El mantra del 65 % (más menos 5%) al que me refería en una entrada publicada ayer (ver aquí), ha llegado a popularizarse hasta el punto de protagonizar, hace unos meses, una tira cómica publicada en un diario. Le dice en ella un abuelo al holgazán de su nieto, que se pasa el día tumbado en una butaca, por qué no se prepara para el futuro; y el nieto le responde que cómo quiere que se prepare para el futuro si el 70 % de los trabajos futuros todavía no se han inventado. A mi parecer, el autor de la tira ha captado agudamente el efecto principal del discurso del 65 %, el cual no es, por cierto, el único que concurre en el intento de convencer de la inutilidad de estudiar.
“La mitad de lo que un estudiante aprenda en su primer año de estudios estará obsoleto en su tercer año de carrera”, decía hace unos años una alta ejecutiva de una gran empresa multinacional. Y, más recientemente, un ex vicerrector de una universidad pública insistía en la misma idea: “en la actualidad incluso lo que se enseña a los estudiantes de primero de universidad puede ser obsoleto cuando se gradúen sólo tres años después”. Se ha dicho también que los conocimientos caducan, pero las competencias, no. Pero si consideramos, como lo hacen muchos especialistas en didáctica, que una competencia es la capacidad de hacer un uso apropiado a las circunstancias de conocimientos, habilidades y actitudes, llegamos inmediatamente a la conclusión de que, al desvincular las competencias de los conocimientos, aquellas se degradan a meras habilidades. También tiene su importancia al respecto el martilleo acerca de la sobrecualificación. “No hace falta titulación universitaria. Silicon Valley ya no quiere licenciados” era el exagerado titular en un periódico, hace unas semanas.
En la medida en que se ha ido intensificando el alegato sobe la inutilidad de aprender ha ido ganando borrosidad el concepto de sociedad del conocimiento. Al menos en su interpretación como una sociedad en que el conocimiento penetraría en todos sus rincones y en todos sus grupos y sectores y sería necesario, a alto nivel, para el desempeño de la gran mayoría de puestos de trabajo. Pero esto no es lo que nos dice la observación de la realidad. Extrapolándola, un informe de 2012 del Centro Europeo de Formación Profesional (CEDEFOP) decía que “las previsiones de la demanda señalan que el mayor crecimiento se situará en las ocupaciones altamente y escasamente cualificadas, mientras que el crecimiento será menor en los empleos con un nivel de cualificación intermedio”. Contra lo que creo deseable, se está configurando un tipo de sociedad con una gran proporción de puestos de trabajo que requieren y requerirán pocos conocimientos, aunque sí tal vez algunas habilidades.
No obstante, se entiende también, y cada vez más, por sociedad del conocimiento aquella que lo pone a disposición de todos sus miembros para que lo puedan utilizar cuando les convenga. La sociedad del conocimiento vendría a ser entonces una especie de fase superior de la sociedad de la información. A partir del obviamente falso supuesto de que todo el conocimiento está en la red hay quienes consideran que habríamos llegado ya a esta fase superior y, entonces, con todo el conocimiento a disposición permanente de todo el mundo, no haría falta que nadie se preocupase por adquirirlo. Le bastaría con buscarlo cuando lo necesitara. Queda en el aire quién y cómo se ocuparía de aumentar el conocimiento y de actualizar los contenidos de la red. Al parecer, además, no importa que, para saber qué conocimiento necesitas, necesitas tener previamente algún conocimiento. Ni que también necesitas conocimiento para separar del grano del rigor el diletantismo, la pseudociencia y la superstición, que de todo esto hay también en la red.
¿Qué efectos cabe esperar de todo ello? Argumentos para reducir la financiación de la enseñanza, contraer el sistema universitario, desautorizar y devaluar social y económicamente al profesorado… Y, claro está, la desincentivación del personal docente e investigador para aprender, enseñar y descubrir (si lo que enseñamos no sirve para nada y al alumnado no le interesa, ¿por qué tenemos que esforzarnos?).
Pero, con ser graves estos efectos, el que me parece más letal es aquel al que me refería al principio de esta entrada: la asunción por una buena parte de la juventud de la inutilidad de estudiar y la consiguiente pérdida de motivación para adquirir conocimientos.
Como quiera que la falta de motivación es ya un hecho entre amplios sectores del estudiantado, hay quienes consideran prioritaria la renovación de la metodología docente para fomentar que se mantenga la atención estudiantil en las aulas. Desde luego, los métodos docentes no pueden ni tienen que anquilosarse, pero lo más importante, en mi opinión, es no perder de vista lo que dijo la gran economista Joan Robinson cuando le preguntaron cómo reformaría las enseñanzas de economía: ante todo, prescindiría, como estudiantes, de quienes sólo deseen aprobar. Dicho más formalmente, el afán estudiantil por adquirir nuevos conocimientos es una condición necesaria para una docencia de calidad.
Paradojas de la vida: todo parece indicar que el discurso sobre la sociedad del conocimiento nos está conduciendo inexorablemente hacia la sociedad de la ignorancia.
Tomado del blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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