, tanto a nivel personal-afectivo como profesional, sólo podría venir con un incremento de las relaciones de colegialidad entre profesores, y de colaboración con agentes externos e interescuelas.
En efecto, las relaciones en colaboración se han visto como un potente dispositivo para aprender y resolver problemas, construir una solidaridad y cooperación en el centro escolar, en una cultura abierta al aprendizaje (Louis, 2006). Además de una vía de desarrollo profesional, podía ser una variable mediadora para mejorar la educación de los alumnos, pues cuando los profesores intercambian experiencias y conocimiento crecen profesionalmente. El trabajo colaborativo y el diálogo entre los profesionales de la escuela, centrado en mejora de los procesos de enseñanza-aprendizaje, es una base firme para la mejora. Además, estas comunidades cultivan tanto la cultura profesional como la preocupación y relaciones personales (“cultures of caring”), que posibiliten el apoyo mutuo en momentos en que se hace difícil el oficio de enseñar.
Transformar la cultura escolar heredada
Partimos de una cultura escolar e historia heredada anterior en que el trabajo docente está configurado, particularmente en Secundaria, como algo individualista, sin contar con una organización que apoye e incentive el trabajo en equipo y colaboración entre los docentes. Para no quedar en un discurso, el núcleo de nuestra propuesta se juega construir las estructuras y contextos que apoyen, promuevan y fuercen las prácticas educativas que deseamos. Estos obstáculos para la formación de comunidades ponen en peligro y representan una tensión inherente en la organización de los contextos habituales de trabajo docente y cómo los profesores interactúan y se dedican a cuestiones de la enseñanza. Al fin y al cabo, como dicen Hargreaves y Fullan (2014):
“Lo que uno cree (la sustancia de una cultura) está profundamente influenciado por nuestras relaciones con quien lo cree o no (la forma de la cultura). Si se cambia la forma de la cultura (las relaciones entre las personas), hay bastantes posibilidades de cambiar también su contenido” (p. 135).
Así, si queremos cambiar los papeles que las personas ejercen en una organización, en lugar de predicarlo para que cambien de creencias, es preferible crear las estructuras y contextos que apoyen, promuevan y fuercen las prácticas docentes que deseamos. Sin cambios en las estructuras organizativas y, consecuentemente, en la redefinición de los roles y condiciones de trabajo, no se van a alterar los modos habituales de hacer; dado que las estructuras organizativas reflejan los valores y principios que ejercen una considerable influencia. En fin, se trata de “reculturizar” las relaciones profesionales interviniendo en la organización escolar, de modo que sea posible acercarse a una comunidad profesional. La tarea es transformar la cultura de la profesión docente. Al respecto el liderazgo pedagógico de la dirección escolar, según las experiencias, desempeña un papel fundamental en la puesta en práctica de una escuela como Comunidad que Aprende: establecer un clima de confianza, promover la colaboración y el compromiso, facilitar el proceso de cambio de cultura, liderazgo docente, una práctica reflexiva sobre los datos provenientes de los aprendizajes, compartir datos e información sobre la práctica, responsabilidad compartida por los resultados, son –entre otras– sus características. Entre gestionar lo que hay y liderar el cambio de la cultura se juega el papel de la dirección escolar.
Incrementar el capital profesional mediante el capital social
Los cambios estructurales y organizativos, por sí mismos no aseguran la mejora del aprendizaje de los estudiantes, si paralelamente no conllevan unos cambios en los modos de relación de los profesores, de modo que potencien la colaboración y el intercambio profesional. Si el tiempo y las estructuras de trabajo son relevantes y necesarias, por sí mismas son insuficientes para que florezcan las comunidades de práctica. Se requiere que fomenten el desarrollo del capital profesional y el aprendizaje entre colegas. Es clave forjar relaciones y construir capacidades para dichas relaciones.
