Esta entrada continúa la senda marcada por otras (ver aquí y aquí) en el intento de reflexionar sobre la idea o misión de la universidad, a partir de los grandes pensadores de las últimas centurias. Con idea o misión de la universidad, se hace referencia a las consideraciones sobre el deber ser de la universidad con respecto a la sociedad en su conjunto, y no tanto al aspecto pedagógico de la formación que debe proporcionar a los individuos, que sería tan solo una de las tareas que tiene encomendada.
Michael Oakeshott es sin duda uno de los pensadores más destacados del siglo XX. La originalidad de su pensamiento hace casi imposible catalogarle: Oakeshott ha sido criticado por conservador elitista por sus contrincantes ideológicos, y de posmoderno relativista por los de su propia casa. De lo que no cabe duda es que su conservadurismo es sumamente heterodoxo, y no se deja etiquetar fácilmente dentro de las categorías clásicas que nos permiten entender esta ideología como familia intelectual. A mi juicio, independientemente de los prejuicios con los que cada cual mire su obra, un aspecto muy destacable por el que ya merece la pena su lectura es la manera poderosísima de la que que se vale de imágenes y metáforas para asentar sus argumentos, y que lo convierte en un ensayista único. Además, su escepticismo radical -aunque en ciertos momentos pueda tornarse en cinismo- y su agudeza le convierten en un crítico excepcional de las patologías de su tiempo que, aunque formen parte de otra época, todavía algunas resuenan muy cercanas, como veremos a continuación.
Oakeshott se ha ocupado de innumerables temas, aunque es sobre todo conocido por su fuerte crítica a todo tipo de racionalismo en la política. Entre esos otros temas, que no han sido tan comentados, se encuentra la educación y, particularmente, la universidad. En una colección de ensayos titulada The voice of liberal learning (la voz del aprendizaje liberal), el tema universitario ocupa una posición predominante.
El comienzo de uno de esos ensayos, publicado en 1950, y que trata sobre “el concepto de universidad”, resume a la perfección el núcleo de su argumentación: “una de mis teorías favoritas es que aquello que las personas llaman “ideales” o “propósitos” nunca es fuente de la actividad humana; son expresiones comunes para designar el verdadero origen de la conducta, que es una predisposición a hacer determinadas cosas y un conocimiento acerca de cómo hacerlas” (p. 133). Ya podemos observar una de las características fundamentales a la hora de entender la visión del autor sobre el comportamiento de humano: que las acciones tienen más que ver con las orientaciones y las actitudes que con las ideas; de ahí que el debate sobre la idea y la misión de la universidad le resulte, en cierta medida, vacío de contenido, ya que para el “la universidad no es una máquina que sirve para lograr un propósito determinado o para producir un resultado particular; es una forma de actividad humana” (p. 134).
Ahora bien, ¿a qué se refiere con que es una forma de actividad humana? Oakeshott piensa que la comunidad universitaria quizá no sepa para qué sirva la universidad, pero son conocedores de algo mucho más importante: cómo ocuparse de ella. Ese conocimiento, para el autor, no es un don de la naturaleza; es el conocimiento de una tradición y hay que adquirirlo. De acuerdo con esta idea, para Oakeshott, la universidad consiste “en un grupo de personas dedicadas a un tipo de actividad en particular: en la Edad Media se la llamaba Studium; nosotros podemos llamarla “la búsqueda del conocimiento”” (p. 135). Y lo que distinguiría a la universidad respecto de otras instituciones sería, precisamente, la manera particular de abordar esa búsqueda de conocimiento.
Y es en este punto donde llegamos a una de las ideas centrales del pensamiento oakeshottiano, que alcanza a otros muchos órdenes más allá del universitario. Para el autor, la búsqueda del conocimiento no es una carrera en la que los competidores se disputan el primer puesto, ni siquiera es un debate o simposio, sino que se trata de una conversación. Y la virtud de la universidad, en cuanto que espacio de diversos estudios, debe ser reflejo de eso mismo.
Así pues, una universidad concebida como conversación sería aquella en la que “cada estudio aparece como una voz cuyo tono no es tiránico ni retumbante, sino humilde y afable. Una conversación no necesita un director, no sigue un rumbo determinado de antemano, no nos preguntamos para qué “sirve” y no juzgamos su excelencia teniendo en cuenta su conclusión; no tiene conclusión, sino que siempre queda para otro día. No se impone su integración, sino que surge de la calidad de las voces que tienen la palabra, y su valor está en los recuerdos que va dejando en la mente de quienes participan en ella” (p. 137).
