no de los temas recurrentes en las reformas universitarias en España (y en casi todos los países y grandes organizaciones) es la gobernanza. En España hemos enfocado el tema siempre desde la búsqueda de nuevos mecanismos que mejoren la forma en la que se toman las decisiones. Los análisis realizados —más opiniones que análisis, en realidad— llegan a la conclusión de que los actuales sistemas deben modificarse: elección de rector, elección de decanos y directores de departamentos, papel de los consejos sociales. Se diría que el problema fundamental está en cómo elegir a los dirigentes de las universidades públicas.
Las opiniones mayoritarias ahora son que el rector debe ser elegido por parte de un grupo reducido de representantes de los grupos responsables del mantenimiento de la institución y no por votación amplia entre los miembros de la comunidad universitaria. En las oportunidades que ha habido de modificar lo que estableció la LRU para la elección del rector –2 veces en 30 años–, se han producido muy pocos cambios. El que se produjo en la LOU (2001) fue justo en la dirección contraria a lo que se demanda: se obligaba a elegir al rector con la participación de todos los miembros de la comunidad universitaria (bajo el lema de “un hombre, un voto ponderado”). En la reforma de la LOU (2007) se permitió que se pudiera volver al sistema de elección por el claustro que proponía la LRU (bajo el lema de “un representante, un voto ponderado”). Eso sí, nada más aprobarse este retoque, los mismos grupos que prefirieron hacer pocos cambios, ya lo criticaban como una oportunidad perdida. Considero que la resistencia al cambio es, en algunas ocasiones, una actitud razonable: si no hay una propuesta buena, mejor dejar las cosas como están. Pero, en este asunto, no parece que se vaya a encontrar esa propuesta buena. ¿Qué hacer entonces? Propongo modificar la forma de abordarlo en dos sentidos.
Por una parte, deberíamos analizar no tanto cuál es el mejor sistema para tomar decisiones como cuáles son los actuales sistemas para revisar, corregir y, en su caso, sancionar (o premiar, por qué no) las decisiones que se toman (se tomen como se tomen). Por ejemplo, podríamos fijarnos no tanto en cómo se aprueba el presupuesto de una universidad, como en la forma en la que se ha ejecutado y en qué sucede cuando se descubre –de repente– que una universidad tiene una deuda elevada que, por supuesto, no puede financiar. ¿De dónde sale esa deuda? ¿De una desafortunada decisión en el último ejercicio presupuestario? No, es fruto de sucesivos presupuestos deficitarios aprobados por los órganos competentes. Y ¿quién es el órgano que tiene esa competencia? Nada más y nada menos que el Consejo Social, órgano en el que están representados todos los actores implicados, de dentro y de fuera de la universidad. Las preguntas son: ¿por qué se han aprobado esos presupuestos y por qué nadie se ha dado cuenta de la situación deficitaria de los mismos? La respuesta suele ser que ya se sabe que los Consejos Sociales no funcionan. ¿Es esta explicación suficiente? En todo caso, parece claro que si se tiene una deuda que no se puede pagar, alguien ha tomado alguna decisión equivocada en algún momento. ¿Qué debe suceder cuando somos conscientes de ello? Esa es la pregunta: tan interesante como difícil de contestar cuando hablamos de instituciones públicas. Si no conseguimos una respuesta, no importa cómo organicemos el nombramiento o elección de los órganos de decisión.
Algunos afirman que el problema está en el excesivo número de miembros de estos órganos de decisión. Pues bien, si fuese un problema de número deberíamos encontrar diferencias en la calidad de las decisiones que toman las universidades que tienen menos de 16 miembros en su Consejo Social y las que tienen más de 25. O al menos entre la que menos tienen 6 y las que más tienen 31, que son diferencias sustanciales (ver CRUE, 2008), lo suficientemente grandes como para poder obtener evidencias sobre el efecto del número de miembros en la toma de decisiones. Por cierto, no está de más señalar que estas diferencias se dan al amparo de una misma LOU, lo que permitiría inferir que no habría que esperar a cambiar la ley para tomar decisiones en este sentido, si el problema estuviera en el número.
Hay otra dirección en la que podemos modificar la perspectiva. Deberíamos analizar cómo se toman las decisiones en el universo informal de las universidades (ver aquí). No hay duda de que estas actividades no son una parte importante de los modelos públicos de financiación básica. Así que, si existen, es porque tienen éxito, al menos económico. Analicemos cómo se hacen ahí las cosas, porque son hechas por las mismas personas en las mismas instituciones a las que criticamos por su mal sistema de gobernanza. Porque las universidades gestionan lo formal y lo informal de forma diferente. Lo que se reclama para la gestión de lo formal ya se utiliza en la gestión de lo informal. Los centros de formación continua, los cursos de verano o las fundaciones son ejemplos de ello: cómo se elige a sus directores, cómo se forman los equipos directivos, cómo se aprueban sus presupuestos, cómo se diseñan y aprueban sus planes de actividades, cómo se realiza la gestión. Lo cierto es que muchas universidades redirigen sus actividades siempre que pueden (a veces rozando la legalidad) a las estructuras del universo informal de sus universidades por las ventajas que encuentran en la huida del derecho administrativo, de la condición de ser una institución pública.
En síntesis, para avanzar en la mejora de la toma de decisiones en las universidades debemos centrarnos en encontrar las formas concretas, operativas, de exigir responsabilidades por las decisiones tomadas más que en modificar el número de miembros de los organismos que las toman o la forma de elegirlos.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editoresEsta entrada recoge un fragmento del Cuaderno de Trabajo 2 de STUDIA XXI, «La universidad informal«
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