Si queremos cambiar la cultura escolar dominante hemos de entrar en las condiciones organizativas. Es una lección aprendida que rediseñar el trabajo y organización de roles en los establecimientos de enseñanza (tales como trabajo en equipo, cultura de colaboración, escuelas como comunidades, estructuras de participación, etc) viene a ser una condición para que tengan lugar los cambios educativos demandados. Así, nuevas tareas y demandas educativas exigen espacios y tiempos congruentes. Las estructuras organizativas actuales –se diagnostica– impiden los roles deseados, por lo que cambiar las prácticas docentes para hacerlas más efectivas (cambios de “primer orden”) debe situarse al nivel más básico de modos y estructura organizativa de la escuela (cambios de “segundo orden”).
En lugar de centrar los esfuerzos del cambio en el profesorado individualmente considerado, como afirman Hargreaves y O’Connor (2017), en el corazón de la mejora de la escuela se sitúa el “capital social”, es decir el modo como los profesores interaccionan y trabajan juntos. Transformar la enseñanza en cada escuela depende del capital profesional con que cuenta, para lo que es preciso empoderar y capacitar la profesión docente. Este capital profesional es el resultado del capital humano (individual), del capital social (culturas colaborativas) y del capital decisional (saber elegir lo adecuado y pertinente). El “capital social” se refiere a “cómo la cantidad y calidad de las interacciones y relaciones sociales entre las personas afecta a su acceso al conocimiento y a la información” (Hargreaves y Fullan, 2014, p. 119). Se trata de incrementar el “capital social” de la escuela en paralelo al “capital profesional”. El capital social reside en las relaciones entre los docentes, basadas en la confianza, la colaboración, la responsabilidad colectiva, el apoyo entre colegas y la ayuda mutua, las redes establecidas. Resulta, pues, estratégico construir relaciones institucionales estables en la escuela que posibilite el incremento del capital social y, con ello, el capital profesional. El capital profesional de buenos docentes trabajando juntos en cada escuela es el principal activo para transformar la enseñanza. El escaso stock de “capital social” que, en general, suelen contar los establecimientos de enseñanza. De ahí la necesidad de cuidarlo y potenciarlo. Esto requiere, como es obvio, reconstruir y “reculturizar” la profesión en su conjunto, al tiempo que rediseñar el trabajo en las escuelas.
En último extremo de lo que se trata es de incrementar el “capital profesional” con que cuenta nuestra escuela, que se puede ver incrementado cuando forman una comunidad profesional de aprendizaje. Buenos docentes trabajando juntos en cada escuela son la base firme y sostenible de la mejora, el principal activo para transformar la enseñanza en cada escuela. De ahí la necesidad de cuidarlo y potenciarlo. Pero, a la vez, necesitamos mucho más “capital social” dentro de nuestras escuelas (colega a colega), pero también a través de las escuelas (redes entre escuelas) y con la comunidad local más allá de la escuela.
Referencias bibliográficas:
Bolívar, A. et al. (2016). Individualismo y comunidad profesional en los centros escolares en España. Limitaciones y posibilidades. Educar em Revista, 62, 181-198.
Hargreaves, A. y Fullan, M. (2014). Capital profesional. Transformar la enseñanza en cada escuela. Madrid: Ed. Morata.
Hargreaves, A. y O’Connor, M.T. (2017). Cultures of professional collaboration: their origins and opponents. Journal of Professional Capital and Community, 2(2), 74-85.
Louis, K. S. (2006). Changing the Culture of Schools: Professional Community, Organizational Learning and Trust. Journal of School Leadership, 16 (4), 477–489.
Viñao, A. (2001). Culturas escolares, reformas e innovaciones educativas. Con-Ciencia Social, 5, 27-45.
Cómo citar esta entrada:
Bolívar, A. (2018). Cultura escolar colegiada y capital profesional. Aula Magna 2.0. [Blog]. Recuperado de: https://cuedespyd.hypotheses.org/3727
Tomado de Aula Magna 2.0 con permiso de sus editores
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