Escribe Antonio Embid. Universidad de Zaragoza
Las personas que conmigo compartan edad (próxima a la jubilación) o la superen, e incluso algunos más jóvenes aficionados a la historia de las ideas, habrán reconocido en el título de estas paginitas un recuerdo al opúsculo situacionista publicado en Estrasburgo en 1966 con sus primeras palabras: “Sobre la miseria en el medio estudiantil” y, de seguro, habrán tenido algún miedo de pensar que en los siguientes renglones pudiera intentarse algo parecido a la continuación del título del famoso texto: “Considerada bajo sus aspectos económicos, políticos, psicológicos, sexuales y particularmente intelectuales, y algunas formas de tratarla”.
Pues no tengan miedo de encontrar lo que no por falta de ganas, lo confieso, no va a poder ser buscado en estas líneas. En realidad voy a hacer ligeros comentarios sobre lo que específicamente y en su aspecto estricto corresponde al concepto de “miseria”, o sea sus aspectos económicos y lo que puede extenderse, a partir de ellos, al desarrollo de la función profesoral, que consiste, creo, en enseñar.
Por motivos que se me escapan, la atención de estos últimos días se vuelve a poner en una de las múltiples perversiones a las que nos tiene acostumbrados este país de nuestras querencias (o sea, España en lo que a mí respecta). Llamo perversión a la capacidad extrema de disfrazar el cumplimiento de la norma con actuaciones que nada tienen que ver con ella. O configurar normas que nada tienen que ver con la realidad. Hasta el punto que con la combinación de ambas líneas de actitudes creamos realidades que resultan simplemente inexplicables. Esquizofrenia en estado puro.
Llamo perversión a la capacidad extrema de disfrazar el cumplimiento de la norma con actuaciones que nada tienen que ver con ella.
Y una de ellas consiste en confiar buena parte de la enseñanza universitaria a un conjunto de profesores que se agrupan con el nombre de “asociados” (o sea, socios de otros, pero no en pie de igualdad, sino “pegados” a ellos, a-sociados), que, en teoría, desarrollan su principal actividad fuera de la Universidad y que vuelcan en el alma máter el tesoro impagable de esa experiencia profesional que a los socios (o sea, a los profesores no asociados y que parece que no la tienen) les viene muy bien, resultando tal cooperación entre teoría (es el planteamiento teórico) y práctica (la de los asociados) en una arcadia feliz en la que los enseñados (los estudiantes) reciben todo tipo de bendiciones.
Y aquí está la perversión, porque la mayor parte de los asociados no son profesionales y, además, desarrollan su función por unos 300-400 euros mensuales aunque esa sea su única actividad profesional (para más detalles vid. el excelente cuaderno de trabajo nº 9 de Studia XXI, “Demografía universitaria española: aproximación a su dimensión estructura y evolución”, de Juan Hernández Armenteros y José Antonio Pérez García).
Esta es la descripción de una situación muy generalizada en las Universidades españolas, con mayor peso en unas que en otras y con diversidades según áreas de conocimiento. Eso es lo de menos. Lo de más es saber –por experiencia y por números- que alrededor del 50% de la carga docente de las Universidades públicas españolas (no hablemos de las otras) se desarrolla por este tipo de personal (en general, por el no funcionario, por el no permanente) a quien los profesionales (los teóricos de la teoría) debemos estar inmensamente agradecidos, por cierto.
Esa realidad inventada pero, finalmente, real, resulta tremendamente perversa. Porque la proclama constante de los cargos públicos –sean universitarios o de los otros- es que el objetivo es la Universidad de la excelencia, la excelencia en la investigación, la excelencia en la calidad. Y para predicar con el ejemplo (con la acción) se configuran unos criterios de acceso a la acreditación que, como se ha hecho público, buena parte de los actuales premios Nobel de las áreas científicas no estarían en capacidad de sobrepasar. ¡Toma ya! O ¡Ahí queda eso! Porque queda.
Con esos mimbres (que son permanentes, porque así estamos desde 1983) no es nada extraño que la actividad científica y el progreso de la investigación y de la docencia en España, haya alcanzado cimas incomensurables. ¡Y las que alcanzará con las adecuadas políticas! Bastaría rebajar cien euros más la retribución de los asociados, o aumentar un 10% la carga docente que asumen, para que la excelencia rebosara por las costuras europeas y alcanzara, como marea imparable, las costas de la Universidad inglesa, norteamericana o japonesa. Si además de eso, exportábamos en la cúpula de la marea, nuestro también incomparable modelo de gobernanza universitaria, en muy pocos años solo se hablaría español en las ceremonias periódicas que se celebran en Oslo y Estocolmo.
Pero lo que digo en relación a los asociados no es exclusivo para ellos. Los sueldos de los ayudantes, de los profesores ayudantes doctores, de los titulares o de los catedráticos, no aguantan comparación con ningún grupo funcionarial. Y ello que para la mayor parte de las categorías que he nombrado, se exige el título de Doctor, cosa que no es requisito ni para los Letrados del Consejo de Estado, por poner el ejemplo, quizá, de cuerpo más excelso en sus conocimientos. Y el problema, aunque sea ésta la fácil respuesta, no consiste en imputar a la crisis económica este resultado. Los orígenes de la situación que narro vienen de mucho más atrás en el tiempo y guardan relación con el concepto de “lujo” con que, en el fondo, siempre se ha contemplado en este país a la enseñanza superior y a la investigación. Salvo destellos casi irreales (como estrellas fugaces cuyo rastro se acaba en un suspiro), como la Junta de Ampliación de Estudios, algunas actuaciones en la Segunda República, las buenas intenciones de la Ley General de Educación de 1970, o el período de más o menos diez años que sigue a la Ley de Reforma Universitaria de 1983, la enseñanza universitaria no ha sido algo más que un dolor de cabeza para los responsables políticos entrando en el catálogo de “preocupaciones varias”. Hoy las élites no se educan mayoritariamente en las Universidades públicas y animo a un trabajo particular sobre la cuestión cuyos resultados (donde se educan los responsables de las grandes corporaciones, bancos etc…, si se quiere hasta los ministros, aun cuando éstos hoy no pertenecen a las élites a las que me refiero) serían sorprendentes. Y descorazonadores.
Los sueldos de los ayudantes, de los profesores ayudantes doctores, de los titulares o de los catedráticos, no aguantan comparación con ningún grupo funcionarial.
Y dejando esa pequeña digresión vuelvo al tema: Es obvio que alguien deberá algún día reflexionar acerca del modelo de profesorado que quiere para la Universidad española. El que se debería alcanzar. Es decir: no el de las normas. Es decir: no el de la realidad (¿o sí?), sino el de la utopía, el que corresponde para que buena parte de nuestros compañeros profesores (no en la década de los veinte o de los treinta de edad, precisamente) puedan acompañar a su misión profesoral palabra distinta de la miseria. De la miseria económica, sin más (¿cuántos libros o suscripciones de revistas se pueden comprar con 400 euros mensuales?), y sin referirme a los aspectos políticos, sexuales, psicológicos e intelectuales, tal y como clamaban hace más de sesenta años, aquellos estudiantes de Estrasburgo que se atrevieron a poner en solfa y desde su específica posición ideológica, la situación acomodada, acomodaticia, en espera, en silencio, del medio estudiantil del momento.
Tomado del Blog de Studia XXI con permiso de sus editores
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