Y, entonces, quien acude a la universidad, ¿qué debería encontrarse? Si le acompaña la suerte, dice el autor, encontrará una fuerte actividad de hombres y mujeres dedicados a la búsqueda del conocimiento, y una invitación a participar de alguna manera de esa actividad (p. 139). Pero cuidado: para Oakeshott, en consonancia con Ortega, la universidad no es una máquina de fabricar académicos; “su ideal del mundo no es un mundo poblado por académicos”, sino que se trataría de un espacio donde recibir una educación a través de conversaciones con sus profesores, compañeros y consigo mismos, y donde no se les alienta a confundir la educación con la formación profesional”. Así pues, en términos formativos, el regalo característico de la universidad debería ser que brinda un intervalo: un periodo en el que es posible observar el mundo y observarse a uno mismo, sin tener la sensación de tener un enemigo detrás ni la presión insistente de tener que tomar decisiones” (p.141). Puede que este periodo no le prepare de forma eficaz para ganarse la vida, pero habrá aprendido algo que le pueda servir para llevar una vida significativa.
Volviendo a la relación de la universidad con el conocimiento (y su utilidad), Oakeshott lo tiene claro: la búsqueda del conocimiento es inevitablemente conservadora. La universidad, nos dice, “no es un velero que se puede maniobrar para captar hasta la más pasajera de las brisas” (p. 143). De ahí que se muestre contrario a nociones como las de “educación superior”, “capacitación avanzada” o “cursos de actualización para adultos”. Para el autor, estas ideas “pertenecen al mundo del poder y la utilidad, de la explotación, del egoísmo social e individual y de la actividad, cuyo significado se encuentra fuera de ellas, en un resultado o logro trivial; y este no es el mundo al que pertenecen las universidades (p.143).
La universidad, por tanto, debe cuidarse del mecenazgo con el mundo o, como señala en otra de esas metáforas, “descubrirá que ha vendido su derecho de nacimiento por un plato de lentejas” (p. 143). De no cuidarse, en lugar de estudiar lenguas y literaturas del mundo, se transformará en una escuela de capacitación; en lugar de dedicarse a buscar hallazgos científicos, se ocupará de formar ingenieros en electrónica o químicos industriales. En definitiva, en lugar de formar hombres y mujeres como un fin en sí mismo, se dedicará exclusivamente para cubrir nichos de la sociedad, y los individuos estarán guiados exclusivamente por fines extrínsecos. En definitiva, piensa Oakeshott, la universidad tiene y debe tener un lugar en la sociedad a la que pertenece, “pero ese lugar no es el de contribuir con algún tipo de actividad en la sociedad, sino el de ser ella misma y no otra cosa” (p.144).
Para terminar, quisiera hacer unos breves comentarios sobre algunas de las ideas sobre la idea de universidad que se han expuesto. El primero, que nos retrotrae a la situación actual, resulta de confrontar la idea de una universidad concebida como conversación a la realidad actual de nuestras universidades, en la que la competición fratricida por la publicación, el descuido de la docencia y la escasez de colaboración intra y extra departamental son el pan cada día. Ello, sin duda, nos debería hacer reflexionar sobre cómo hacer conciliable el control de las actividades que se realizan en la universidad, algo sumamente necesario y democrático, con un tipo de “orden” que promueva lo que podríamos llamar amistad científica o entre científicos. La evocación de la idea de una universidad como conversación puede servir de inspiración para revitalizar el muy denostado ambiente universitario, especialmente entre el profesorado.
El segundo comentario, que se trataría más bien de un apunte crítico al pensamiento del autor, es la radical separación que realiza entre formación intelectual o moral y formación profesional o, como lo denomina en otro ensayo, entre educación y socialización, que está en el núcleo de su pensamiento sobre la universidad. Esta separación, que el autor la sitúa en forma de idea de ilustrada cuyos orígenes se remontan al siglo XVIII, es una ficción que le sirve para introducir el argumento de que la socialización (la formación profesional) es en realidad una forma de dominación de los poderosos y de las oligarquías utilitaristas. No obstante, ello no parece tener mucha consistencia, ya que aceptar ese argumento implicaría en cierta medida asumir que el interés por la socialización sería una construcción ajena a los individuos, lo que sería, a su vez, poco sensible a la realidad empírica, ya que el interés primordial de quienes acuden a la universidad es -hoy y muy probablemente por entonces- el de recibir una formación profesional que les capacite para escalar socialmente (ver aquí). Asimismo, concebir al estudiante universitario como un sujeto que, durante un intervalo de tiempo, se dedica “a observar el mundo y a sí mismo” sin atender a las presiones materiales tiene un cierto componente elitista, ya que, ¿quiénes son los que pueden desatender sus circunstancias para procurarse un lapso de tiempo cómo el descrito? Ello no quiere decir, no obstante, que la universidad no deba proporcionar esa “educación” ni invitar al estudiante a participar de esa comunidad de conversación de la que nos habla Oakeshott; por el contrario, ello seguramente deba ser lo prioritario, con independencia de los intereses mentados por los alumnos. De lo que se trataría, entonces, es de conciliar, en lo posible y con las deficiencias naturales de toda integración, esos dos elementos.
Tomado del blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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